Homilía de monseñor Martín de Elizalde, obispo de Nueve de Julio, en la celebración del Domingo de Ramos (Iglesia Catedral, 17 de abril de 2011)
Queridos hermanos y hermanas:
¿Qué significado tiene que nos hayamos encontrado esta mañana en la plaza, frente al templo, y desde allí ingresáramos todos juntos en él, cantando con alegría y agitando los ramos en nuestras manos? ¿Estamos reproduciendo un hecho del pasado, único es verdad, con el cual queremos identificarnos, o más bien deseamos mostrarnos partícipes, espiritualmente presentes en ese lugar y en ese tiempo, como lo estamos ahora en el nuestro? ¿Somos conscientes, seriamente conscientes, de lo que significa cuanto estamos haciendo, que no es una mera representación ni tampoco la entrega de los ramos bendecidos, solamente, para que los llevemos a nuestras casas, como una prenda de bienestar y de felicidad? En nuestra celebración litúrgica de hoy, en su mismo desarrollo y por los espléndidos textos que la Iglesia nos propone, podemos distinguir tres momentos, o pasos, que recorremos con fe. Ojalá, queridos hermanos, lo hagamos con la mayor atención y dedicación, para recibir su riquísimo y tan necesario mensaje, la palabra que Dios nos dirige en esta ocasión a todos y a cada uno de nosotros.
Hemos comenzado congregándonos en un punto central, como es la plaza y frente a la catedral, venidos de los cuatro horizontes de la ciudad. Allí se bendijeron los ramos, primero, para que después de la lectura del Evangelio que narra la entrada de Jesús en Jerusalén, ese signo de bienvenida y de gozo acompañe la iniciación del cumplimiento de las promesas mesiánicas: Jesús llega como Rey y Salvador, y nuestra acogida no es solamente para un encuentro humano o para recibir aquellos remedios y alivio que todos necesitamos. Los ramos benditos hablan de nuestra fe y de nuestro deseo de acoger al Señor. Con ellos iniciamos la procesión; marchamos con Jesús, nos identificamos con Él, asumimos lo que Él nos viene a traer, buscando ser cómo Él. El gesto de caminar encolumnados nos presenta a los ojos del mundo cubiertos con el manto de la fe que compartimos, del nombre de cristianos que llevamos, y haciendo este camino con Él, nada de lo suyo podrá sernos ajeno. Nos disponemos a acompañarlo, a tomar nuestra parte de cruz y entregar nuestro esfuerzo y nuestra sangre, como lo hizo Él. Y al llegar junto al altar del sacrificio, ofrecemos la Eucaristía, donde la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús son presentes y eficaces para borrar el pecado del mundo y abrirnos la puerta de la vida eterna. En este día tan grande, en el umbral de la Semana de Pascua, recibamos en el corazón el don que nos entrega el mismo Hijo de Dios, para alabanza del Padre, por la acción del Espíritu Santo. No reduzcamos esta celebración al signo del ramo de olivo que llevamos a nuestra casa – es solo un signo, que si no remite a la totalidad del acontecimiento salvífico, nada significa, ni, en el otro extremo, separemos la bella y elocuente entrada procesional del sacrificio eucarístico, como si buscáramos el mínimo de esfuerzo y de presencia, participando de la Misa sin encontrarnos entre quienes aclaman a Jesús, y se unen a Él con sinceridad.
Seguramente entre quienes salieron ese día a las calles de Jerusalén había diferentes actitudes y conductas. Estaban los curiosos, tal vez los más sabios según la carne pero los más ignorantes acerca de los verdaderos caminos de Dios; estaban los sacerdotes y doctores, que veían con temor esta nueva predicación que abría horizontes nuevos a la fe y a la práctica religiosa; también estaban los que fueron testigos de sus milagros, habían experimentado su misericordia y su bondad, y querían conservarse cerca de la fuente de aquellos beneficios, tanto espirituales como también materiales. Y un grupo, seguramente reducido, de discípulos, preparados ya para ser testigos de la obra redentora, aún en medio del temor y de la duda, y que recién con la efusión del Espíritu divino llegarían a ser el fundamento de la Iglesia, trasmisores de la verdad del Evangelio y formadores de las conciencias. Por eso nuestra presencia aquí exige la definición del amor de Dios, de la adhesión personal a Cristo y de la perseverante fidelidad al Espíritu Santo.
