Homilía de monseñor Marcelo Raúl Martorell, obispo de Puerto Iguazú para el Miércoles de Ceniza (9 de marzo de 2011)
La Cuaresma nos ofrece un camino de cuarenta días y cuarenta noches; un largo camino de purificación del corazón. El miércoles de ceniza el sacerdote signa las frentes de los fieles con la oración “eres polvo y en polvo te convertirás” (Gén. 3,19). Estas palabras dichas a Adán por primera vez a causa del pecado, las repite hoy la Iglesia a todos los cristianos para recordarles tres cosas: “que venimos del polvo, que somos pecadores y que vamos a morir”.
Que venimos del polvo, significa que somos nada. Esto también nos lo recuerda el Salmo 39: “Señor mi existencia es nada ante ti”. ¡Cómo necesita hacerse añicos el orgullo del hombre frente a esta verdad, sabiendo el hombre que no es nada ante Dios y que es también pecador! La Iglesia invita a todos sus hijos hoy miércoles de ceniza e inicio de la Cuaresma a inclinar sus cabezas para recibir las cenizas en señal de humildad, para pedir perdón por todos sus pecados, recordándoles que en pena de sus pecados un día tendrán que volver al polvo.
El pecado y la muerte son frutos amargos e inseparables de la rebeldía del hombre frente a Dios: “Dios no creó la muerte, ella vino al mundo mediante el pecado (Rom. 6, 23). El hombre lleva dentro de sí el germen de la vida eterna, ha sido creado para la alegría, la santidad y la vida eterna (GS.18). Por eso la Iglesia al hacernos meditar estas realidades dolorosas no trata de hundir nuestro espíritu en una visión pesimista de la vida, sino más bien abrir nuestros corazones a la verdad del hombre, al arrepentimiento y a la esperanza.
Si la desobediencia de Adán ha traído estas realidades al mundo, la obediencia de Cristo las ha salvado. Y es por esto que la Cuaresma prepara a los fieles a la celebración pascual, en donde Cristo salva al hombre del pecado y de la muerte eterna y transforma nuestra muerte corporal en un paso a la vida verdadera. El pecado y la muerte son trasformados por Cristo muerto y resucitado y el hombre está invitado a participar de esta victoria cuanto más participe de la muerte y resurrección del Señor.
“Convertíos a mí de todo corazón, en ayunos, en llanto y gemidos; rasgad vuestros corazones y no vuestras vestiduras” (Joe l 2, 12-13). El elemento esencial al que nos llama la Cuaresma, es la contrición del corazón: un corazón roto, golpeado por el arrepentimiento del pecado, un arrepentimiento que incluye el deseo del cambio de vida. Todo hombre está llamado a esta realidad: “volver a Dios con más plenitud y verdadero fervor venciendo las debilidades y flaquezas que disminuyen nuestra orientación total a Él.
La Cuaresma es el tiempo clásico de esta renovación espiritual. Pertenece a cada cristiano hacer de él un momento decisivo para la historia de la propia salvación personal. No sólo el que está en pecado mortal tiene necesidad de esta conversión; toda falta de generosidad, de fidelidad a la gracia impide la amistad íntima con Dios, es un rechazo a la gracia que enfría la relación con Dios. Es un rechazo de su amor y por lo tanto exige arrepentimiento y conversión, exige una reconciliación con Dios y con el hermano.
¿Cuáles son los esfuerzos cuaresmales de la conversión? Son la limosna, la oración y el ayuno con disposiciones del corazón que los haga eficaces. La limosna “expía los pecados” (Ecl. 3,30) cuando es realizada con la intención única de agradar a Dios y de ayudar a quien está necesitado y no para ser visto y alabado por los demás. La oración une el corazón del hombre con Dios cuando ella brota del corazón sincero y no cuando son puras palabrerías. El ayuno es un sacrificio agradable a Dios y redime las culpas si va acompañado de una verdadera actitud interior y es una privación por amor y por la actitud del corazón, “el Padre que mira en lo secreto te recompensará” (Mt. 6,4.18) es decir te perdonará los pecados y te concederá la abundancia de la gracia.
Que la Virgen Madre nos ayude en este camino de conversión.
Mons. Marcelo Raúl Martorell, obispo de Puerto Iguazú
Fuente: AICA
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