"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

19 de noviembre de 2010

Mons. Marino: El estudio de la doctrina es parte integral de la espiritualidad


Exposición de monseñor Antonio Marino, obispo auxiliar de La Plata y miembro de las Comisiones episcopales de Fe y Cultura, y Ministerios, en el marco de la 100ª Asamblea Plenaria del Episcopado (9 de noviembre de 2010)


Intento brindar sólo algunos de los principales pilares que, tomados de la sabiduría eclesial, deben calificar, a mi entender, la formación doctrinal, inicial y permanente, del clero.

1. El estudio, elemento intrínseco de la espiritualidad y fundamento del apostolado

En la Exhortación postsinodal Pastores dabo vobis, n.51, el Papa Juan Pablo II, asume la proposición 26 del Sínodo sobre la formación de los sacerdotes, que dice así:

Si bien lo pensamos, estas palabras del Papa se enraízan, en última instancia, en las recomendaciones apostólicas. Debe resultarnos profundamente significativo que, en el Nuevo Testamento, las llamadas “Cartas Pastorales” (1 y 2 Tim y Tit) son también aquellas donde más se insiste en la “sana doctrina” o en indicaciones similares (1 Tim 1,10; 4, 3; Tit 1, 9, 2, 1.8). Encontramos la recomendación a “dedicarse a la lectura” (1 Tim 4, 13). Así como las advertencias contra los falsos maestros (2 Tim 2, 14-21), con el contrapeso de la dedicación a las Sagradas Escrituras, y a la predicación “con oportunidad o sin ella” (2 Tim 3, 14-16; 4, 1-5; Tit 1, 10-15; 3, 8-11).

Sabemos bien que la formación de los sacerdotes, tanto la inicial como la permanente, consiste en un largo y complejo proceso donde la dimensión intelectual se entrelaza intrínsecamente con la formación humana, espiritual y pastoral. El Papa Juan Pablo II decía: “En realidad, a través del estudio sobre todo de la teología, el futuro sacerdote se adhiere a la Palabra de Dios, crece en su vida espiritual y se dispone a realizar su ministerio pastoral” (PDV 51).

En nuestro documento Navega mar adentro, en los primeros años del siglo XXI, los obispos argentinos hablábamos de los desafíos que la gran crisis de la civilización occidental planteaba en nuestra patria. Allí mencionábamos la ruptura entre el Evangelio y la cultura, como el gran drama de nuestro tiempo. La situación crítica de la sociedad, manifestada en una multitud de indicios, vuelve evidente la necesidad de abrir caminos que conduzcan al encuentro entre el Evangelio y la cultura. Pues, al decir del mismo Juan Pablo II, “una fe que no se hace cultura es una fe que no es plenamente acogida, enteramente pensada o fielmente vivida” (1).

Lograr que la fe arraigue, no sólo en las conciencias de los individuos, sino que desde allí actúe como fermento en la masa social, e impregne las pautas culturales, no es tarea fácil, ni empresa de un día. Lo que llamamos inculturación de la fe, es tarea más ardua de lo que quizá imaginamos. Supone el don de Dios, que debemos implorar, y nuestra correspondencia, lo cual implica el riesgo, el esfuerzo y la búsqueda. Exige de nuestra parte la humildad de los pequeños pasos, la claridad de objetivos, y la visión magnánima que sostiene la esperanza.

Implica, además del testimonio de la caridad, el estudio personal y la reflexión común. La pasión por la verdad. Tanto en el laicado, como principalmente en los ministros de la Iglesia, se requiere una gran claridad doctrinal, ante la tendencia dominante a lavar o edulcorar las verdades, para volverlas más atractivas. La crisis de nuestra sociedad es, ante todo, una crisis de sentido, ante el progreso de los medios instrumentales y una disolución de los fines. Si de verdad queremos encarar una nueva evangelización y pretendemos que estas palabras no queden como retórica vacía, la implementación de recursos para lograr la formación intelectual permanente del clero, deberá ser motivo de especial atención para los obispos.

En una época de relativismo de la verdad, no resultará raro encontrar estas resonancias de subjetivismo en la mente de aquellos a quienes intentamos dar formación, se trate de seminaristas o de jóvenes y no tan jóvenes presbíteros. Esto significa que deberíamos esforzarnos por crear condiciones a fin de revertir una mentalidad que privilegia el hacer y la eficiencia, por encima del ser y el creer. La valoración subjetiva ante los problemas morales y la construcción de valores por consenso, son un rasgo inquietante de la cultura en que vivimos.

Deberíamos quizás entender mejor que la lectura y el estudio son parte integral de la espiritualidad de un ministro de la Iglesia, sacerdote u obispo. Al mismo tiempo, deberíamos traducir mejor la convicción de que la tarea pastoral no puede concebirse como un despliegue de actividades prácticas, sin sustento en la solidez de los principios doctrinales. Fácilmente podríamos caer en el activismo pragmático y demagógico, o en una creatividad caprichosa que no incorpora la objetividad de la doctrina ni las normas eclesiales. El filósofo Étienne Gilson lo decía con estas palabras: “Si admitiéramos que la pastoral, pudiese prescindir impunemente de la dogmática, lo peor ya no habría que temerlo, pues lo tendríamos instalado” (2).

