Comentario al artículo del filósofo José Pablo
Feinmann “Entre san Agustín y santo Tomás” I parte
En esta última parte del Seminario “Cómo
interpretar la Biblia” nos hemos propuesto considerar el tema fundamental de la
santidad como criterio de interpretación propuesto por el Papa Benedicto XVI en
Verbum Domini.
Observando el artículo del filósofo José Pablo
Feinmann publicado por el diario “Página 12” del 1º de julio de 2012, nos
permitimos el humilde atrevimiento de ofrecer una pequeña contestación a su
reflexión, ya que lesiona los sentimientos de muchos católicos por sus
expresiones equívocas con respecto a san Agustín y santo Tomás. Intentaremos
pues confrontar su ideológica reflexión con una comprensión más correcta de
estos santos en sus textos y sus realidades históricas, sin apuros emocionales.
A las puertas del Año de la Fe resulta didáctico analizar este texto comprendiendo
las fuentes.
Texto de José Pablo Feinmann:
Lo del obispo Bargalló demuestra que la castidad que la Iglesia impone a
sus súbditos es una agresión a la condición humana. Un cerrojo a la naturaleza
del cuerpo, que tiene tantos derechos como el espíritu. Pero la cosa ya es
irremediable, de tan lejos viene. ¿Por qué tanto empeño en proteger y demostrar
la virginidad de María? Otros hombres de la Iglesia (muy superiores al obispo
de Merlo-Morón) han sentido la tentación del pecado, de la lujuria. Y no se han
ido a esconder a una playa exclusiva, carísima de México, para realizarlo y
luego callar, sino que lo han confesado abiertamente, incluso con una prosa que
suele sorprender por su belleza. Otros hombres –más consagrados a su Dios que
el obispo Bargalló– sufrieron la tentación carnal y se entregaron a ella y lo
dijeron valientemente, sin andar fraguando mentiras, tonterías escasamente
creíbles para salir del paso. Me voy a referir a uno de ellos, al autor de las
Confesiones, a San Agustín, a quien el obispo de Merlo habrá leído seguramente
tanto como yo, que no he dejado de hacerlo desde muy joven, desde que cursaba
en Viamonte 430, en la vieja Facultad de Filosofía y Letras, la materia
Fenomenología e Historia de las Religiones.
San Agustín vivió entre los años 354 y 430. Las Confesiones es el más
íntimo y hermoso de sus libros y seguramente uno de los más auténticos que el
catolicismo ha hecho nacer. Se trata de un libro fascinante, sobre todo en sus
primeras partes, en las que un joven demasiado joven no puede sobrellevar las
exigencias de la pubertad y a la vez adorar a su Dios aceptando las exigencias
terribles que éste le impone a su cuerpo. De esta forma, el libro se convierte
en una amarga queja (como si Job surgiera otra vez ante Dios, cuestionándolo)
que un ardiente pecador le presenta a su Creador. “Quiero acordarme ahora de
mis fealdades pasadas y de las carnales torpezas de mi alma. Y lo hago, no
porque ame estos pecados, sino para amarte a ti, Dios mío (...) Pues en mi
adolescencia ardía en deseos de hartarme de las cosas más bajas. No dudé en
embrutecerme con varios y oscuros amores” (Libro II, Capítulo I). Y sigue
adelante el que luego será recordado como el Santo de Hipona. Pero decir “sigue
adelante” es injusto con él. Porque cualquiera que se pone a escribir puede
adelantar en su tarea. Agustín, por el contrario, inicia el Libro III con un
texto digno de la mejor literatura, erótica. No sólo la prosa es subyugante,
sino el ambiente que, en pocas palabras, pinta: “Llegué a Cartago y me encontré
en medio de una crepitante sartén de amores impuros” (Libro III, Capítulo I).
