"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

11 de febrero de 2011

Discurso de Mons. Héctor Aguer a los rectores del CONSUDEC


Discurso inaugural del 48° Curso de Rectores del CONSUDEC (Córdoba, 10 de febrero de 2011)

Continuamos este año, con la realización en Córdoba del 48° Curso de Rectores, el itinerario iniciado en 2010 para conmemorar el Bicentenario patrio, que esperamos completar dentro de un lustro, si Dios quiere, en Tucumán, cuna de nuestra independencia. Saludo cordialmente a las autoridades que nos acompañan y a todos ustedes, queridos educadores, que han venido desde los puntos más distantes del país.


El Consejo Superior de Educación Católica, al ofrecer anualmente este foro de reflexión pedagógica y pastoral, cumple con un aspecto importantísimo de su misión al servicio del subsistema educativo eclesial. En el campo decisivo de la formación permanente de los educadores, empeño que responde a las exigencias de realización personal progresiva, de seriedad profesional y de una específica vocación, queda, ciertamente, mucho por hacer. El CONSUDEC tendrá que dotarse de las estructuras necesarias para promover la actualización continua de directivos y docentes, a nivel nacional, en todas las áreas de la actividad educativa: doctrinal, científica, metodológica, pastoral y de gestión institucional.

El principio de libertad de enseñanza y el requisito ineludible de igualdad de oportunidades nos asisten para solicitar del Instituto Nacional de Formación Docente los fondos necesarios y la acreditación correspondiente, ya que el subsistema educativo eclesial integra, según nuestro ordenamiento jurídico, el único sistema público de educación nacional. Me permito subrayar este concepto, ya que con frecuencia se oye todavía una formulación errónea que opone escuela de gestión privada a escuela pública, entendiendo por ésta exclusivamente la estatal. De este equívoco se ha valido la ANSES para negar la asignación universal por hijo a las familias que eligen para el suyo la escuela católica.

El CONSUDEC bien podría establecer o auspiciar un Proyecto Integral de Formación Docente, que procure asegurar la identidad católica de la enseñanza en todo el subsistema eclesial, de acuerdo a la condición señalada por el Documento de Aparecida, a saber: la referencia explícita a la visión cristiana. Esta referencia se cumple cuando los principios evangélicos se convierten en normas educativas, motivaciones interiores y, al mismo tiempo, en metas finales (335). Sólo si se verifica esta condición podemos sostener, según el mismo texto, que la educación es católica.

El educador

El Curso que con este acto inauguramos enfoca la figura del educador y su misión en un nuevo y complejo contexto social. ¿Qué significa ser educador? ¿Quién lo es, verdaderamente? Me he ocupado, en otras ocasiones, de la identidad del educador pero no será ocioso insistir, ya que éste es el tema clave.

Concedámonos entonces un breve paréntesis para echar mano a algunas sutilezas, que no son arbitrarias. Si nos atenemos a los orígenes clásicos, habría que distinguir al educador del profesor y del docente. El verbo castellano educar procede de su casi homófono latino educare, que significa criar a un niño, darle de mamar, cuidarlo; por lo tanto, supera el mero enseñar o instruir y apunta más bien a formar integralmente a una persona. La función educativa se ubica en continuidad con la de engendrar. Por eso los padres de familia son los primeros educadores de sus hijos; por eso también la misión de los educadores tiene mucho de maternal y paternal. Educare está estrechamente vinculado a educere, que equivale a sacar afuera, alzar, levantar, conducir, educar y también –otra vez– criar. Para Cicerón, educator es el que cría, alimenta o educa. El título de professor, en la antigüedad designaba el oficio, el arte, la facultad del que enseña; un profesor, en suma, cumple una nobilísima función, pero no sería, sin más un educador. Cicerón emplea asimismo el nombre praeceptor: el preceptor es el que instruye proporcionando reglas y preceptos. El profesor y el preceptor instruyen, enseñan, son docentes. Educar, en cambio, comporta la paciente tarea y el empeño de amor necesarios para sacar a luz las energías interiores de un niño, de un adolescente, de un joven, tanto las intelectuales cuanto las afectivas y prácticas, potencias que pueden estar dormidas, encontrarse inexploradas, informes, que deben ser guiadas a su plena realización.
  
