"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

27 de abril de 2011

El valor de la mujer en el Evangelio


Homilía de monseñor Carmelo Juan Giaquinta, arzobispo emérito de Resistencia, para la misa del día de Pascua (24 abril 2011)
Jn 20,1-9


1. La lectura del Evangelio que se lee esta mañana, tomada de san Juan 20,1-9, no tiene, a primera vista, el marco de victoria como la que leímos anoche, de san Mateo. Todo lo contrario. No se narra ninguna aparición de Jesús. La tumba está vacía. Y hay una sensación de que “se han llevado del sepulcro al Señor”. Sin embargo, la Iglesia la elige para esta mañana de Pascua. Sin duda esconde un misterio que, desentrañado por la fe, será motivo de gran alegría.

I. “MARÍA MAGDALENA, CUANDO TODAVÍA ESTABA OSCURO…”

2. Los protagonistas son tres. La primera en aparecer es María Magdalena. El texto evangélico dice: “El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro”. Agrega: “vio que la piedra había sido sacada”. Y concluye: “corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba”. Parece estar sola, pero el modo de hablar sugiere que está acompañada: “Se han llevado del sepulcro al Señor –dice– y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20,1-2). Pero ella es el personaje que importa.

3. ¿Quién es María de Magdala? No es María de Betania, la hermana de Marta y de Lázaro, que ungió los pies de Jesús. Betania está junto a Jerusalén. Magdala está en Galilea, al noroeste del lago de Tiberíades. Tampoco es la pecadora perdonada por Jesús, de la que habla Lucas, pues la Magdalena aparece más tarde, junto con otras mujeres, acompañando a Jesús y a los Doce, a quienes sirven con sus bienes (cf Lc 8,2-3). Y no hay razón alguna para pensar que sea la mujer sorprendida en adulterio, a quien Jesús salva de morir apedreada. María Magdalena es una mujer que, como otras, ha sido curada por Jesús de una grave enfermedad y se ha hecho su discípula.

4. Pero más que identificar a María Magdalena, importa averiguar en qué estado espiritual se encuentra. No ponemos en duda su amor a Jesús. Lo muestran su seguimiento desde Galilea, su servicio, su estar junto a la cruz con María la madre de Jesús, su ir de madrugada a la tumba. Pero Juan nos dice que ella va a la tumba “cuando todavía estaba oscuro”. ¿Se trata sólo de la penumbra de la madrugada? Más bien de la penumbra de su fe incipiente. Como todo discípulo, María Magdalena ha de hacer todavía un largo camino espiritual hasta llegar a la fe adulta. En la oscuridad del primer día de la semana, fue a visitar la tumba de Jesús el Maestro muerto, para dar curso a sus sentimientos de dolor, que no había podido expresar por la observancia del sábado. Y, una vez que hubiese hecho el luto, retomar la vida de antes, en la misma penumbra de aquel doloroso día, para quedarse triste toda la vida, pues ahora ni siquiera tiene a dónde ir a llorar. Al dolor por la muerte del Maestro, se agrega el robo de su cadáver. En síntesis: María Magdalena ama a Jesús el Maestro, pero todavía no cree en Jesús el Cristo, el que debía morir en cruz, ser sepultado y resucitar. Por lo mismo, su amor, si bien es intenso, es todavía muy imperfecto.

II. “DESPUÉS LLEGÓ PEDRO, Y ENTRÓ AL SEPULCRO; VIO…”

5. Dejemos por un momento la figura de la Magdalena, pues la escena en que Jesús se le aparece la leeremos recién el martes de Pascua. Y vengamos a Pedro. No hace falta explicar mucho quién es. Ciñéndonos al Evangelio de Juan: Pedro es uno de los primeros en ser llamado por Jesús. Cuando, a raíz del sermón sobre el Pan de Vida, muchos de sus discípulos lo abandonan, él decide quedarse: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios” (Jn 6,68-69). Es el que se resiste a que Jesús le lave los pies, pero termina pidiéndole que le lave las manos y la cabeza. Es el que promete dar la vida por Jesús, pero en el huerto de los olivos pretende defenderlo con la espada. Es el que cuando lo apresaron lo siguió hasta la casa de Anás, pero estando en el patio negó por tres veces que lo conocía. Es aquel a quien Jesús resucitado le preguntará por tres veces si lo ama y le encomendará el pastoreo de su rebaño.

6. El texto leído dice que, ante la noticia que da María Magdalena: “Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corría más rápido que Pedro y llegó antes… Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro; vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte” (Jn 20,3-7). También Lucas cuenta que, ante los dichos de las mujeres, “Pedro se levantó y corrió hacia el sepulcro, y al asomarse, no vio más que las sábanas. Entonces regresó lleno de admiración por lo que había sucedido” (Lc 24,12).
Es decir, Pedro ve la tumba vacía, pero no llega a creer en la resurrección de Jesús. También él estaba envuelto en la misma penumbra de la Magdalena. Como leímos en el pasaje: “Todavía no habían comprendido que, según las Escrituras, él debía resucitar de entre los muertos” (Jn 20,9). Pedro llegará  a la fe en Cristo resucitado sólo cuando éste se le aparezca, según testimonian Lucas y Pablo (cf Lc 24,34; 1 Co 15,5).