¿Leyeron eso? “Una crepitante sartén de amores impuros.” ¿Qué se freía en esa
sartén? ¿Qué comida exquisita, irresistible? El texto pareciera extraído de la
mejor prosa de un autor caribeño. García Márquez lo aceptaría. Sigue: “Pues
aunque mi verdadera necesidad eras tú, Dios mío que eres alimento del alma, yo
todavía no sentía tal hambre (...) La salud de mi alma no era buena y, llena de
úlceras, se lanzaba desesperadamente fuera de sí, restregándose con el contacto
de las cosas sensibles” (Ibid.). A los dieciséis años, ¿quién puede contener a
este púber que se desboca tras la lujuria? Agustín compara el deseo con las
marejadas, con las corrientes profundas de un mar incontenible que lo lleva a
playas que no desea y, a la vez, desea sin poder frenarse, sin nada que le dé
la fuerza para hacerlo. Sigue: “Pero una vez más volvía a preguntarme: ‘¿Quién
me ha hecho a mí? ¿No me ha hecho mi Dios, que no sólo es bueno, sino la misma
bondad? ¿Pues de dónde me vino a mí el querer el mal y no querer el bien? (...)
¿Quién puso esta voluntad dentro de mí? (...) Y si la puso el diablo, ¿quién
hizo al diablo?” (Libro VII. Cap. III. Subr. nuestro). Y aquí nos arrostra su
texto decisivo: “Pero entonces, ¿dónde está el mal? ¿De dónde viene y por qué
se ha colado en el mundo? ¿Cuál es su raíz y su semilla? (...) ¿De dónde viene,
pues, el mal, si Dios hizo todas las cosas y siendo bueno las hizo buenas?
(...) Pero tanto el Creador como su creación son buenas. ¿De dónde procede el
mal? ¿Es que, acaso, era mala la materia de donde sacó el universo? (...) ¿Y
por qué esto? ¿Acaso Dios no tenía poder para transformarla y cambiarla de todo
modo que no quedase de ella rastro del mal? ¿No es acaso omnipotente?” (Libro
VII. Cap. V). La formulación es extrema, la queja alcanza su mayor densidad:
¿Por qué existe el mal? Si Dios es pura bondad y es omnipotente, ¿por qué no
destruye el mal? Si no lo hace, ¿Dios quiere el mal? ¿Hay mal en Dios, ya que
tanto lo tolera? ¿Se solaza Dios con el mal? En suma, las quejas de Agustín se
resumen en afirmar que no puede evitar el pecado de la carne, huir de la
lujuria, que su pubertad es una marejada impura que lo ahoga y, en esas aguas,
él es un pecador que goza. Y si eso que a él le ocurre es, para Dios, el mal,
¿quién lo creó? Sólo El pudo hacerlo. ¿Por qué lo hizo? Y si es totalmente
bueno y omnipotente, ¿por qué no lo elimina? ¿Acaso tolera el mal porque
también está en El? ¿Con qué derecho su Dios lo lleva a decir algo tan
desgarrador como: “Pobre de mí, ¿quién me librará de este cuerpo que me lleva a
la muerte”? (Libro VIII. Cap. V).
Pequeño obispo de Morón, ése es el coraje. Usted, sugerimos, debió
decir: “Sí, pequé. Yo, un hombre entrado en la cincuentena, me vi arrastrado al
pecado de la carne. ¿Qué podemos pedirles a nuestros jóvenes curas? Yo, al
menos, incurrí en la lujuria con una mujer, divorciada y con una vida hecha.
¿Qué tiene de malo? ¿No es peor arrastrar a nuestros jóvenes curas, a los
púberes que alojamos tras las paredes de nuestros monasterios, a vejar niños?
¿No es peor que viejos sacerdotes de vieja y ajada fe también lo hagan?”. Así
habría sido respetado y hasta tendría un lugar en la historia de la Iglesia.