De algún modo, la definición del educador coincide con la del maestro, si tomamos en consideración la tradición pedagógica cristiana y la referencia al modelo evangélico y a la figura del único Maestro, Cristo (cf. Mt. 23, 8). El educador, que es maestro en un sentido plenario, ideal, no educa sólo con sus palabras, sino más bien con su ser. No basta que domine perfectamente su materia, aunque sea ésta una condición imprescindible; para él, que ha conocido la experiencia de ser discípulo, su tarea es una aventura continua en la que se pone a prueba una vocación. Únicamente si es capaz de ofrecer lo que vive logrará suscitar en sus alumnos el asombro, el interés apasionado por la observación de la realidad, por la búsqueda de la verdad. No puede educar quien carece de certezas, quien no es capaz de avalar su transmisión con la autenticidad de su vida, quien no está dispuesto a entregarse, a comunicarse a sí mismo.

Educación integral.

En la vieja Europa se discute sobre el eclipse de los modelos y el concomitante fin de los maestros: lúcidos observadores advierten que se multiplican las voces, los intercambios se tornan cada vez más veloces, dominan los estereotipos, pero faltan quienes puedan guiar a los jóvenes y ayudarlos a reconocer el valor de las cosas. En muchas sociedades, la crisis de la enseñanza elemental se precipita cuando el maestro, o la maestra, deja de ser una figura de referencia para los niños. Estas situaciones críticas ponen de relieve la necesidad de contar con auténticos educadores, capaces de transmitir tanto argumentativa como vitalmente una visión del mundo. En otras intervenciones he citado un testimonio que considero paradigmático: el del gran cineasta italiano Ermanno Olmi, autor de aquella inolvidable obra de arte titulada “El árbol de los zuecos”. Reconocía recientemente en un reportaje que había tenido varios maestros, pero finalmente resumió su respuesta en una inesperada afirmación: La maestra que me ha introducido en el descubrimiento del mundo ha sido mi abuela materna. Fue ella quien me acompañó paso a paso hacia el interior del mundo campesino; lo hizo a través de su vida ejemplar de madre y de viuda, ya que había perdido a su marido en la Gran Guerra. Todo lo que sabía lo había aprendido de la vida; logró afrontar cada sufrimiento manteniendo siempre una orientación a la alegría. En casa cantaba de continuo, y cuando no cantaba recitaba rosarios, como, por otra parte, se hacía normalmente en las casas de los campesinos. Y justamente, mi otra maestra ha sido la civilización campesina.

En esta aserción se alude, de algún modo, a lo que nosotros solemos llamar educación integral. El proyecto educativo católico se caracteriza por cultivar expresamente tal integralidad como el fin por excelencia, que determina la orientación de todo el proceso formativo, la adopción de los métodos más adecuados y su revisión constante, la interacción y el ajuste de todas las dimensiones en búsqueda de una síntesis sapiencial, que encuentra su fuente inspiradora y su perfección en el conocimiento y el amor de Dios. Como ya lo hemos sugerido, educar significa formar varones y mujeres completos, su inteligencia, su voluntad, sus sentimientos, sus habilidades corporales, su sentido moral y social, su vida de fe y oración, su adhesión a Jesucristo y su inserción en la comunidad de la Iglesia. La transmisión de la cosmovisión cristiana permite asumir críticamente la cultura de nuestra época y colaborar en la plasmación de un nuevo humanismo, porque para el cristiano nada de lo humano es ajeno. Un maestro singular del humanismo católico, San Francisco de Sales, que propuso el ideal de una cultura de todo el hombre, decía de sí mismo: Je suis tant homme que rien plus (una expresión difícil de traducir literalmente: soy tan hombre que nada más).
Quizá sea éste el lugar apropiado para aludir rápidamente a la importancia del trabajo en el concepto de educación integral. Esta valoración es significativa en orden a recuperar las escuelas técnicas, pero puede extenderse a todo proyecto educativo. Habría que revisar una cierta distinción entre trabajo manual y trabajo intelectual que con frecuencia conduce –siquiera inconscientemente– a subestimar o excluir al primero. El ejercicio de actividades eminentemente prácticas, en las que sea preciso aplicar los conocimientos teóricos se corresponde con la necesidad de adquirir el fundamento intelectual imprescindible para que los trabajos técnicos y de servicio resulten bien hechos. Estudio y trabajo son valores complementarios que concurren a una formación plena, no truncada, de la persona.

