"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

28 de agosto de 2010

Contexto y significación de la declaración "Dominus Iesus"

Intervención del Card. Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, durante la presentación de la Declaración «Dominus Iesus», sobre la unicidad y la universalidad salvifica de Jesucristo y de su Iglesia.

Es mi intención limitarme a describir brevemente el contexto y el significado de la Declaración Dominus Iesus, mientras que las intervenciones sucesivas ilustrarán el valor y la autoridad doctrinal del Documento, así como sus contenidos específicos, cristológicos y eclesiológicos.



1. En el animado debate contemporáneo sobre la relación del Cristianismo con las otras religiones, se viene abriendo camino cada vez más la idea de que todas las religiones son para sus seguidores vías igualmente válidas de salvación. Se trata de una opinión que se encuentra ya difundida, no sólo en ambientes teológicos, sino también en sectores cada vez más amplios de la opinión pública católica y no católica, especialmente de aquella más influenciada por la orientación cultural que hoy prevalece en Occidente, la cual se puede definir, sin temor a equivocarnos, con la palabra relativismo.

En realidad, la así llamada teología del pluralismo religioso ya se había venido afirmando gradualmente desde los años cincuenta del siglo XX, pero sólo hoy ha adquirido una importancia fundamental para la conciencia cristiana. Naturalmente, tiene muy diversas presentaciones y no sería justo querer homologar en un mismo sistema todas las posiciones teológicas referidas a la teología del pluralismo religioso. La Declaración, por tanto, no se propone describir los rasgos esenciales de tales tendencias teológicas ni pretende tampoco encerrarlas en una única fórmula. Más bien, nuestro documento señala algunos presupuestos de naturaleza filosófica o teológica que están en la base de las muy diversas teologías del pluralismo religioso actualmente difundidas: la convicción de la completa inaferrabilidad e inefabilidad de la verdad divina; la actitud relativista con relación a la verdad, en virtud de lo cual aquello que es verdad para algunos no lo sería para otros; la contraposición radical entre mentalidad lógica occidental y mentalidad simbólica oriental; el subjetivismo exasperado de quien considera la razón como única fuente de conocimiento; el vaciamiento metafísico del misterio de la encarnación; el eclecticismo de quien en la reflexión teológica asume categorías derivadas de otros sistemas filosóficos y religiosos, sin preocuparse de su coherencia interna ni de su incompatibilidad con la fe cristiana; la tendencia, en fin, a interpretar textos de la Escritura fuera de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia .

¿Cuál es la consecuencia fundamentalmente de este modo de pensar y sentir en relación al centro y al núcleo de la fe cristiana? Es el rechazo fundamental de la identificación de la singular figura histórica que es Jesús de Nazaret con la realidad misma de Dios, del Dios viviente. Aquello que es Absoluto, o bien Aquel que es Absoluto, no puede darse nunca en la historia en una revelación plena y definitiva. En la historia se tienen solamente algunos modelos, algunas figuras ideales que nos remiten al Totalmente Otro, el cual, sin embargo, no se puede aprehender como tal en la historia. Algunos teólogos más moderados confiesan que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, pero sostienen que a causa de la limitación de la naturaleza humana de Jesús, la revelación de Dios en Él no puede ser considerada completa y definitiva, sino que debe ser siempre considerada en relación a otras posibles revelaciones de Dios expresadas en los genios religiosos de la humanidad y en los fundadores de las religiones del mundo. De esta manera, objetivamente hablando, se introduce la idea errada de que las religiones del mundo son complementarias a la revelación cristiana. Es claro, por tanto, que también la Iglesia, el dogma, los sacramentos no pueden tener el valor de necesidad absoluta. Atribuir a estos medios finitos un carácter absoluto y considerarlos incluso como un instrumento de encuentro real con la verdad de Dios, universalmente válida, significaría colocar en un plano absoluto aquello que es particular y tergiversar la realidad infinita del Dios Totalmente Otro.

