"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

29 de diciembre de 2010

La Navidad no es una profana esperanza barata de felicidad sino el encuentro con el Dios Vivo


Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata en la misa de Nochebuena (Iglesia Catedral, 24 de diciembre de 2010)

Como a los pastores de la nochebuena, nos llega también a nosotros, atravesando los siglos, el feliz anuncio de la manifestación de Dios en nuestro Señor Jesucristo, Mesías de Israel y Salvador universal. Repitamos las palabras del ángel: No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor (Lc. 2, 10-11). Palabras dignas de ser repetidas interiormente, saboreadas en la fe; palabras que proclaman la actualidad permanente de ese hoy porque a nosotros nos ha sido dado ese Niño, para nosotros ha nacido el Hijo de Dios y de la Virgen (cf. Is. 9, 5). El contenido del anuncio es el acontecimiento central de la historia humana: que Dios, en la persona de Jesús, se hizo hombre, ingresó en nuestra historia, ha venido a morar en el mundo para quedarse con nosotros y unirnos a él, para ser nuestro Salvador. Nuestro Dios no es un dios lejano; ya no estamos solos. Al creer en Jesús lo recibimos, porque nos ha sido dado, porque ha nacido para nosotros. Entonces se cumple el mensaje, nos llega efectivamente la buena noticia –el Evangelio- y la alegría disipa el temor. San León Magno comentaba: no puede haber, en efecto, lugar para la tristeza, cuando nace aquella vida que viene a destruir el temor de la muerte y a darnos la esperanza de una eternidad dichosa.

Para muchos contemporáneos nuestros la Navidad ha perdido su sentido originario. La celebran también –por lo menos incluyéndola en la genérica designación de las fiestas de fin de año- personas que carecen de fe pero observan esa especie de liturgia profana que se ha impuesto como un fenómeno cultural obligado. Hay algo de ilusorio en esos festejos: una promesa y augurios de bienestar, de felicidad, de éxito; una esperanza barata que –se sabe- difícilmente podrá cumplirse. Después del tumulto de estos días la vida retomará su ritmo y todo seguirá igual. Probablemente, en muchos, detrás de esa expectativa forzada y un tanto ingenua de optimismo anida la nostalgia de una esperanza verdadera, la aspiración a algo nuevo y grande que en realidad sólo puede hallarse en el encuentro con el Dios vivo que se nos hace cercano en Jesucristo. Pero para que esa gran esperanza cobre forma e ilumine significativamente la vida es preciso abrirse el don de Dios con sencilla disponibilidad y gratitud anticipada. El espíritu de la Navidad tiene que abrirse paso en el hombre contemporáneo entre los escollos del consumismo, que enferma diversamente a ricos y pobres, del encierro en el egoísmo personal o sectorial, de la seducción utópica de una justicia a conquistar por la violencia. No se puede experimentar la alegría de esta noche sin pureza de corazón.

Les anuncio una gran alegría, nos dice el ángel de la Nochebuena. La alegría es un don característico del reino de Dios, una fruto del Espíritu Santo (cf. Gál. 5, 22), y por lo tanto un rasgo infaltable en la personalidad del cristiano. La palabra alegría aparece con enorme frecuencia en la Escritura; en el Nuevo Testamento, la realidad así designada se relaciona con la fidelidad a la verdad, con la esperanza y el amor –es también alegría de la fe- con la generosidad, la acción de gracias y la unión fraterna de los discípulos, con la práctica de la misericordia. Las escenas de la Navidad nos sugieren que la alegría se asocia sobre todo a la presencia de Jesús. Si la llegada de un niño es siempre motivo de alegría; cómo no lo será para los creyentes el recuerdo del nacimiento de Jesús, la contemplación de su misterio, la evocación de su nombre! Un himno medieval lo subraya con elocuencia: Oh Jesús de dulcísimo memoria, que nos das la alegría verdadera: más dulce que la miel y toda cosa es para nuestras almas tu presencia.

La alegría cristiana no consiste en un seguro contra todas las tristezas contra el dolor físico y moral y las innumerables dificultades de la vida. Constituye, eso sí, una especie de clima espiritual, un fondo de serenidad que permite afrontar con fortaleza cualquier contrariedad y sobrellevar sin sucumbir alternativas dramáticas e incluso la tragedia.