La dimensión religiosa.

La Ley de Educación Nacional ha incorporado, felizmente, el concepto de educación integral. Sin embargo, los legisladores no se atrevieron a enumerar las dimensiones de esa totalidad, a pesar de que se habían formulado propuestas para que se lo hiciera. El prejuicio laicista fue más fuerte, y no se quiso enunciar una serie en la que no podía faltar la dimensión espiritual y religiosa. El Estado nacional, en este asunto, contradice las aspiraciones de la mayoría de la población, que han logrado ser reconocidas en el ordenamiento educativo de varias provincias. No puede haber educación integral sin el cultivo de la dimensión religiosa, valor culminante de toda cultura verdaderamente humana.

No incurro en una digresión si me detengo a clarificar la posición sobre la enseñanza religiosa de Domingo Faustino Sarmiento, de cuyo nacimiento se cumplirá, dentro de pocos días, el bicentenario. El historiador y académico Néstor Tomás Auza se ha ocupado recientemente del tema en un estudio titulado “Sarmiento, la religión y la Iglesia”. Durante toda su vida, aquel genio apasionado y no poco contradictorio fue un convencido difusor del catecismo. En 1839, el año en que escribía en “El Zonda”, por él fundado, creó en San Juan una escuela para señoritas, que puso bajo el patronazgo de Santa Rosa de Lima y la protección de la Asunción de María. Él redactó los estatutos y prescribió la enseñanza de la religión y la moral católica, la oración de la mañana, el rosario por la tarde, la misa dominical y la novena de la santa patrona. Quince años más tarde, en su primera circular como director del Departamento de Escuelas del Estado de Buenos Aires, ordenó puntillosamente a los maestros las oraciones que se debían rezar, la asistencia a misa y la preparación de monaguillos para ayudar a los párrocos. Por aquellos años en que propiciaba la enseñanza religiosa en las escuelas, Sarmiento no encontraba textos adecuados. No le satisfacían los de Astete, Pouget y Fleury, en uso comúnmente entonces; por eso tradujo del francés el catecismo de la doctrina cristiana “Conciencia de un niño”, de Schenidt –compuesto originalmente en alemán– y lo editó para usarlo en la Escuela Normal durante una de sus estadías en Chile. Este libro se difundió ampliamente en colegios y parroquias, también en nuestro país, donde José Manuel Estrada lo adoptó, en 1866, para la provincia de Buenos Aires. No hay que olvidar, además, que escribió una “Vida de Jesús”, que debía emplearse como complemento del catecismo. Es verdad que entre 1882 y 1884 renegó de lo que había sostenido, asumiendo el programa anticatólico de la masonería, y en el debate sobre la Ley de Educación Común no aceptó la religión como parte del currículo escolar; proponía mantenerla antes o después del horario de clases. Despuntó en esa época, sobre todo en su discusión con los líderes católicos, un viejo relente anticlerical y el carácter descuidado y superficial de su formación religiosa. Sin embargo, en aquel período todavía continuaba editando y distribuyendo catecismos y su “Vida de Jesús”, para la que obtuvo la aprobación del obispo de Cuyo. Quienes han hecho del gran sanjuanino un ícono del laicismo tendrían que admitir y apreciar cabalmente este otro aspecto de su compleja personalidad.

