Mensaje de monseñor Andrés Stanovnik, arzobispo de Corrientes, para la Navidad 2010 (20 de diciembre de 2010)
La noticia más extraordinaria y desconcertante de todos los tiempos es esta: “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Es decir, la Palabra de Dios, esa “palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance. Ahora, la Palabra no sólo se puede oír, no sólo tiene una voz, sino que tiene un rostro que podemos ver: Jesús de Nazaret” (Verbum Domini, 12). Nace Jesús, nace la vida: la tierra se ilumina desde el cielo –esa patria de donde proviene la palabra– que con sus ángeles reacciona exultante exclamando “¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres amados por él!” (Lc 2,14).
A partir de esa noticia, todo cambia radicalmente: el sentido y el valor de la existencia humana se entienden cabalmente sólo desde Jesús. Si quitamos a Jesús de en medio, nos quedamos solos con nosotros mismos, en la oscuridad del universo individual y social. Y solos no podemos darnos la vida, ni producir esa luz que la ilumine y que le dé sentido. Pensemos en Vanessa, aquella niña de 3 años, atrapada en un pozo, hundida en la oscuridad, con recursos limitados e insuficientes para sobrevivir por sí misma. Su estado representa, por una parte, la impotencia de la condición humana para salvarse por sí misma; pero por otra, revela la maravillosa capacidad que tiene el ser humano de abrirse y escuchar la voz que le viene “de lo alto”: esa voz familiar y salvadora que le va indicando con vigor y ternura los pasos que debe dar para salvarse, para tener vida en plenitud.
La que prestó oído a la voz que le vino de lo alto, siguió atenta a sus indicaciones y le entregó todo su ser, fue María de Nazaret. La joven obediente a la Palabra de Dios, abierta a la vida, valiente para enfrentar las dificultades e incomprensiones del medio, acompañada por José, el joven justo y bueno, abrió las “puertas de la tierra” para que el Verbo se hiciera carne en ella y por medio de ella “el cielo habitara” entre los hombres. Desde aquel momento, la alegría más honda que experimenta el ser humano es descubrir que la vida naciente es un don de Dios, que le pertenece a él y que él decide compartirla amorosamente con el hombre.
La vida naciente es siempre consecuencia de un acontecimiento relacional, nunca es un hecho meramente individual. Por eso, la responsabilidad de la vida humana en todas sus manifestaciones es una cuestión esencialmente interpersonal y social, y en ningún caso puede dejarse librada sólo al criterio individual. La luz de la fe acompaña el argumento de la razón y la ilumina aún más, cuando nos revela que Dios establece una alianza de amor con el hombre, que esa alianza llega a su plenitud en Jesucristo, en quien la vida humana alcanza su máxima belleza y plenitud.
“Por eso, como pastores y ciudadanos, queremos reafirmar, en este camino del Bicentenario y de modo especial durante el 2011, la necesidad imperiosa de priorizar en nuestra patria el derecho a la vida en todas sus manifestaciones, poniendo especial atención en los niños por nacer, como en nuestros hermanos que crecen en la pobreza y marginalidad”, dijimos al proponer el año 2011 como el Año de la Vida.
Celebremos con júbilo el nacimiento de Jesús, porque con él nace la vida. “La noticia gozosa de este anuncio –nos recuerda el apóstol Juan– se nos ha dado para que nuestra alegría sea completa” (1Jn 1,4). (Verbum Domini, 123).
Mons. Andrés Stanovnik, arzobispo de Corrientes
Corrientes, 20 de diciembre de 2010.
Fuente: AICA
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