"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

29 de diciembre de 2010

La Navidad no es un mito sino una realidad histórica y documentada


Homilía de monseñor Raúl Martorell, obispo de Puerto Iguazú, para la solemnidad de la Navidad (25 de diciembre de 2010)

De mucha formas y con muchas imágenes describieron los Profetas la venida del Mesías muchos siglos antes de que esto sucediera. "El pueblo que andaba en tinieblas vio una luz grande" (ls,9,2). La luz que disipa las tinieblas del pecado, de la esclavitud y la opresión es el preludio de la venida del salvador, portador de libertad, de la alegría y de la paz. "Nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo" (Ib. 6). La profecía sobrepasa la figura de un nuevo David, enviado por Dios para liberar a su pueblo y se proyecta sobre Belén de Judá, iluminando el nacimiento, no de un Rey poderoso, sino del Dios fuerte hecho hombre. Él es el "niño" nacido para nosotros, es el Dios fuerte, niño que nos ha sido dado y sólo de Él decimos: "Maravilloso consejero, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz".


Cuando la profecía se hace historia en aquella noche santa, una luz intensa y una voz potente anuncia a las naciones este nacimiento. La estrella como una luz potente alumbra la tierra, y el anuncio ya no viene de los Profetas sino del Cielo al corazón y oídos de los pastores. Y se presentó un ángel del Señor y la gloria del Señor los envolvía con su luz: "os traigo una buena nueva y una gran alegría, que es para todo el pueblo. Os ha nacido el Salvador, que es el Mesías, el Señor, que os fue anunciado desde antiguo" (Lc. 2, 9-11). El niño está vivo. Está en un pesebre envuelto en pañales. EI nuevo pueblo de Dios tiene a su Señor. ¡La espera ya ha culminado!

San Pablo nos dice que se hizo "uno de nosotros para enseñarnos a negar la impiedad y los deseos del mundo, para que vivamos con la bienaventurada esperanza en la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador (Tit. 2,11). Desde el nacimiento del Salvador los cristianos debemos vivir no encerrados en las realidades y esperanzas terrenas, sino abiertos a las esperanzas eternas, deseando encontrarnos un día con nuestro Dios y Señor.

Todos nosotros celebramos el comienzo de una vida nueva, una vida en Cristo. Y esta vida es distinta a la que nos presenta el mundo. Es una vida abierta a Dios Nuestro Señor y a sus designios sobre el mundo. Solamente de esta manera nosotros podemos cambiar y puede cambiar el mundo.

La venida de Jesús, el recuerdo de la Navidad, no se trata de un mito sino de una realidad histórica y documentada. Las profecías se cumplieron, los evangelistas vivieron con Jesús, le escucharon y vieron las maravillas que hizo entre los hombres, pero ciertamente es necesario tener fe. Sin fe la Navidad se convierte en un festejo más, una fiesta comercial o en un día de vacaciones, en el cual comemos y bebemos, sin saber por qué. Especialmente los hombres y mujeres de hoy en su gran mayoría siguiendo la propuesta de muchos medios de comunicación y de la publicidad de los comercios, se han olvidado que la Navidad es la celebración del NACIMIENTO DE JESÚS.

Desde que Jesús nació en Belén, será siempre la dignidad del hombre la que está en juego, porque el Hijo de Dios al encarnarse se ha puesto al nivel del hombre. Dios se hace hombre, para levantar al hombre a la dignidad de "hijos de Dios", para que el hombre le conociera y para estar íntimamente cercano en el anuncio de la salvación, al ser más amado por El: el hombre.

Celebremos la Navidad con amor, con el amor de los hijos de Dios. No paganicemos esta fiesta sagrada de la Navidad. Renovemos la fe, pongamos la esperanza de un mundo mejor en manos de quien todo lo puede. Pidamos al Señor que cada corazón renazca en un corazón nuevo para nuestro bien y el de todos los hombres. Festejemos a Cristo que nace, Señor de la Vida y custodio de la misma.

Que la Virgen de la Dulce Espera nos lleve al encuentro de su Hijo en el pesebre de nuestro corazón.

Mons. Marcelo Raúl Martorell, obispo de Puerto Iguazú
Fuente: AICA

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