El contexto. La pobreza.

Deseo referirme ahora al contexto en el cual el educador está llamado a repensar y relanzar su misión. El título del presente Curso se refiere al entorno social, y lo califica de nuevo y complejo. En mi opinión, habría que evitar una interpretación reductiva de la vida social, para enfocar en toda su amplitud la problemática cultural de nuestra época y sus consecuencias pedagógicas. Elijo, a este propósito, algunos temas que considero de particular interés.

En primer lugar podemos señalar el drama de la pobreza; habría que declinar en plural este nombre y hablar de múltiples pobrezas, comenzando por aquella extrema que se identifica con la miseria y la exclusión social. En su libro Gobernar es poblar, el médico Abel Albino ha llamado la atención con agudeza y vigor sobre la desnutrición infantil, enfermedad sociocultural vinculada directamente al comportamiento humano; afirma en esa obra que los chicos desnutridos suelen ser fruto del abandono, y sentencia que ese defecto, si no es remediado en los dos primeros años de vida provoca lesiones cerebrales irreparables que son luego causa principalísima de la deserción escolar. La raíz de este mal tan extendido se encuentra en la desorganización familiar, en la precariedad de sus recursos de vida y en la fragilidad de sus vínculos: padres que no han aprendido a ser tales y son incapaces de asumir su responsabilidad de alimentar, de estimular afectivamente, de amar a sus hijos. La falta de un trabajo digno, de la presencia diligente de la madre en el hogar se expresan muchas veces en una carencia simbólica: en la casa no hay mesa.
La defección educativa de la familia se verifica también en situaciones económicas y sociales aventajadas. Los cambios de pareja, en búsqueda de una utópica felicidad futura, a menudo convierten a los hijos en víctimas; en los sectores en que reinan condiciones privilegiadas de desarrollo material es frecuente que falte a los adolescentes la verdadera escucha y la atención afectuosa de los padres. El eclipse de la figura paterna, la confusión de roles en la educación familiar, reflejan la pérdida de sentido de las instituciones formativas y de la tradición cultural. Los expertos señalan el fenómeno de muchachos y chicas solos, abúlicos, que se procuran estímulos cada vez más fuertes para experimentar la sensación momentánea de estar vivos; nutren en el fondo del alma una secreta desesperación y abandonados a ellos mismos sucumben a una fragilidad que no ha sido detectada y socorrida a tiempo. Este panorama severo interpela al educador cristiano, y a la Iglesia misma en su misión evangelizadora; constituye un acicate al estudio, a la comprensión, a la cercanía afectuosa a cada uno de los alumnos; es un incentivo de caridad que en su reclamo induce a reconocer a la educación como un oficio de amor.

Nuestra decadencia educativa y el método chino.

Para dirigir ahora la atención a realidades más estrictamente pedagógicas, corresponde mencionar el reciente informe del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA 2009). Como es sabido, esa relación ofrece los resultados de la prueba a que fueron sometidos 470.000 estudiantes de quince años, de 65 naciones, en tres áreas de estudio: matemática, lectura comprensiva y ciencias. La ubicación lograda por nuestros chicos, el puesto 58° –es decir, casi tocando fondo en la lista– manifiesta la penosa declinación de la educación argentina. El informe fue ampliamente discutido en el mundo; por desgracia, todavía no ocurrió lo mismo entre nosotros. El dato más saliente es el nivel óptimo alcanzado por estados y ciudades del extremo oriente: Shangai, Hong Kong y Corea del Sur; de allí que la consideración se haya centrado en los acentos que caracterizan a la pedagogía china. Al respecto se ha hecho notar la importancia que se otorga en ella al tiempo de estudio (muchos días, muchas horas por día, con clases suplementarias), a la autoridad del maestro, al uso de la memoria, y una especial dedicación a las matemáticas. Además, los exámenes son el gozne de la escuela china. Amy Chua, profesora en la Facultad de Derecho de la Universidad de Yale, ha publicado recientemente un libro con este título sugestivo: Himno de batalla de la madre tigre, en el que exhibe lo que podríamos llamar el método de las madres chinas. En un ensayo publicado en el Wall Street Journal la autora explica el éxito alcanzado por los adolescentes chinos en el PISA como resultado del tipo de educación que están recibiendo primeramente en sus familias: disciplina, rigor, severidad; se piensa que la excelencia no puede lograrse de otro modo y entonces se los motiva, para nuestro gusto hasta la crueldad. Si es necesario, se los priva de salidas y de juegos para que no se distraigan de sus deberes, y no se les permite lamentarse. Esta afirmación lo dice todo: lo peor que puede hacerse contra la autoestima del hijo es dejar que se rinda ante un obstáculo.

