Homilía de monseñor Marcelo Raúl Martorell, obispo de Puerto Iguazú, misa del Jubileo de los Docentes con la presencia de todas las instituciones educativas que dependen de la diócesis (Iglesia catedral, 23 de octubre de 2010)
Los docentes y los estudiantes católicos de Iguazú estamos celebrando el Jubileo Diocesano con la alegría que significa celebrar 25 años de vida diocesana. Y queremos recordar que uno de los principales desafíos de la Iglesia es formar en la fe y en la razón a los que se preparan para vivir, es decir, hacer crecer en el amor a Jesucristo a los niños y jóvenes, hacerlos crecer en la fe en el evangelio y en el amor a las ciencias de tal modo que sean capaces de enfrentar el desafío del mundo que les toca vivir. Fe y razón encontrarán -por el esfuerzo cotidiano- el equilibrio que los capacite para vivir.
Hoy nos toca enfrentar un mundo y una historia que se definen como el tiempo de la postmodernidad, tiempo que conlleva la desestabilización y la desestructuración de la síntesis cultural que ha prevalecido en occidente hasta los tiempos más recientes.
La postmodernidad se presenta como un desafío y contiene elementos que debemos saber leer. Esta posmodernidad es exponente de los abusos del racionalismo moderno, del formalismo vacío de las virtudes humanas y cristianas y del autoritarismo de todo tipo. Desgraciadamente el postmodernismo ha roto el equilibrio entre la razón, los sentimientos y la fe. Ya no existe lo blanco o lo negro. Existen los desequilibrios de los sentimientos del individualismo: “ya no pienso, ya no tengo principios, siento y porque siento obro”. La postmodernidad impulsa la desaparición de toda "verdad objetiva", de las virtudes personales y sociales, el bien común y el accionar comunitario para el "bien objetivo y moral".
En este contexto se encuentra el hombre de hoy, especialmente el niño y el joven. Y es por eso que la Iglesia como educadora tiene ante sí un gran desafío: armonizar la fe y la razón para poder tener una percepción equilibrada de la realidad, del mundo que nos dejó Dios como compromiso de construcción.
Herbert Marcuse, padre de la revolución postmodernista, señalaba que toda realidad es una construcción social, que la verdad y la realidad no tienen un contenido estable y objetivo. Y aún más: no existen. Para el postmodernismo la realidad es un "algo que hay que interpretar" y en ese contexto toda interpretación -cualquiera sea- tiene un valor equivalente. Se trata, pues, de una hermenéutica individual y sensible, carente de objetiva racionalidad. Se podría decir a la luz de esa manera de pensar posmoderna que “cuando todo es válido, nada es estable” y por lo tanto "todo puede ser cambiado", creando una sociedad con normas distintas que sirvan a un modelo determinado por el "momento". Así podrían cambiarse las estructuras políticas, sociales, religiosas, la estructura del varón o de la mujer o el lugar del hombre en el mundo. El posmodernismo propone que todo puede ser "deconstruido y construido" o "reconstruido" a voluntad del sujeto y según las transformaciones sociales del momento. A la luz de esta pretensión ideológica nos damos cuenta por qué el equilibrio y la estabilidad legal o jurídica no son permanentes, por qué las leyes no tienen estabilidad, por qué la identidad de las personas pueden ser cambiadas y la sexualidad de las mismas pueden proclamarse relativas.
Este es el gran desafío cultural frente al cual se encuentra hoy la Iglesia, la escuela y por qué no el Estado. Y todo esto porque la postmodernidad al exaltar la desestabilización y la deconstrucción destruye todo derecho establecido para el bien común y se vuelve contra las leyes de la naturaleza (la ley natural), contra las tradiciones culturales de los pueblos e incluso contra la Revelación Divina. El postmodernismo pretende fundar una nueva ética liberal e individualista en la que cada uno tiene derecho a tomar sus propias decisiones y a elegir en nombre de esta nueva ética el derecho a tomar decisiones intrínsecamente malas: considerar como bien el aborto, la homosexualidad, el amor libre, el cambio de identidad y el rol de sexos, la eutanasia, el suicidio asistido, el rechazo de cualquier forma de autoridad legítima o jerarquía e imponer la tolerancia obligatoria a todas las opiniones. La norma para el posmodernismo es el “derecho individual a elegir y hacer legítimo cualquier tipo de sentimiento por más irracional que éste sea".