En base a tales concepciones, sostener que exista una verdad universal, vinculante y válida en la historia misma, que se cumple en la figura de Jesucristo y es transmitida por la fe de la Iglesia, es considerado una especie de fundamentalismo que constituiría un atentado contra el espíritu moderno y representaría una amenaza contra la tolerancia y la libertad. El concepto mismo de diálogo asume un significado radicalmente diverso de aquel utilizado en el Concilio Vaticano II. El diálogo, o mejor, la ideología del diálogo, sustituye a la misión y a la urgencia del llamado a la conversión: el diálogo no es más el camino para descubrir la verdad, el proceso a través del cual se devela al otro la profundidad escondida de aquello que él ha experimentado en su experiencia religiosa, y que espera ser completado y purificado en el encuentro con la revelación definitiva y completa de Dios en Jesucristo; el diálogo en las nuevas concepciones ideológicas, que lamentablemente han ingresado al interior del mundo católico y de ciertos ambientes teológicos y culturales, es, en cambio, la esencia del «dogma» relativista y lo opuesto a la «conversión» y a la «misión». En un pensamiento relativista diálogo significa poner en el mismo plano la propia posición o la propia fe y las convicciones de los otros, de manera que todo se reduce a un intercambio entre posiciones fundamentalmente paritarias y por tanto relativas entre ellas, con el objetivo superior de alcanzar el máximo de colaboración y de integración entre las diversas concepciones religiosas.

La disolución de la cristología y, en consecuencia, de la eclesiología -que está subordinada, pero indesligablemente unida a aquella-, se convierte por tanto en la conclusión lógica de tal filosofía relativista, que paradójicamente se encuentra en la base tanto del pensamiento post-metafísico de Occidente como de la teología negativa de Asia. El resultado es que la figura de Jesucristo pierde su carácter de unicidad y de universalidad salvífica. Asimismo, el hecho de que el relativismo se presente como bandera del encuentro con las culturas, como la verdadera filosofía de la humanidad, en grado de garantizar la tolerancia y la democracia, conduce a la postre a marginalizar a quien se empeña en la defensa de la identidad cristiana y en su pretensión de difundir la verdad universal y salvífica de Jesucristo. En realidad la crítica a la pretensión del carácter absoluto y definitivo de la revelación de Jesucristo mantenida por la fe cristiana, viene acompañada de un falso concepto de tolerancia. El principio de la tolerancia como expresión del respeto a la libertad de conciencia, de pensamiento y de religión, defendido y promovido por el Concilio Vaticano II, y nuevamente propuesto por esta Declaración, es una posición ética fundamental, presente en la esencia del Credo cristiano, ya que éste toma en serio la libertad de la decisión de fe. Pero este principio de tolerancia y respeto a la libertad es hoy manipulado e indebidamente sobrepasado, cuando es extendido a la valoración de los contenidos, como si todos los contenidos de las diversas religiones e incluso de las concepciones arreligiosas de la vida se pudiesen poner en el mismo plano, y no existiese ya una verdad objetiva y universal, dado que Dios o el Absoluto se revelaría bajo innumerables nombres, todos los cuales serían verdaderos. Esta falsa idea de tolerancia está vinculada con la pérdida y la renuncia a la cuestión de la verdad, que de hecho hoy es considerada por muchos como una cuestión irrelevante o de segundo orden. Salta así a la vista la debilidad intelectual de la cultura actual: una vez ausente la pregunta por la verdad, la esencia de la religión ya no se distingue de su «no esencia», la fe no se distingue de la superstición, ni la experiencia de la ilusión. En fin, sin una seria pretensión de verdad, también la valoración de las otras religiones se convierte en algo absurdo y contradictorio, dado que no se tiene el criterio para constatar aquello que es positivo en una religión, distinguiéndolo de aquello que es negativo o fruto de la superstición y el engaño.

2. Con este propósito, la Declaración retoma la enseñanza de Juan Pablo II en la Encíclica Redemptoris missio: «Todo lo que el Espíritu obra en el corazón de los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones, tiene un papel de preparación evangélica» .