Los cuestionamientos a este método apuntan al menoscabo que podrían sufrir valores tales como la creatividad, la sociabilidad, el aprecio del trabajo en equipo. Los objetores lanzan este planteo radical: la excelencia en la música, o en cualquier otra disciplina, ¿puede hacer felices a los hijos? Vale la pena abrir una seria discusión sobre estos enfoques. Entre los rigores chinescos y el buenismo criollo que nos está hundiendo en el báratro de la ignorancia y del retraso podemos encontrar alternativas razonables, como las que conoció la escuela argentina en sus mejores épocas. El remedio no está en disponer continuas reformas estructurales, ni en entregarse a experimentos riesgosos y apresurados. La contribución de pedagogos y psicólogos es ciertamente muy útil, pero lo que sobre todo hace falta es el talento de verdaderos maestros. Salta a la vista que no deberíamos sustraernos a ciertos requisitos fundamentales: revisar qué tiempo se dedica efectivamente al trabajo escolar y procurar su mejor empleo; asumir la necesidad del esfuerzo y la autodisciplina para obtener resultados de excelencia; restaurar el valor de los contenidos de la enseñanza fijando los niveles de conocimientos y habilidades que los alumnos deben poseer, con especial atención puesta en los saberes básicos, que son –como se decía antaño– leer, escribir y calcular. Pequeño menú éste, que puede proponerse tanto a los estudiantes cuanto a sus educadores.

Educación personalizada

Los debates sobre la problemática educativa, que tienen lugar en muchos países, envuelven cuestiones políticas, económicas, culturales en sentido amplio, y una visión de futuro acerca de la inserción de la propia nación en un mundo globalizado. Las numerosas publicaciones aparecidas en los últimos años dan buena cuenta de la importancia del tema, del cual se ocupan desde los hombres de Estado hasta los periodistas. Aludo, de paso, a la Carta a los Educadores, de septiembre de 2007, del actual presidente de Francia, y al reciente libro de Andrés Oppenheimer ¡Basta de historias! En todas partes se siente la necesidad de una renovación. Pero estos intentos deben referirse seriamente al bien de todos y cada uno de los alumnos.

El concepto de educación personalizada no resulta extraño para la escuela católica. Su propósito dirigido a la formación integral de la persona, que se alcanza plenamente en la comunión con Dios (cf. Documento de Aparecida, 336), se comprende a la luz de la misión esencial de la Iglesia; cada uno de los niños, adolescentes y jóvenes es objeto de dedicación y de amor en su singularidad irrepetible, especialmente cada uno de aquellos que Jesús llama el más pequeño de mis hermanos (Mt. 25, 40.45) para identificarse con ellos y encomendarlos a nuestra solicitud.