Pero no: usted sucumbió a Santo Tomás de Aquino, que aún es el Padre de la
Iglesia y cuya Summa Teológica es la verdad supre-ma. ¿Qué dice el santo de
Aquino? La Summa consiste en una serie enorme de preguntas que el Santo
responde. Formula la pregunta, luego las objeciones y por fin la solución. Todo
está resuelto ahí. Se ocupa de cuestiones que el obispo de Morón debió consultar
antes de irse a México a bañarse en aguas de lujuria. Por ejemplo: La
abstinencia, ¿Es la abstinencia un mal? La castidad, ¿es la castidad una
virtud? La virginidad, ¿consiste la virginidad en la integridad de la carne?
¿Es ilícita la virginidad? ¿Es la virginidad una virtud? ¿Es la virginidad más
excelente que el matrimonio? Las especies de la lujuria: ¿Es pecado mortal la
fornicación simple? ¿Es la fornicación el pecado más grave? ¿Existe pecado
mortal en los besos y en los tocamientos? ¿Es pecado mortal la polución
nocturna?
Bien, nos detenemos aquí. El obispo Bargalló sabía todas estas cosas.
Sabe que la Iglesia cree en Santo Tomás. Entonces, ¿por qué abandonó la
abstinencia? La castidad. ¿Ignoraba que la virginidad es una virtud? ¿Cómo se
entremezcló con una divorciada? ¿Ignoraba que la fornicación simple y la
compleja y vaya a saber cuántas más son pecado? ¿Ignoraba que los besos y los
tocamientos son lujuria? ¿En cuántos besos y tocamientos incurrió con esa
divorciada? ¿Por qué hizo lo que hizo? ¿Acaso por evitar el pecado mortal de la
polución nocturna del que sólo se huye por medio de la fornicación simple?
Entre San Agustín y su corazón desgarrado y Santo Tomás y sus leyes
inquisitoriales se mueve la Iglesia. El cardenal Bergoglio dijo que había
“tristeza en la Iglesia” por las acciones del obispo de Merlo. El cardenal
Bergoglio debe tener la Summa de Aquino clavada en el centro de su corazón,
aniquilándolo. La Iglesia debe volver a la angustia agustiniana y –con ella–
entrar en el siglo XXI. Debe también volver a la humildad del profeta de
Nazareth y su desdén por las riquezas y decidirse a luchar contra la pobreza y
la injusticia. De lo contrario morirá. Y si persiste en seguir como hasta ahora
sería deseable que lo haga o que, al menos, se vuelva impotente y deje al mundo
seguir su rumbo, hacia el desastre o hacia la vida, pero sin castradores
medievales.
Introducción
En primer lugar la castidad no es una agresión a la
condición humana, a menos que se reduzca la
“condición humana” a una mera naturaleza carnal. Luego, la castidad tampoco
se trata “de un cerrojo a la naturaleza
del cuerpo que tiene tantos derechos como el espíritu” ya que el ser humano
es uno solo y no tiene dos sustancias separadas (carne y espíritu) sino
consustanciales. Así, el planteo del autor se vuelve platónicamente dualista,
separatista.
Siguiendo el argumento esgrimido por el filósofo argentino
podríamos invertir la pregunta que plantea y decir por ejemplo: ¿por qué no respetar la castidad acaso el
espíritu no tiene los mismos derechos que la carne? Como vemos, comenzamos siendo
muy fácil e innegablemente entretenido ofrecer esta humilde respuesta. Por otro
lado, resulta llamativo que se diga que la Iglesia tiene “súbditos” cuando quienes
lo dicen, a veces, sirven con un contrato al estilo del vasallaje medieval a
una ideología absolutista que se basa en la fuerza de discursos emocionales y
la mentira.