Desde esta perspectiva de fe la recepción de Jesús por el creyente en este día de Ramos se despliega hasta cubrir la totalidad de la historia y también el conjunto de la vida de cada hombre y de cada mujer. Debemos recibir al Señor como entonces lo hicieron aquellos judíos presentes en Jerusalén, que abrieron de verdad su corazón y reconocían el don que Dios les hacía: el amor ofrecido desde el inicio del universo por el Padre Creador, expresado en el sacrificio que redime por la entrega del Hijo que obtiene para nosotros el perdón. Por eso, la Semana Santa se abre con esta entrada, para que podamos expresar la acogida que hemos de tributar al Hijo de Dios. Recibirlo hoy, no como una simple representación de algo que pasó, sino en el presente de la comunión y de la fidelidad: amor compartido con Jesús y en la Iglesia, con todos los hermanos, en el signo sacramental de la Eucaristía, con los lazos fraternos de la Iglesia, con el fermento del Pan de Vida y la saciedad espiritual del vino convertido en Sangre de Cristo, para desde allí vivir la unidad y lanzarnos a la misión. En fin, saber que nuestro encuentro de hoy con el Salvador que llega, manso y humilde, es para recibirlo siempre, y para siempre, desde ahora hasta la eternidad, para un encuentro que no ha de interrumpirse ni cesar: amor comprometido, en el cual los esfuerzos de este tiempo se convierten en semillas de eternidad, y son anticipo de lo que nos está prometido en la vida del cielo, y se muestran en la fidelidad al Evangelio y en la santidad de la Iglesia.
Una simple consideración final: ¿Porqué somos tantos hoy aquí en este templo, y en los demás días de la Semana pascual, que son tan significativos como este, no nos reunimos con la misma fidelidad, con el mismo entusiasmo?¿Acaso apreciamos más la ramita de árbol que nos llevamos que la comunión al Cuerpo de Cristo, recordada el Jueves Santo, la adoración de la cruz y el relato evangélico de la Pasión, el Viernes, la manifestación por el fuego, la luz y el agua, de los signos sacramentales que nos dan la vida, en la Vigilia pascual? María Santísima, que guardaba en su corazón virginal las palabras y los acontecimientos de la vida de su Hijo, que fue tal vez la única capaz de comprender el significado cabal de la entrada en Jerusalén del Mesías, nos ayude a vivir con profundidad los misterios de estos días, y despierte a nuestras almas para que seamos constantes en la escucha del Verbo y en la aplicación de sus enseñanzas, especialmente en estos días santos de la Pascua.
Mons. Martín de Elizalde, obispo de Nueve de Julio
Fuente: AICA
EXCELENTE LA REFLEXION DE ESTA HOMILIA DE MONS.
ResponderEliminarELIZALDE. LAS PALMAS Y LOS OLIVOS, SON SIMPLES
SIMBOLOS QUE NOS RECUERDAN EL JUBILO DE LA ENTRA-
DA DE JESUS EN JERUSALEM. EN CUANTO A LA EUCARIS-
TIA O COMUNION, ES EL MISMO CUERPO Y SANGRE DE JESUS QUE NOS DEJO COMO ALIMENTO Y BEBIDA DE SAL-
VACION. TRISTE ES CECIRLO, PERO LA IGLESIA TIENE
LA CULPA, DE QUE LA GENTE SE AGOLPE EN LOS TEMP-
PLOS SOLO PARA SEMANA SANTA Y LUEGO NO APAREZCA MAS POR LOS MISMOS.
HAY MUCHO POR HACER TODAVIA...!
ETELVINA