En los debates y proyectos en curso se subraya que educación personalizada equivale a educación diferenciada. Se distinguen en los niños diversos tipos de inteligencia: lingüística, lógico-matemática, corporal-kinestésica, espacial (se refiere a la capacidad de pensar mediante imágenes, y a la habilidad para el dibujo y el puzzle), musical, interpersonal (es la inclinación al liderazgo), intrapersonal (referida a la sensibilidad y a la emoción). En varios países, Estados Unidos, Israel, China, se vienen ensayando proyectos especiales para los niños mejor dotados, como los había en la Unión Soviética; allí se concentraba en una “ciudad de la ciencia” a los pequeños genios de las matemáticas. Recientemente el Director General de Formación Profesional del Ministerio de Educación de España ha presentado una propuesta en términos sorprendentes. Este funcionario considera que los grandes olvidados de la escuela son los primeros de la clase; por lo general –según él– se procura sostener al que se retrasa y no potenciar a quien ya rinde todo lo que la escuela le requiere. Se determina, en consecuencia, ofrecer gratuitamente cursos fuera de horario para profundizar el estudio de las materias en las que esos chicos de especiales condiciones sobresalen. Se pueden detectar las cualidades a los doce años, para valorar las respectivas inclinaciones intelectuales, estimular el crecimiento y premiar los resultados. El propósito aspira a una transformación de la sociedad del conocimiento. Sobre estos planes se han manifestado dudas y objeciones: se estaría quebrando el principio de equidad y favoreciendo a los hijos de familias acomodadas, que son herederos de tradiciones culturales y disponen en su casa de un ambiente propicio, bibliotecas y otros recursos para el estudio.

Este flanco de la educación personalizada privilegia el aspecto intelectual de la formación; habría que armonizarlo con las otras dimensiones de una educación integral. No obstante, sería provechoso asumir el desafío que los intentos citados implican de mejorar la calidad de la enseñanza; para ello es preciso empeñarse en una renovación metodológica ordenada a despertar la curiosidad de los alumnos, su deseo de saber, y a ensanchar sus horizontes culturales. La cuestión es no nivelar hacia abajo, sino que todos, con la aplicación y la ayuda necesaria, alcancen las metas a las que según sus dotes pueden aspirar. ¿No debe acaso la escuela católica ofrecer a todos una educación de excelencia, y hacerlo con principios y talante católicos?

La otra vertiente es la dedicación, también y quizá con mayor razón personalizada, a los chicos afectados por algún tipo de hándicap, o mejor dicho, con capacidades diferentes. En este campo, me parece que todavía tenemos un largo camino a recorrer para cumplir debidamente con el servicio que los padres de esos niños tienen derecho a esperar de nosotros. Pienso no solamente en más escuelas especialmente dedicadas a ellos, sino también en su integración en cualquiera de nuestras instituciones educativas. El esfuerzo del Estado italiano es digno de mención: en el año escolar 2009-2010 se registraron 181.000 alumnos con problemas especiales, asistidos por 90.000 docentes de apoyo. Vale recordar, como estímulo de nuestro arrojo y del tesón correspondiente, la palabra del Señor: les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo (Mt. 25, 40).

Las nuevas tecnologías en la escuela.

Cualquier docente conoce por experiencia que a los chicos de hoy les cuesta enormemente concentrarse y que tienen serias dificultades para seguir una exposición, un razonamiento, para mantenerse constantes en una tarea empeñosa. Este dato parece una generalización; sin embargo, los expertos reconocen la existencia de una generación digital y describen sus características. Se habla también de chicos multitasking, que han nacido con la computadora y no conocen el reposo de la lectura, al menos tal como se concebía esta actividad anteriormente; acostumbrados al colage, al “corta y pega”, no consiguen redactar una síntesis de lo que leen ni elaborar un relato autónomo dotado de una estructura lógico-secuencial; sus escritos suelen ser incomprensibles. La escuela debe afrontar esta situación, en el grado en que se verifique, para educar a estos chicos en la atención, en la aplicación, para enseñarles a argumentar con rigor.
La incorporación de la escuela al mundo digital exige considerar objetivamente esos reparos. Los adolescentes de hoy suelen actuar sin interrogarse demasiado sobre el sentido y las consecuencias de su acción; su comportamiento se basa en el esquema estímulo-respuesta y el tiempo es para ellos una sucesión de fragmentos, de instantes presentes, como si no existiera el pasado ni el futuro. El mundo digital existe cuando se conecta la computadora y se extingue cuando ésta se apaga, sin conexión lógica entre ambos momentos. Al parecer, la mente se va adaptando a trabajos de breve duración, cambiantes; cada uno de ellos se presenta como un estímulo nuevo. Especialistas en la psicobiología de la edad del desarrollo estudian la relación entre el sistema nervioso y la experiencia y alertan sobre la posible modificación de las conexiones cerebrales en los adolescentes; señalan también la tendencia a descuidar la memoria, ya que lo que se necesita saber está siempre disponible en la red. Todos estos datos están íntimamente relacionados con el estudio y el aprendizaje.