I parte: San Agustín
Es importante resaltar que se refiere al santo con
una valoración positiva, pero es irreal que “Confesiones” se trate de una
amarga queja en analogía con la historia de Job, que por lo visto tampoco
comprende bien Feinmann ya que Job nunca maldice a Dios y es muy distinto el
planteo del libro de Job al de Agustín. Veamos el texto agustino. Libro II, 1:
Quiero hacer memoria de mis
pasadas fealdades y de las corrupciones carnales de mi alma, no lo hago para
regodearme en ellas, sino por amor tuyo. Dios mío. Y lo hago por amor de tu
amor, Voy a evocar mis caminos llenos de perversión con este poso de amargura
que supone remover estos recuerdos. Los evoco para que tú repitas tus dulzuras
conmigo, tú que eres dulzura sin engaño, dulzura dichosa y garantizada. También
espero que me recompongas de la fragmentación en que estuve escindido al
apartarme de ti, que eres la unidad e ir tras mi propia difuminación en el
mundo de la multiplicidad. En distintos momentos de mi adolescencia me abrasó
la fiebre causada por el hartazgo de las realidades de rango inferior. Tuve,
asimismo, la osadía de internarme en la espesura de amores diversos y sombríos.
Quedó ajada mi hermosura y me convertí en un ser infecto ante tus ojos, por
darle gusto a las complacencias personales y por desear quedar bien ante las
miradas humanas.
La memoria de Agustín se llena de amargura al
recordar el pecado, pero no lo hace como haría un pervertido o un reprimido
sino como un cristiano que se expresa plenamente en armonía de su ser porque el
Señor es su dulzura sin engaño, dulzura dichosa
y garantizada. San Agustín confronta la amargura del pecado pasado
con la dulzura de la santidad presente. De ninguna manera se trata de una queja
sino de una confesión por su pasado con un sentido didáctico. El santo reconoce
que se marchitó su hermosura por buscar la aprobación meramente humana.
Resulta curioso que un filósofo como Feinmann que conoce
tanto de Georg Hegel haga una eiségesis (no exégesis, sino eiségesis: interpretar
un texto desde sus propias ideas) emocional y sesgada del texto del Libro II, 1
de san Agustín.
El mismo error comete cuando comenta la siguiente
cita, muy sacada de contexto. Veamos una parte del Libro III, 1:
Llegué a Cartago, y a mi alrededor chirriaba por
doquier aquella sartén de amores depravados. Todavía no amaba, pero amaba el
amar y con secreta indigencia me odiaba a mí mismo por verme menos indigente. Por
aquella época yo no amaba todavía, pero deseaba amar, y hallándome en un estado
de penuria más íntima, estaba resentido conmigo mismo por no ser lo bastante
necesitado. Andaba a la búsqueda de un
objeto de amor, deseoso de amar. Me
asqueaba la seguridad y me aburría el camino sin trampas(1). Interiormente sentía hambre por estar
alejado del alimento interior, tú mismo, Dios mío (…).
En ese tiempo Cartago era una gran ciudad que
disputaba con Alejandría el 2º lugar de todo el imperio en población, riqueza y
letras. Aquí, nuevamente, Agustín nos va a decir lo mismo que ya comentamos
pero ahora en un relato en que al final nos cuenta las consecuencias que sufrió
por su vida anterior: para ser luego azotado con las varas de hierro candente, provocados por celos, sospechas, temores, corajinas
y peleas. El santo parafrasea Ga 5,19-21, es una realidad
que, actualmente y por desgracia, encontramos intensamente p.e. en el ámbito de
la farándula barata de la TV, radio, teatro y gráfica basuras.
Por otro lado, en su época el retórico ya había
perdido su antigua función política y civil y por tanto se dedicaba a la
enseñanza. Por eso, es cierto lo que comenta Feinmann acerca de la atractiva
prosa agustina en cuanto a un carácter erótico, pero esto lo decimos en cuanto
a lo atractivo de su estilo y no a la imaginería de algún “viejo verde” que
trata de ver en el texto lo que el texto no menciona. Concretamente, el
erotismo literario de Agustín tiene que ver con la forma, cualquiera sea el
contenido, es una retórica atractiva.
Lo mismo repite Feinmann y persiste en su error
comentando la siguiente cita del Libro VII, Cap. III:
(…) Trataba de comprender una cosa que había oído:
que el libre albedrío de la voluntad es la causa de que nosotros obremos el mal,
y tu rectitud de juicio(2) era
la causa de que lo padeciéramos. Pero no era capaz de ver con claridad este
punto. (…) Pero yo volvía a la carga preguntándome: "¿Y a mí quién me ha
hecho? ¿No ha sido mi Dios, que es no sólo bueno, sino que es el bien mismo?
