Texto del micro radial de monseñor José María Arancedo, arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz, emitido por LT 9 (9 de abril de 2011)
Frente al don de la vida y la realidad de la muerte, sobre todo cuando estamos ante un ser querido, surgen preguntas cargadas de dolor e impotencia. Porqué esta muerte? Porqué ahora? Este mismo interrogante lo vemos en el evangelio del domingo que nos narra la muerte de Lázaro. Su hermana, Marta, le dice a Jesús con algo de reproche: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo se que aún ahora, Dios te concederá lo que le pidas” (Jn. 11, 21-22).
La reacción de Marta es un reclamo a la presencia de Jesús que hubiera impedido su muerte, o a que realice ahora el milagro de devolverlo a la vida. En este contexto aparece Jesús que no deja de manifestar su dolor por un amigo, Lázaro lo era, pero su palabra se orienta hacia una verdad más plena, que sin negar el dolor por la muerte, la contempla desde la vocación del hombre a esa Vida Nueva que no conoce la muerte como lo definitivo.
El diálogo de Jesús con la hermana de Lázaro se mueve en dos niveles. Ella habla de la vida de su hermano como algo que pertenece a este mundo, por ello le pide que lo devuelva a esta vida. Él, en cambio, partiendo de este hecho concreto la invita a Marta a mirar la vida desde otra perspectiva, desde la realidad de esta misma vida pero con destino de eternidad. No son dos planos que se opongan, al contrario, están llamados a encontrarse e iluminarse. Esto es lo propio de la fe que no se queda en el dolor de la muerte, sino que nos abre a la verdad más plena y última del hombre.
La fe no disminuye el valor de la vida en este mundo, ni el dolor por la ausencia del ser querido, sino que reconoce en el hombre el inicio de una vida que tiene horizontes de eternidad. Esta vida nueva a la que todos estamos llamados encuentra, en la resurrección de Jesucristo, la certeza de un camino definitivo. Por ello Jesús le dice a Marta: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá” (Jn. 11, 25).
El sentido de esta Vida, que trasciende los límites de la muerte, Jesús la presenta como un llamado a todo hombre cuando dice: “todo el que vive y cree en mí no morirá jamás” (Jn. 11, 26), es decir, ya participa de esa Vida nueva que un día será presencia eterna ante Dios. La Vida de la que nos habla Jesús no es un volver a la vida terrena como en el caso de Lázaro. Con todo, Él accede al pedido de realizar un milagro para que Lázaro recupere su vida física, como una ocasión que revele ante ellos su misión en el mundo: “Padre,…dice, Yo se que siempre me oyes, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado” (Jn. 11, 42).
El milagro que Jesús realiza afirma su divinidad y misión, pero es también un signo que busca orientar la fe a esa Vida que él nos trae y es el centro de su misión. No debemos quedarnos, por ello, sólo en admirar un milagro. Es más, el aceptar con fe el no cumplimiento de un milagro que pedimos es un signo de esperanza en esa Vida Plena de la que nos habla Jesús.
Creo que el relato de este Evangelio nos ayuda a comprender el sentido trascendente de nuestra vida, como el significado de la fe en cuanto camino que nos ilumina e introduce en la verdad profunda de nuestra vocación. Reciban de su Obispo junto a mi afecto y oraciones, mi bendición en el Señor.
Mons. José María Arancedo, arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz
Fuente: AICA
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