Las opiniones se dividen. Psicólogos y expertos en los procesos cognitivos alientan una renovación de la escuela para ponerla al paso con las posibilidades de conocimiento que aporta la tecnología; algunos proponen introducir en el aprendizaje escolar el videojuego como el instrumento más adecuado para crear motivaciones, dotándolo, por supuesto, de contenidos valiosos. Los lingüistas y filósofos del lenguaje se muestran más bien reticentes: advierten que la sobredosis telemática comporta la degradación de la calidad de la escritura y favorece la desconcentración generalizada; desconfían de la difusión de internet: la red puede ser útil para obtener datos concretos, pero vomita un océano de banalidades y de porquerías tan vasto que es inimaginable poder controlarlo. Son recursos tan absorbentes que atrapan aun a los espíritus más sólidos; podrían convertirse ellos mismos en escuela, desplazando a la escuela convencional, como quizá ya lo están haciendo.

El Santo Padre Benedicto XVI ha dedicado su mensaje para la XLV Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, que se celebrará el próximo 5 de junio, al tema Verdad, anuncio y autenticidad de vida en la era digital. Aunque no se refiere expresamente al ámbito escolar, el Papa nos ofrece pautas de discernimiento en una reflexión muy ponderada, en la que se señalan los valores y los riesgos de las nuevas tecnologías, de las que nace un nuevo modo de aprender y de pensar. Cito dos pasajes de ese texto pontificio: Como todo fruto del ingenio humano, las nuevas tecnologías de comunicación deben ponerse al servicio del bien integral de la persona y de la humanidad entera. Si se usan con sabiduría, pueden contribuir a satisfacer el deseo de sentido, de verdad y de unidad que sigue siendo la aspiración más profunda del ser humano. La clave está allí, en usar con sabiduría. Sigue una invitación, dirigida a los cristianos, a unirse con confianza y creatividad responsable a la red de relaciones que la era digital ha hecho posible, no simplemente para satisfacer el deseo de estar presentes, sino porque la red es parte de la vida humana. La red está contribuyendo al desarrollo de nuevas y más complejas formas de conciencia intelectual y espiritual, de comprensión común. También en este campo estamos llamados a anunciar nuestra fe en Cristo, que es Dios, el Salvador del hombre y de la historia, Aquél en quien todas las cosas alcanzan su plenitud. He aquí otra pauta que puede guiar a la escuela en la adopción de las nuevas tecnologías: proceder con confianza y creatividad responsable.

El contexto cultural y la misión evangelizadora.

