"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

11 de febrero de 2011

Mons. Radrizzani: tenemos necesidad de gozar la Vida de Dios en nosotros, de traducirla en gestos misioneros que contagien el sentido verdadero de la existencia


Homilía de monseñor Agustín Radrizzani, arzobispo de Mercedes-Luján, sobre la visión cristiana de la vida (Basílica de Luján, sábado 5 de febrero de 2011)

Queridos hermanos y hermanas:

Estamos celebrando, en la casa de la madre de la Vida, esta santa misa como acción de gracias al Padre por el don de la existencia y pidiendo su ayuda para ser testigos del valor absoluto de la vida, de toda vida humana.


Quiero comenzar la reflexión desde Aquel que es fuente de la vida, nuestro Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, comunión de amor, permanentemente vivo y donado para que también nosotros, simples y frágiles creaturas, gocemos de la vida y podamos participar, divinizados, de su propia Vida eterna.

Es insondable el Misterio del Dios Viviente. Conocemos por la Revelación que es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, tal como lo refiere el libro del Éxodo en el episodio de la zarza, donde el Señor dialoga con Moisés (1). Su Vida es desde siempre y subsiste por siempre, el Salmo 89 comienza con este reconocimiento: “Señor, tú has sido nuestro refugio de edad en edad. Antes que los montes fueran engendrados, antes que naciese la tierra y el orbe, desde siempre y por siempre tu eres Dios”.

En el Señor esta Vida es sinónimo de amor, es decir, donación recíproca entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Es el amor que engendra vida, es la vida que se alimenta y crece con el amor. Es un amor desbordante, como todo amor verdadero. Es un amor que plasma la creación, dejando su huella de verdad, belleza y armonía. Ese mismo Amor se complace en crear al hombre a su imagen y semejanza: para el encuentro en el amor, para la comunión y la donación, para colaborar con el Creador en la generación de la vida, para cuidar y hacer crecer la vida en el mundo.

Conocemos que ese designio amoroso del Señor ha sido trastocado por seres creados en el amor, y por lo tanto en la libertad, que decidieron desobedecer el plan del Creador y prescindir de Él. Es lo que llamamos pecado. Aquella realidad por la cual Dios fue ofendido en manera infinita, inconciliable desde la limitadísima capacidad humana y por la cual, como consecuencia más trágica, entró la muerte en el mundo (cfr. Rm 5,12).

A pesar que el pecado alcanzó a toda la creación, que quedó sometida a la desobediencia y a todos los hombres de todos los tiempos (cfr. Rm 8, 22; Rm 5, 12b), el amor de Dios no dejó abandonada su obra a la muerte sino que redonó la vida y una vida sobreabundante en Jesucristo. Aquella maldición que brotó de la desobediencia de uno solo, se ha convertido en bendición que alcanza a todos los hombres (cfr. Rm 5,19). “Donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia” dirá san Pablo en Rm 5, 20.

Jesucristo es el Enviado del Padre para devolvernos la vida. La liturgia cantará en la Vigilia pascual “Feliz la culpa que nos mereció tan noble y gran Redentor” (Pregón Pascual). Él es la gran manifestación de Dios Viviente y vino para todos tengamos vida en abundancia (cfr. 1Jn. 1,2; Jn. 10,10).

¿Qué significa para nosotros hoy esta realidad? En primer lugar hemos de preguntarnos si nuestra relación con Jesús es vital. ¿Creo y experimento que sin Él nada puedo hacer? Esto involucra toda mi existencia, desde lo más hondo: yo no soy y El es, yo soy en El. San Pablo lo dirá en Gálatas 2, 20: “vivo yo, pero no soy yo sino Cristo que vive en mi”. La experiencia vital de Jesús pasa por la profunda comunión con Él y por Él en el Espíritu, con el Padre; así, lo que más importa y lo único necesario es la escucha de la Voluntad del Padre, la circulación de su Vida en mí.

También hay otra realidad, inseparablemente unida a esta relación vital con Jesús: se trata de la fraternidad. En efecto el es la Vid y nosotros los sarmientos, como lo expresa la parábola (Jn. 15, 1 -17). Todas ramas unidas al único tronco. Jesús relaciona esta imagen del la vid con el mandamiento del amor. La comunión no es una realidad solamente “vertical”, es decir Dios y yo, sino y principalmente “horizontal”: en el amor que se tengan unos a otros reconocerán que son mis discípulos dice el Señor (Jn. 13, 35) y la carta de Santiago desarrolla la necesidad de traducir la fe en obras de amor al hermano. Me puedo preguntar, a la luz de esta realidad ¿mi vida de comunión con los hermanos está traducida en obras?

Evidentemente nos encontramos con antivalores y muchas formas de la llamada “cultura de la muerte”: sabemos y padecemos atropellos a la vida naciente, a la vida de los débiles y “sobrantes” a los ojos del mundo, al decir de Aparecida; graves y violentos atentados cada día y en cualquier parte que nos agobian y atemorizan y podríamos seguir con una larga letanía de desprecios por la vida. El peligro es quedarnos en una declamación que nos lleve al desánimo y la amargura.

Tenemos necesidad de gozar la Vida de Dios en nosotros, de traducirla en gestos misioneros, que la contagien y entusiasmen a otros, que les muestre el sentido verdadero de la existencia.

Virgen de Luján, madre de la Vida, nos encomendamos a tu cuidado y nos animamos con tu ejemplo a ser testigos de la vida en nuestro pueblo.

Mons. Agustín Radrizzani, arzobispo de Mercedes-Luján

Fuente: AICA

(1)           Cfr. Ex. 3, 15

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