En Navidad no mejoran mágicamente las circunstancias adversas que pueden afectarnos y las calamidades sociales del mundo en que vivimos. Pero si sabemos reconocer la señal que Dios nos brinda esta noche, si podemos interpretar ese signo del niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Lc. 2, 12), cambia ciertamente nuestra posición ante la vida. La alegría será entonces una expresión espontánea de la esperanza que depositamos en él, en el Dios de la vida, nuestro Creador y Redentor. Todas las legítimas esperanzas humanas encuentran su fundamento en esa gran esperanza portadora de sentido y de certeza: Dios es nuestro Padre, nos ama y se ocupa de nosotros; somos sus hijos y herederos (cf. Gál. 3, 29) en Cristo; estamos destinados a alcanzar la plenitud en él. Vale entonces la exhortación del Apóstol: alégrense en la esperanza (Rom. 12, 12).

En la segunda lectura (Tito 2, 11 ss.) hemos escuchado una afirmación que no puede pasar inadvertida. Se nos habla de la pedagogía de la gracia que se manifiesta en esta noche. La gracia del Dios Salvador nos enseña a rechazar la impiedad y los deseos mundanos para vivir en el tiempo presente con sobriedad, justicia y piedad. Estas actitudes constituyen el sostén moral de la esperanza y de la consiguiente alegría; implican una decisión que responda al favor recibido, a la magnitud de la gracia; son un programa de vida. Sobriedad, justicia y piedad. Podríamos también traducir: moderación y equilibrio; rectitud y respeto; amor de Dios y sentido de las realidades sagradas. Es lo que hace falta para vivir humanamente, para que el mundo no quede librado a la dialéctica del poder, a los caprichos y pasiones de quienes ignoran a Dios y le niegan el culto que le es debido. La sobriedad se mide en la pobreza del pesebre, en la generosidad de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza (2 Cor. 8, 9). En la moderación que corresponde a la medida creatural del hombre y lo libra de entregarse a la desmesura del deseo, de posesión, a la ambición de convertirse en un pequeño dios.

La justicia es la rectitud de la voluntad en la obediencia a la ley de Dios; se refiere siempre a la verdad objetiva, al reconocimiento del orden de la creación y de la dignidad de todo hombre. Vivir en la justicia del Reino equivale a seguir el Evangelio como fiel discípulo de Jesús, con un corazón capaz de misericordia y de perdón. Es difícil practicarla sin amor, por eso afirma San Pablo que la caridad no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad (1 Cor. 13, 6).

La piedad, finalmente, es el sentido religioso de la existencia que debe impregnar todas las relaciones humanas. Ante todo es el culto de Dios, la adoración del Padre, en espíritu y en verdad (Jn. 4, 23); es el amor a la familia y a la patria, el respeto del orden natural y de la tradición, la veneración de todo lo que es noble, justo, santo. Sobriedad, justicia y piedad aportarían un poco de sensatez y de sosiego en los días arrebatados que vivimos, para hacer posible la vigencia de una sana amistad social. ¿Por qué la vida social va a quedar a merced de calculadores mezquinos, de ideólogos trasnochados, de turbas depredadoras? Otra suerte nos merecemos.

Cuando nace un niño, corresponde felicitar especialmente a la madre. Por eso, esta noche corresponde, junto con la alabanza agradecida dirigida al Dios Trino, emplearnos en el elogio de la Virgen santísima. En la meditación junto al pesebre le dedicamos una mirada afectuosa, nuestra admiración y gratitud, nuestra plegaria. Como el ángel de la anunciación le decimos que se alegre y nos dé parte en su alegría. Nos encomendamos a María para pedirle nos haga partícipes de su amor al Señor, de su disponibilidad a la gracia, de su total consagración a la obra de Dios. A ella hemos de pedirle consiga para este mundo descaminado y turbulento el don de la paz verdadera, en la sobriedad, la justicia y la piedad. Se lo podemos decir silenciosamente, con el deseo del corazón, con nuestras propias palabras o con la sencilla y entrañable cantilena del avemaría. Ahora yo le hablaré a María, en nombre de todos, con unas pocas líneas del antiquísimo himno griego Akáthistos: Venerando tu parto, todos nosotros te cantamos, Madre de Dios, como templo viviente, porque habitando en tu seno, el Señor que sostiene en su mano todas las cosas, te santificó, te glorificó y enseñó a todos a aclamarte: Ave, morada de Dios el Verbo; ave, Santa la más grande entre los santos; ave, arca dorada del Espíritu; ave, tesoro inagotable de vida. Ave, con tu ayuda se alzan trofeos; ave, tu fuerza aterra a los enemigos, ave, curación de mi carne, ave, salvación de mi alma. Ave, Virgen y Esposa.

Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata

Fuente: AICA

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