He dejado para el final un aspecto decisivo, el fundamental en la consideración de los contextos: el ambiente cultural en el que se inscribe y verifica la tarea educativa de la escuela católica. Intento referirme solamente a algunas resistencias que tornan difícil la tarea de educar en la fe y de transmitir una visión cristiana del mundo. El influjo omnipresente de la cultura secularizada y descristianizada se torna impalpable, imperceptible; impone de modo subliminal juicios, valoraciones, modelos de vida que determinan la conducta, incluso bajo la apariencia y en el nombre de la libertad. Si nos preguntamos quién educa realmente hoy, tendremos que reconocer la fuerza y el predominio de una cierta opinión general que desarticula los procesos educativos y desplaza a las autoridades que los conducen. Los jóvenes que en edad cada vez más temprana son absorbidos por la cultura del boliche y por “la previa” podrán conservar quizá las verdades de la fe y principios cristianos de vida –al menos no los discutirán explícitamente– pero en los hechos su comportamiento se inclinará a reproducir el de la mayoría, según un ritmo de emociones inducidas. Los medios de comunicación, que exaltan el cretinismo de la farándula, y ahora las posibilidades ilimitadas que abre la navegación cibernética, favorecen la difusión de modelos opuestos al ideal cristiano y a un auténtico humanismo; estas alternativas impresionan profundamente en el período en que se va constituyendo la conciencia moral y pueden fijar en ella criterios errados sobre realidades esenciales: la verdad, la felicidad, el amor, el sexo, la práctica religiosa. El juicio práctico descaminado y el consiguiente desorden de la afectividad influyen negativamente sobre la vida intelectual. Súmanse a este fenómeno las presiones ideológicas que se ejercen en el ámbito escolar a través de los diseños curriculares, los contenidos oficiales y los textos de difusión masiva o preferencial; pronto se harán sentir asimismo las consecuencias pedagógicas de nuevas leyes, como la de alteración del orden matrimonial aprobada el año pasado.

En este contexto, al educador cristiano se le exige actualizar cotidianamente su identidad, su compromiso con la verdad. No hay que tener miedo de decirles a los chicos la verdad, de transmitirles en toda su armonía y belleza la concepción católica del hombre y del mundo valiéndose de razones bien probadas; a partir de esta base de claridad intelectual corresponde ayudarles con serenidad, comprensión y paciencia a vivir la verdad, a superar las dificultades, a reconocer en la práctica la belleza de la virtud y la fealdad inhumana del vicio. No es buen negocio claudicar, presentarse complacientes ante la dictadura del relativismo, autoclausurarse en el espacio de lo políticamente correcto. La Iglesia reivindica su libertad de proclamar la verdad del Evangelio y nosotros, educadores, hacemos uso confiadamente de esa libertad en el ámbito público, precisamente en la escuela, en el ejercicio de la misión eclesial de educar. En su mensaje para la reciente Jornada Mundial de la Paz, decía Benedicto XVI: la libertad religiosa no se agota en la simple dimensión individual, sino que se realiza en la propia comunidad y en la sociedad, en coherencia con el ser relacional de la persona y la naturaleza pública de la religión.

En la tarea fascinante y riesgosa de educar se pone de manifiesto el misterio de la gracia. El auxilio de la gracia de Cristo es necesario no sólo para aceptar la Palabra divina mediante el acto de fe, sino también para llevar una vida plenamente acorde a la dignidad de nuestra naturaleza racional. Esa ayuda sobrenatural nos brinda la capacidad de cumplir intachablemente nuestros deberes de estado; tanto el educador como el educando son, por lo tanto, menesterosos de ella. El proceso pedagógico cristiano incluye centralmente la enseñanza religiosa escolar, la catequesis, la orientación pastoral y el recurso a la fuente de vida que son los sacramentos; no son éstos medios secundarios, de relleno, que puedan ceder fácilmente lugar y horario a otras exigencias curriculares. Por lo contrario, son los arbitrios imprescindibles y comunísimos para intentar la doble síntesis, entre fe y cultura y entre fe y vida en la cual consiste, en sentido católico, la educación integral. Pero además, el auxilio de la gracia lo implora la oración humilde y perseverante. No hay que olvidarlo. Dos cosas profundamente olvidadas por todos los cristianos –así decía, quizá exagerando un poco, León Bloy en “El mendigo ingrato”–: Primero: tenemos el deber de pedirle todo a Dios. Segundo: Dios no tiene nada para rehusar.

Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata

Fuente: AICA

1 comentario:

  1. juan Carlos22.2.11

    hay que volver a orientar la educación hacia las virtudes cardinales de grecia "el bien, la verdad y la belleza" deben inspirar la ética y la estética de la formación y de la información de los jóvenes y adultos.

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