Estoy convencido de que en la formación sacerdotal permanente, aun en el ejercicio del ministerio, la lectura y el estudio son tan pastorales como la conducción de grupos, la participación en misiones en zonas de escasa presencia eclesial, el ejercicio del ministerio sacramental, o la presencia en hospitales o en ambientes marginales de la sociedad. Los encuentros periódicos del clero, así como las semanas de reflexión teológica y pastoral, no deberían omitir el esfuerzo de invitar a la lectura y el estudio.

2. Dimensión intelectual y espiritualidad

Lejos de ser compartimentos estancos, el cultivo del estudio de la doctrina es parte integral de la espiritualidad del presbítero y del obispo. Una espiritualidad desvinculada de contenidos doctrinales sólidos y de la actividad apostólica que se desarrollarían en forma paralela, fácilmente desembocaría en una concepción intimista y subjetiva de la comunión con Cristo, expuesta siempre a una búsqueda autocomplaciente de nosotros mismos. Viceversa, una teología que no se nutre del hábito de la fe, ni aparece vinculada a la vida espiritual y pastoral, poco y nada podrá entusiasmar al presbítero que en medio de su trabajo apenas tiene tiempo para la lectura y el estudio.

Al término del año sacerdotal, en diálogo abierto con presbíteros de distintos lugares del mundo, Benedicto XVI, en respuesta a la pregunta de un sacerdote africano de Costa de Marfil, recordaba la enseñanza de San Buenaventura acerca de dos tipos de teología: una que procede de “la arrogancia de la razón” y otra que busca “profundizar en el conocimiento del amado”. La teología que sólo se propone ser académica y aparece como revestida de ciencia, pero olvida a Dios, “viene de la arrogancia de la razón, que quiere dominar todo, hace pasar a Dios de sujeto a objeto que estudiamos, mientras debería ser sujeto que nos habla y nos guía”, y “no nutre la fe, sino que oscurece la presencia de Dios en el mundo” (3).

Pero existe también “una teología que quiere conocer más por amor al amado, está estimulada por el amor y guiada por el amor... Y ésta es la verdadera teología, que viene del amor de Dios, de Cristo, y quiere entrar más profundamente en comunión con Cristo” (4).

Agrego, de paso, que se trata de una enseñanza coincidente con la de Santo Tomás de Aquino, al comentar la Carta a los Hebreos: “En las otras ciencias es suficiente que el hombre sea perfecto tan sólo intelectualmente; en ésta, en cambio, es preciso que lo sea también afectivamente; porque hemos de hablar de grandes misterios y explicar la sabiduría a los perfectos” (5).

3. Formación intelectual y Magisterio eclesial

El acto de fe, del cual la teología no es sino su prolongación racional y orgánica, implica necesariamente el ámbito eclesial desde el cual se produce. “La fe es un acto personal (…). Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo” (CCE 166). “La Iglesia es la primera que cree, y así conduce, alimenta y sostiene mi fe” (CCE 168).

Cuando en el Símbolo de los Apóstoles decimos «Creo», estamos ante la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente. Cuando con el Símbolo de Nicea-Constantinopla, según el original griego, decimos «Creemos», estamos ante la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes (cf. CCE 167).

 Es oportuno aquí citar una expresión magnífica de San Ireneo: “Esta fe que hemos recibido de la Iglesia, la guardamos con cuidado, porque sin cesar, bajo la acción del Espíritu de Dios, como un contenido de gran valor encerrado en un vaso excelente, rejuvenece y hace rejuvenecer el vaso mismo que la contiene” (6) (CCE 175).

San Jerónimo en sus cartas, sabiendo que Cristo ha fundado la Iglesia sobre Pedro, concluía que todo cristiano debe estar en comunión “con la Cátedra de San Pedro. Yo sé que sobre esta piedra –afirmaba– está edificada la Iglesia” (7). Y declaraba: “Yo estoy con quien esté unido a la Cátedra de San Pedro” (8).

Santo Tomás sabe y enseña que no existe otro magisterio que el de Pedro y los apóstoles, el del Papa y los obispos: “Es necesario –afirma el santo doctor– atenerse más a la autoridad de la Iglesia que a la autoridad de Agustín o de Jerónimo o de cualquier otro doctor” (9). Y afirma incluso que nadie puede defenderse con la autoridad de Jerónimo o de Agustín, o de cualquier otro doctor, en contra de la autoridad de Pedro (10).

Esta dimensión eclesial de la fe, particularmente la referencia al Magisterio, tanto ordinario como extraordinario, merece hoy día especial atención de nuestra parte, principalmente por tres motivos.