Este texto se refiere explícitamente a la acción del Espíritu no sólo «en el corazón de los hombres», sino también «en las religiones». Sin embargo, el contexto pone esta acción del Espíritu al interior del misterio de Cristo, del cual nunca puede ser separada; además las religiones son puestas al lado de la historia y las culturas de los pueblos, donde la mezcla entre bien y mal no pude nunca ser puesta en duda. Por lo tanto, no debe considerarse como praeparatio evangelica todo aquello que se encuentra en las religiones, sino sólo «lo que el Espíritu obra» en ellas. De esto se sigue una consecuencia importantísima: camino a la salvación es el bien presente en las religiones, como obra del Espíritu de Cristo, pero no las religiones en cuanto tales. Esto, por lo demás, es confirmado por la misma doctrina del Vaticano II a propósito de las semillas de verdad y de bondad presentes en las otras religiones y culturas, expuesta en la Declaración conciliar Nostra aetate: «La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones es verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque discrepen mucho de los que ella mantiene y propone, no pocas veces reflejan, sin embargo, un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres» . Todo aquello que de verdadero y bueno existe en las religiones no debe ser perdido, por el contrario es reconocido y valorizado. El bien y la verdad, donde sea que se encuentren, provienen del Padre y son obra del Espíritu; las semillas del Logos están esparcidas por doquier. Pero no se pueden cerrar los ojos a los errores y engaños que están también presentes en las religiones. La misma Constitución Dogmática del Vaticano II Lumen gentium afirma: «Muchas veces los hombres, engañados por el Maligno, se pusieron a razonar como personas vacías y cambiaron la verdad de Dios por la mentira, sirviendo a las criaturas en vez de al Creador» .

Es comprensible que en un mundo que crece cada vez más junto, también las religiones y las culturas se encuentren. Esto no conduce tan sólo a un acercamiento exterior de personas y religiones diversas, sino también a un aumento del interés por mundos religiosos desconocidos. En este sentido, es decir, en orden al conocimiento recíproco, es legítimo hablar de un mutuo enriquecimiento. Esto, sin embargo, nada tiene que ver con el abandono de la pretensión por parte de la fe cristiana de haber recibido de Dios en Cristo el don de la revelación definitiva y completa del misterio de la salvación, y más bien se debe excluir aquella mentalidad indiferentista «marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que "una religión es tan buena como otra"». .

La estima y el respeto por las religiones del mundo, así como por las culturas que han aportado un objetivo enriquecimiento a la promoción de la dignidad del hombre y al desarrollo de la civilización, no disminuye la originalidad y la unicidad de la revelación de Jesucristo y no limita en modo alguno la tarea misionera de la Iglesia: «La Iglesia anuncia y tiene la obligación de anunciar sin cesar a Cristo, que es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa, en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas» . Al mismo tiempo, estas simples palabras indican el motivo de la convicción que afirma que la plenitud, universalidad y cumplimiento de la revelación de Dios están presentes solamente en la fe cristiana. Tal motivo no reside en una presunta preferencia otorgada a los miembros de la Iglesia, ni mucho menos en los resultados históricos alcanzados por la Iglesia en su peregrinar terreno, sino en el misterio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, presente en la Iglesia. La pretensión de unicidad e universalidad salvífica del Cristianismo proviene esencialmente del misterio de Jesucristo que continúa su presencia en la Iglesia, su Cuerpo y su Esposa. Por ello la Iglesia se siente comprometida, constitutivamente, en la evangelización de los pueblos. Incluso en el contexto actual, marcado por la pluralidad de las religiones y por la exigencia de libertad de decisión y de pensamiento, la Iglesia es consciente de estar llamada «a la salvación de toda criatura para que todas las cosas se instauren en Cristo, y en Él los hombres constituyan una sola familia y un único pueblo de Dios» .

Reafirmando las verdades que la fe de la Iglesia ha siempre creído y mantenido en relación a estos temas, y salvaguardando a los fieles de errores o interpretaciones ambiguas actualmente difusas, la Declaración Dominus Iesus de la Congregación para la Doctrina de la Fe, aprobada y confirmada certa scientia y apostolica sua auctoritate por el mismo Santo Padre, cumple una doble función: por un lado se presenta como un nuevo y renovado testimonio autorizado para mostrar al mundo «el esplendor del glorioso evangelio de Cristo» (2Cor 4,4); por otro, indica como vinculante para todos los fieles la base doctrinal irrenunciable que debe guiar, inspirar y orientar tanto la reflexión teológica como la acción pastoral y misionera de todas las comunidades católicas esparcidas en el mundo.

Cardenal Joseph Ratzinger
Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe

Fuente: Noticias Eclesiales

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