¿De dónde me viene el querer el mal y no el querer el bien? ¿Me ocurre esto para
sufrir un castigo merecido? ¿Quién sembró en mí este semillero de amargura(3), si
he sido hechura total de mi Dios que es dulcísimo? Si el autor ha sido el
diablo, ¿de dónde procede el diablo? Pero si es el diablo habiendo sido ángel
bueno se hizo diablo por su mala voluntad, ¿de dónde procedió aquella mala
voluntad que le convirtió en diablo, si el ángel fue creado en su totalidad por
un Creador buenísimo?" En esta tolvanera de pensamientos volvía a hundirme,
veía que me ahogaba, pero no me sentía arrastrado hasta aquel infierno del
error donde nadie te confiesa(4), y
donde juzga el hombre que es preferible que tú padezcas el mal, que el que lo
ejecute el hombre.
Feinmann contextualiza esto con un Agustín púber de
16 años y eso no es cierto porque las “Confesiones” dan cuenta de un paneo por toda
la vida del santo, desde su niñez (cuando robaba peras), anterior a su
adolescencia, hasta el momento de su escritura. San Agustín comenzó a enseñar en Cartago a los 21 años y lo hizo
hasta los 29 años.
También afirma Feinmann que conoce bien
“Confesiones” (¿!). A esta altura si tuviéramos que considerar sólo este
malogrado artículo de José Pablo Feinmann diríamos que su autor tiene un severo
problema de comprensión de textos o maneja pésimo los signos de puntuación
cuando escribe, aunque queda claro que no entiende lo que lee o lo distorsiona
deliberadamente. Lo que Agustín decía antes, en el Libro III se refería a su
época de estudiante. De más, casi, está decir que Agustín se entristece por su
vida pasada de hombre inclinado a las sensaciones y se alegra de su vida
presente, cuando escribe las “Confesiones”, un hombre de Dios que se deprime
recordando sus pecados porque los aborrece, no se gloría en el error como insinúa
Feinmann (o como hacen algunos cristianos no renovados verdaderamente).
Con respecto al origen del mal Agustín reconoce que
no podía esclarecer el origen del mal desde el neo platonismo que lo alejó de
los maniqueos y lo acercó a la Iglesia, porque es opaco con respecto a la Creación.
Sigue Feinmann con su catálogo de eiségesis con
respecto al Cap. V del Libro VII que, en realidad, se trata de un texto bien
teológico en donde el doctor de Hipona se pregunta las cosas que se pregunta
todo teólogo en todas las épocas. Agustín lo plantea de un modo platónico como
si Dios hubiera creado el mundo a partir de una materia coexistiese con Él: (…) ¿De dónde viene, entonces, el mal? ¿Viene,
tal vez, de la materia de donde las hizo, una materia mala, y al darle a ésta
forma y proporción, dejó en ella algo que no transformó en bien? ¿Y por qué pudo
ocurrir una cosa así? ¿Es que siendo Dios todopoderoso, se vio impotente para transformarla
y cambiarla en su totalidad, de modo que no quedaran residuos del mal? (...)
Agustín no logra dilucidar el misterio de la
Creación porque no considera el dato de la Revelación: Dios creó el mundo de la
nada (creatio ex nihilo). Dios creó
el mundo libremente y le dio al ser humano libertad. Pero el santo reconoce
aquí que buscaba mal el origen del mal: Andaba yo
buscando el origen del mal, pero lo buscaba mal. Ni siquiera veía el mal que
radicaba en mi método de buscarlo. Pero esto último no lo cita
Feinmann sino que sacó brutalmente de contexto las frases del filósofo Agustín
dándole un sentido equívoco al texto. Además, san Agustín se plantea de qué
sirve buscar intelectualmente el origen del mal si se obra mal.
