"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

1 de mayo de 2011

II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia. Ciclo A

Hechos 2, 42-47
SR 117, 2-4.13-15. 22-24
I Pedro 1, 3-9
Juan 20, 19-31


El santo Evangelio que la Liturgia nos propone en este segundo domingo de Pascua es ciertamente uno de los textos más conocidos, discutidos y apreciados: el encuentro de Jesús Resucitado con el apóstol Tomás. Los planos de lectura puestos a la luz por los Padres de la Iglesia son múltiples: también la inspiración artística se ha cimentado en el ponerlos plásticamente de frente a nuestros ojos, para darnos una idea  más clara de lo que sucedió “ocho días después”, la primera aparición del Resucitado a los discípulos congregados en el Cenáculo.

Pero más que todo, tiene una fascinación misteriosa la frase que Jesús dirige a Tomás, después de que este lo reconoce como  “Señor y Dios” y que debemos referir no tanto a los discípulos – los cuales han visto– si no más bien a aquellos que se les  agregaron  después, y por lo tanto a nosotros: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!». (Jn 20,29)

La atención, que etas palabras provocan, aparece todavía más paradójico si se piensa que, al autor de este texto, el Señor había sugerido aquello que puede ser justamente considerado como el método cristiano: «Venid y  lo veréis» (Jn 1,39). ¿Cómo se pueden por lo tanto conciliar estas dos frases de Jesús que están idealmente enmarcando todo el cuarto evangelio? ¿Tal vez el Señor ha decidido al final, de cambiar el proprio método? ¿y qué cosa significa “no ver”?.

La referencia temporal de los “ocho días después”, y por lo tanto al domingo sucesivo a la  resurrección, nos permite enlazar nuestra reflexión a uno de los himnos eucarísticos mas significativos, compuesto por otro Tomas, de Aquino. En el Adoro Te devote, en referencia a la Eucaristía, leemos de hecho: «Al juzgar de Ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto; Pero basta el oído para creer con firmeza». La combinación de estas palabras al Evangelio del día, se puede justamente afirmar que a nosotros no ha sido excluida la experiencia del “ver”, pero, a diferencia del Apóstol Tomás, que ha podido meter los propios dedos en las llagas de las manos y en el costado de Cristo, de lo que hoy nosotros hacemos experiencia, lo podemos comprender solo a la luz de la fe, custodiada y trasmitida por la Iglesia, nuestra Madre y Maestra.

Lo que nosotros “no vemos” es por lo tanto el Cuerpo glorioso del Resucitado; pero hoy nos ha dado la posibilidad de “escuchar” la Palabra de Dios y el Magisterio de la Iglesia y entonces de “ver” el cuerpo real de Cristo que es la Eucaristía, de “ver” su Cuerpo místico que es la misma Iglesia, de “ver” la vida de tantos hermanos – más allá de la nuestra– que después de haber encontrado al Señor de modo misterioso, pero real, han renacido en su Espíritu.

Por esto nosotros, como Tomás, somos llamados por Cristo a llenar con nuestras manos las llagas dejadas por los instrumentos de la pasión en su cuerpo, para poder ser testigos y anunciadores de la resurrección, junto a al anuncio verbal con nuestra misma vida. Nuestros sentidos podrían engañarnos, pero nosotros sabemos de haber encontrado el Resucitado y de haberlo reconocido.

La esperanza cierta que Pedro nos dice  – aquel mismo que en la noche en la cual el Señor fue traicionado, lo renegó tres veces por miedo a morir–  se convierte así plenamente comprensible: «Exultáis de alegría inefable y gloriosa » (cfr. 1Pr. 1,8), porque bienaventurados son aquellos que «no han visto» al Señor Resucitado, pero viendo la alegría de sus discípulos «han creído» en Él.

Fuente: Congregatio pro Clericis

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