Ante todo, porque el Magisterio entra en diálogo inteligente y crítico con la tendencia contemporánea al llamado “pensamiento débil”, característico de la posmodernidad, que sólo se atiene a las certezas empíricas, y relativiza todo lo demás. Según este modelo cultural, los valores que regulan la convivencia se establecen por consenso de mayorías. El Magisterio, en cambio, se anima con la “razón grande”, con la proclamación de verdades de validez universal, con valores no negociables, fundados en la naturaleza del hombre y en el derecho natural. Como decía Juan Pablo II, en la encíclica Fides et ratio: “A la parresía de la fe debe corresponder la audacia de la razón” (11). Si este cuerpo de doctrina estuviera bien asimilado, contribuiría en gran medida a remediar el subjetivismo de la cultura actual.

Pero, además, nos pondría a distancia de tendencias opuestas que dañan nuestra identidad. Ante el embate de la cultura secularista, un sector significativo de la literatura teológica posconciliar, ha ignorado o prescindido de la guía rectora del Magisterio eclesial, bajo el pretexto de una hermenéutica renovada del cristianismo, más fiel a sus orígenes y realizada desde nuevos horizontes conceptuales. En estas obras, el Magisterio es, a lo sumo, una instancia más entre otras, pero no la instancia orientadora y normativa (12).

Conocemos, por otro lado, el fenómeno contrario representado en una cerrazón acrítica, en busca de seguridades que descansan en pilares endebles, y que puede exponernos también hoy a lo que Santo Tomás llamaba en su tiempo la irrisio infidelium, la burla de los no creyentes. Sin tener diálogo con la cultura actual y sin asumir la tarea de dar razón, esto es lógos, a los planteos y cuestionamientos que surgen de nuestro mundo globalizado, esta visión está también lejos de la mentalidad del Magisterio, y en particular del Papa Ratzinger, para el cual, como lo afirmó en el Parlamento británico, el mundo de la racionalidad secular y el mundo de la fe “necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo” (13). Podemos decir que su Magisterio es un preclaro ejemplo del papel purificador que la fe ejerce sobre la razón. Pero también, a la inversa, sus documentos y discursos, nos ponen en guardia ante “una atención insuficiente al papel purificador y vertebrador de la razón respecto de la religión. Se trata de un proceso en doble sentido”, como lo ha declarado expresamente en el discurso recién señalado.

Un tercer motivo de atención al Magisterio, en las actuales circunstancias, es de sentido común. En ninguna disciplina, sus cultores aceptan comenzar de cero, omitiendo lo que otros mayores y más calificados han elaborado antes. Nos expondríamos a querer descubrir, por difíciles caminos y con dudoso éxito, lo que otros ya han descubierto y reflexionado antes y mejor que nosotros, con la ventaja y garantía de los años y la experiencia.

El Papa actual, en continuidad con el anterior, no se cansa de recomendar al clero y a los obispos textos pedagógicos como el Catecismo de la Iglesia Católica y el Compendio de doctrina social de la Iglesia. Esto puede parecer simplista e ingenuo, pero a la hora de colocar los cimientos de un edificio resultan de mayor utilidad los fundamentos sólidos que los complementos ornamentales. Y por otra parte, son estas bases comunes a todo el pueblo de Dios, las que nos ayudan a mantenernos cercanos a los fieles, en comunión con el sensus fidei, anterior a toda teología (14). Es lo que nos ha recordado en la catequesis del 7 de julio de este año y en la reciente Carta a los seminaristas del 18 de octubre próximo pasado.

Concluyo citando nuevamente la frase de San Ireneo: “Esta fe que hemos recibido de la Iglesia, la guardamos con cuidado, porque sin cesar, bajo la acción del Espíritu de Dios, (…) rejuvenece y hace rejuvenecer el vaso mismo que la contiene”.

Mons. Antonio Marino, obispo auxiliar de La Plata
Miembro de la CEMIN

(1) Juan Pablo II, Carta autógrafa de institución del Consejo Pontificio de la Cultura, 1982.
(2) Citado según M.-J. Le Guillou, Le mystère du Père. Paris, Fayard, 1973, p.7.
(3) Cf. ZENIT.org, 15 de junio de 2010.
(4) Ibid.
(5) In Epist. Ad Hebr., c. 5, lect. 2.
(6) Adversus hereses3, 24,1.
(7) Ep. 15,2.
(8) Ep. 16.
(9) II-II, q.10, a.12.
(10) Cf. II-II, q.11, a.2, ad 3; PDV 55 a, nota 174.
(11) Fides et ratio 48.
(12) Con brevedad señalo la abundante literatura de aceptación de un pluralismo de mediaciones salvíficas, paralelas a la de Jesucristo. Lo mismo en el reclamo del sacerdocio de la mujer. También manuales de teología moral de gran difusión, anteriores y posteriores a la encíclica Veritatis splendor, y en clara disidencia.
(13) Benedicto XVI, Discurso en Westminster Hall, 17 de septiembre de 2010. Fuente ZENIT.org
(14) Cf. H.U. von Balthasar, El cristianismo es un don, Madrid, Paulinas, 19742, p.8 s.: “Al leer muchos de los libros actuales, se sorprende uno de todo el talento que se desparrama en lo infructífero. Cabe consolarse con la afirmación de Hofmannsthals: «La especie más peligrosa de necedad es un entendimiento agudo». Y uno acepta gustoso que lo tomen por simple y algo idiota”.

Fuente: AICA 

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