Luego, Feinmann sigue diciendo que Agustín es un
púber, cuando el texto nos ha mostrado años de la vida del santo. Acá queda
confirmado que no ha leído bien las “Confesiones” que dice conocer desde su
juventud universitaria y hasta el día de hoy (¿!). En el libro VIII el doctor
nos habla de Roma y de san Ambrosio. Agustín se traslada a Roma en el 384, es
decir, a los 30 años y será bautizado por san Ambrosio en el 387.
Por último, con respecto al doctor de Hipona, Feinmann realiza un
sumario de toda su equívoca reflexión con las “Confesiones” coronándola con una
falacia: “el mal está en Dios”. Algo que de ninguna manera dice san Agustín
sino exactamente lo contrario. Por otro lado, descontextualiza la frase paulina
que cita el santo: ¡Infeliz de mí!
¿Quién me libraría de este cuerpo mortal sino tu gracia, por medio de
Jesucristo nuestro Señor? (Libro VIII, cap. V, 12).
La gracia de Jesucristo nos libera del pecado. Es esa misma gracia la
que se armoniza con nuestra libertad para ser cristianos que expresan su
esencia en la existencia, de ninguna manera se pueden cometer actos aberrantes (como
la pedofilia que denuncia Feinmann) cuando Cristo habita en nosotros y nosotros
habitamos en Él, los actos aberrantes se producen porque quienes los cometen no
se han renovado auténticamente sino que han dado lugar a una cierta
“mecanización” o “automatización” de la voluntad en una moral “de papel” o
literalmente no conocen por experiencia personal quién es Jesucristo. De
ninguna manera la castidad conduce a la inmoralidad sino que son los malos pensamientos
afianzados y afirmados en el corazón los que engendran las malas acciones.
Las “Confesiones” (Confiteri) no
son quejas (como interpreta pésimo Feinmann) sino una expresión del corazón
hacia Dios llena de humildad y gratitud, es una alabanza al Señor. Magnus es, Domine (eres grande, Señor).
Además, san Agustín escribió específicamente sobre la castidad:
ü
La bondad del matrimonio
ü
La santa virginidad
ü
La continencia
ü
Las uniones adulterinas
Hasta acá llegamos, es posible que Feinmann, un filósofo con poco aporte
al mundo para ser llamado así(5),
parta de la premisa nihilista de que “todo es interpretación porque la realidad
no existe”, y así interpreta las “Confesiones” como se le antoja, en alegoría
libre. Pero Nietszche (que si fue un filósofo y no un filosofastro de cafetín, como él mismo dice en “Más allá del bien y
del mal”) se equivoca cuando no considera los dramas humanos al predicar que “todo
es interpretación”, que al final es ideológico, sólo una premisa y no una conclusión,
porque al que ha perdido una pierna o a un ser muy querido o cualquier otro
drama humano resulta ridículo decirle que “los hechos no existen y que todo es
interpretación”, sin duda necesitará re significar la realidad que vive, realidad
e interpretación ¡ambas cosas! Un tema que, de cualquier manera, quedará para
un desarrollo posterior a esta pobre respuesta al artículo referenciado.
Para comprender más de la vida, pensamiento y obra
de san Agustín recomendamos leer la Carta Apostólica “Agustinum Hipponensem” de
Juan Pablo II:
¡Palabra viva! ¡Gloria a Dios!
Mauricio Shara
Bibliografía:
San Agustín, “Confesiones”, BAC, Madrid, 1997
Juan Pablo II, Carta Apostólica “Agustinum Hipponensem”,
1986
Ramón Trevijano, “Patrología”, BAC, Madrid, 2009, 292-309
Fernando Figueiredo, “Vida y pensamiento de los
Padres”, Lumen, Buenos Aires, 2007, 161-196
(1) Cf. Sabiduría 14,1
(2) Salmo 118,137(4) Salmo 6,6
(5) Tanto el filósofo como el teólogo son una calidad que trasciende los estudios y los títulos, lo cual no significa prescindir de ellos sino trascenderlos.
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