7. En esta Pascua: ¿qué nos dicen las figuras de María Magdalena y de Pedro? ¿No nos dicen algo sobre nuestro estado espiritual? Es probable que la mayoría de los presentes seamos cristianos desde niños. Amamos a Jesús. Lo seguimos y lo servimos. Tal vez realizamos algún apostolado, incluso con sacrificio. El más importante de todos, la educación cristiana de los hijos. Pero también en la catequesis, en Caritas, en el colegio religioso, llevando la comunión a los enfermos, consagrados en alguna Orden o Congregación religiosa, ejerciendo alguna de las Sagradas Órdenes: diácono, presbítero, obispo. Pero ¿no nos movemos en una fe que, más que una luz, es todavía una penumbra? Vemos las cosas con nuestros ojos terrenos, y las interpretamos según lo que ellos captan: “Se han llevado del sepulcro al Señor”. De esa manera, imposible que demos un testimonio convincente de la resurrección de Cristo a los hombres de este mundo descreído.

III. “EL OTRO DISCÍPULO CORRIÓ MÁS RÁPIDO Y LLEGÓ ANTES…
ENTRÓ, VIO Y CREYÓ”

8. El tercer protagonista es el discípulo amado: “Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápido y llegó antes…” (Jn 20,4). Atribuir la rapidez del discípulo amado a su supuesta juventud, significa no conocer al evangelista Juan. ¿Quién es el discípulo amado? Sin entrar en discusiones sobre si es el apóstol Juan, hermano de Santiago, u otra persona, como podría ser Lázaro, que es designado por Marta y María como “el que tú amas, Señor, está enfermo” (Jn 11,3): es, sin duda, el que en la última cena “estaba reclinado muy cerca de Jesús” (Jn 13,23); el que permaneció junto a la cruz (Jn 19,26); el primero en reconocer a Jesús resucitado en la orilla del lago (Jn 21,7); aquel de quien corrió la voz que no moriría hasta la vuelta del Señor (ib. vv. 20-23); el primer testigo de todo lo escrito en el cuarto evangelio (ib. v. 24; 19,35).
Todo ello indica la calidad de este discípulo y por qué se lo llama “el amado”. El amor a Jesús ha llegado en él a un grado tal que le permite reconocer de inmediato la presencia del Señor, aún en la ausencia de la tumba: “Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio (como Pedro, la tumba vacía), y (además) creyó” (Jn 20,8). Lo reconoce a Jesús, incluso, en la penumbra del amanecer. Mientras los otros discípulos responden con cierto desdén al preguntón de la orilla del lago si tienen algo para comer, él lo reconoce enseguida y “dijo a Pedro: ‘¡Es el Señor!’” (Jn 21,7), como leeremos el próximo viernes de Pascua. La fe del discípulo amado es como la que ponderó Jesús: “Felices los que creen sin haber visto” (Jn 20,29).

CONCLUSIÓN

9. El amor a Jesús supone algún grado de fe. Pero la fe en él está llamada a crecer. Esta, como si fuese una plantita, necesita cuidados. Si no, puede quedarse raquítica, y hasta morir. El principal cuidado que necesita es la oración suplicante, fruto del amor. Como un día “los apóstoles le dijeron al Señor: ‘Auméntanos la fe’” (Lc 17,5).
Nosotros estamos acostumbrados a enumerar las virtudes teologales según nos enseñó San Pablo: fe, esperanza y caridad. Pero a veces imaginamos que las tres se dan sólo en orden sucesivo y lineal. Y que una vez que amamos a Dios, podemos despreocuparnos de la fe con que creemos en él. No nos damos cuenta de que la fe y el amor necesitan realimentarse recíprocamente. La fe en Dios da inicio al amor, pero el amor a Dios, a su vez, acrecienta la fe en él. Así se establece en el alma una ascensión sin fin: “Te creo, te amo; te creo, te amo…”, que concluirá en el abrazo definitivo con el Señor, cuando el amor llegue al colmo, haga desaparecer la fe, y sólo nos quede el gozar contemplándolo cara a cara “tal cual es” (1 Jn 3,2; 1 Co 13,12-13).

10. Anoche, en la Vigilia Pascual, después del anuncio de la Resurrección según San Mateo, hemos renovado las promesas bautismales. Por tres veces hemos renunciado al demonio y a toda forma de mal. Y por tres veces hemos profesado nuestra fe en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es decir, hemos recordado y renovado nuestra resurrección espiritual en el bautismo.
Cuando el sacerdote nos preguntó si creemos, no le hemos respondido sólo que creemos que hay un solo Dios, porque eso, como dice el apóstol Santiago (St 2,19), también lo pueden decir los demonios. Hemos dicho que le creemos a Dios, y que queremos que él sea nuestro único Dios, porque él es nuestro sumo bien y toda nuestra esperanza. No hemos dicho sólo que creemos que Jesucristo nació, murió y resucitó, y que ahora se lo llama “Señor”. Hemos dicho que le creemos de veras a Jesucristo, muerto y resucitado. Y que queremos que él sea nuestro único Señor, y que ansiamos sentir, pensar, querer y obrar como él. No hemos hecho un acto de fe sólo mental, como lo pueden hacer los demonios. Hemos hecho un acto de fe amorosa, como sólo lo pueden hacer los hijos de Dios. Fe y amor van juntos. Esta es la fe por la que morimos al pecado. Y por esta fe, resucitamos a una Vida nueva, a la Vida eterna, ya desde esta existencia terrena.

11. Esta mañana de la gloriosa Resurrección de Jesucristo, no busquemos a Jesús desde una fe incipiente, en la penumbra, como la Magdalena o Pedro. Sino desde una fe viva, como el discípulo amado, que “vio y creyó” (Jn 20,8). Y tendremos “una alegría que nadie nos podrá quitar” (Jn 16,22). Y entonces, no sólo hoy, sino siempre será Pascua de Resurrección.

Mons. Carmelo Juan Giaquinta, arzobispo emérito de Resistencia

Fuente: AICA

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