El gran reto que se presenta a la escuela, al Estado y a la Iglesia, consiste en fundar una nueva ética que se sustente en el amor cristiano, restablecer la cultura del amor que la Iglesia llama "crear una nueva civilización del amor". Siguiendo las palabras de Jesús, estamos llamados a evangelizar a través de todos los instrumentos que nos brinda el tiempo en que vivimos, haciendo el esfuerzo en esta cultura de implantar el Evangelio de Jesús y la ética cristiana que de él se desprende, para poder frenar esta otra ética disociadora de la postmodernidad.
El feroz individualismo de esta nueva ética postmoderna genera realidades a las que nos vamos adhiriendo sin darnos cuenta en nuestro afán de ser "modernos y actuales". Así es que vamos aceptando, casi con naturalidad, el desinterés por el estudio y la formación, la exclusión de la educación y del progreso espiritual y cultural, la cultura de la comodidad y del placer hedónico y desmedido, la aparente relación al amor vacío de contenido que lleva a un pansexualismo, a la precoz maternidad y finalmente al "aborto" justificado con leyes llenas de incoherencia moral, llegándose a afirmar que con el aborto estamos defendiendo la vida.
Esto debe llevarnos a realizar un vez más la profunda confesión y convicción de que "Jesús es el Señor del tiempo y de la historia", profesión de fe de la Iglesia y de todas las comunidades eclesiales hermanas. Profesión de fe que la escuela cristiana ha defendido y realizado en pos de una sociedad mejor formada y de una cultura coherente con el fin del hombre que es el Bien Supremo.
Podemos afirmar que educar -tarea propia de un maestro- no es simplemente y nunca lo será tan sólo el comunicar información o proporcionar capacitación en diferentes habilidades. La educación no es y nunca lo será, algo meramente utilitario. La educación consiste en formar personas que sean capaces de vivir en plenitud la vida humana. Se trata de impartir aquella sabiduría que es capaz de hacer tomar conciencia de la presencia del Creador en la vida.
Jesús, el Señor de la historia, quiso vivir como uno de nosotros. Su grandeza infinita de Dios compartió la pequeñez de nuestras vidas sin tener vergüenza de llamarse hermano nuestro. La eternidad visitó nuestra humanidad haciéndose hermano, trabajador, miembro de una familia, no sólo como un hecho histórico más sino para cambiar la historia toda. El nació en tiempos de un gran paganismo, de una gran disolución de la sociedad, pero por medio de su mensaje y su vida, entremezclado con los hombres de su tiempo y sus conflictos, vivió expuesto al rechazo y al dolor hasta sufrir por nuestra transformación y la del mundo entero la violencia, la tortura y la muerte en la Cruz.
Pero el que murió en la cruz, resucitó haciendo que su señorío sobre la historia sea plenitud de vida y de espíritu, haciendo eterna su presencia y su mensaje, mensaje que -si queremos salvar a la humanidad- debemos profundizar conociéndolo cada vez más y llevándolo a todos los que amamos, a todos los seres de esta tierra, en especial a los niños y a los jóvenes.
Este mensaje de fe debemos predicarlo con paciencia en esta historia concreta, pues Jesús no ha venido a salvarnos "de la historia", sino "en la historia". Nos enseña la Iglesia que el encuentro con Jesús y la salvación que Él nos ofrece se darán en el "corazón de la vida", en medio de sus circunstancias concretas, conflictos y dolores, controversias y errores, personas concretas y comunidades, grupos violentos y autoritarios y sectas urbanas. Esta es nuestra historia, la cual debe ser visitada por Dios a través nuestro para ser transformada, convirtiéndonos en evangelizadores de una nueva civilización, la civilización del amor.
La escuela debe convertirse en un templo en donde la Verdad -que es Dios mismo- sea predicada, vivida y llevada a la familia y a la sociedad. No dejemos de invocar al Espíritu Santo para que Él derrame su dinamismo de amor sobre nosotros, sobre nuestras escuelas y sobre esta historia concreta que debemos transformar, porque sin este dinamismo del Espíritu perderemos fuerzas y efectividad en nuestra tarea de maestros y evangelizadores.
Demos gracias a Dios por estos 25 años en donde la Iglesia de Iguazú no dejó nunca de lado este compromiso de fe con el pueblo y su cultura. Amén.
Mons. Marcelo Raúl Martorell, obispo de Puerto Iguazú
Fuente: AICA
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