"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

18 de marzo de 2011

Mons. Martín de Elizalde: "ser fieles a las enseñanzas del Maestro para decir a todos las maravillas del Señor"


Mensaje de monseñor Martín de Elizalde OSB, obispo de Nueve de Julio, en el tiempo de Cuaresma (marzo de 2011)

“Con Cristo han sido sepultados en el Bautismo, con él también han resucitado” (cf. Col 2, 12)

 
Queridos sacerdotes y diáconos, religiosos y religiosas, hermanos y hermanas:

La cita del Apóstol San Pablo, con que el Papa Benito XVI comienza su mensaje para la Cuaresma 2011, nos recuerda la centralidad del misterio bautismal. El Bautismo procede de la muerte, sepultura y resurrección de Jesús, y por él, nosotros mismos morimos con Cristo, somos sepultados a toda forma de pecado y resucitamos a una vida nueva. El Bautismo ha sido entregado a la Iglesia, para que, conferido a los fieles, como fruto y resultado de la llamada misionera a difundir el Evangelio, haga discípulos en todos los tiempos y lugares. La celebración pascual, incluyendo la prolongada preparación del tiempo de Cuaresma, con su poderoso simbolismo bautismal, nos pone cada año, en estas fechas tan centrales del Año litúrgico, en el núcleo de la fe de la Iglesia: el Hijo de Dios dio su vida por nosotros, y nos ha incorporado a su pueblo y familia, a su Cuerpo, haciéndonos hijos de Dios, y llamándonos a la vida eterna, junto al Padre. En esta reflexión, que les ofrezco calurosamente como una invitación dirigida a todos ustedes, seguiré algunas de las líneas de pensamiento que el Papa nos propone en su mensaje cuaresmal, disponiéndolas en cuatro pasos o momentos, que nos llevan desde la fe recibida y la conversión a la comunión de santidad en la Iglesia, que es esperanza y anticipo de la vida eterna. Pues esta es la vocación del cristiano: llamado en esta vida a ser discípulo y seguidor de Jesús, para transformar el mundo con su generosidad y su testimonio, de esa manera debe anticipar y difundir la felicidad verdadera, la misma que, en verdad, solo podremos alcanzar en plenitud cuando seamos admitidos al Reino de Dios. Estamos presentes en el mundo, somos responsables de nuestros hermanos, pero destinados a una realidad más plena y perfecta, la vida divina, que ya nos ha sido dada por los misterios que celebramos en la Iglesia.

Quisiera poder expresar con claridad y sencillez la profundidad del misterio que celebramos, participando en la liturgia (1). Cuanto recordamos con fe en este tiempo santo, no es una piadosa recordación solamente; nosotros hacemos con el Señor Jesús este mismo camino, que Él asumió por amor. El pecado es nuestro, como es nuestra la limitación de la voluntad y la pobreza de los deseos y propósitos. De allí procede la cruz que Jesús cargó, y que a nosotros nos cuesta tanto llevar, como si se tratara de algo impuesto y no de la consecuencia del pecado que hemos cometido. La Pascua de Jesús redime nuestra condición humana (2), vence el pecado del mundo, restablece la armonía de la creación entera y da paz a los corazones, y ese anhelo, escrito misteriosamente en nuestro interior, nos confirma en la búsqueda de Dios y nos introduce en la conversión de vida  - la muerte y sepultura a todo lo que nos separa del Bien. El Bautismo (3) nos otorga la vida divina y nos incorpora a la Iglesia, a la comunidad de amor congregada en torno del Resucitado, de quien las palabras y los gestos, las enseñanzas y los milagros que acompañaron su vida en la tierra, son reconocidos ahora en la perspectiva de la eternidad, en la dimensión de la salvación. Y así llegamos a la Resurrección, presente en la fe por la acción del Espíritu Santo (4), quien nos acompaña en la peregrinación terrena hasta llegar a la eternidad bendita, que entrevemos en la liturgia que celebramos y anticipamos en la esperanza con que esperamos ser recibidos en el Reino.

Estos cuatro momentos de nuestro camino cristiano, litúrgico, creyente, de comunión y de esperanza, son el programa que nos propone la Cuaresma, para alcanzar con gozo y con fruto la Pascua del Señor Resucitado.

1. LA LITURGIA PASCUAL

“La comunidad eclesial, asidua en la oración y en la caridad operosa, mientras mira hacia el encuentro definitivo con su Esposo en la Pascua eterna, intensifica su camino de purificación en el espíritu, para obtener con más abundancia del misterio de la redención la vida nueva en Cristo Señor”
(S. S. Benito XVI: Mensaje para la Cuaresma 2011, Intr..)

Durante el Año litúrgico la Iglesia celebra “con un sagrado recuerdo la obra salvífica” del Señor Jesús, y “cada semana, en el día que llamó ‘del Señor’, conmemora su Resurrección, que una vez al año celebra, junto con su santa Pasión, en la máxima solemnidad de la Pascua” (Conc. Vaticano II: Const. Sacrosanctum Concilium, 102). La celebración pascual es el centro hacia el cual confluye el culto litúrgico, pues así como la Resurrección gloriosa de Jesús, con la enseñanza del Espíritu, da una “mayor comprensión” de los hechos y dichos del Señor (cfr. Const. Dei Verbum, 19), el acontecimiento pascual, celebrado en la Iglesia con fe, ilumina los misterios, fundamenta el seguimiento de los discípulos y los sostiene en la esperanza. “La misión de Jesús se cumple finalmente en el misterio pascual: aquí nos encontramos ante el ‘Mensaje de la cruz’ (1 Co 1, 18)” (S. S. Benito XVI: Exh. apost. Verbum Domini, 12)

Desde el comienzo de la Cuaresma se escucha la llamada a la conversión y se trasmiten las enseñanzas de Jesús y su invitación a conformar la propia vida a la condición de ciudadanos del Reino. La dura experiencia del desierto –los cuarenta años del éxodo del pueblo judío, en busca de la libertad en la Tierra prometida–, que tiene su paralelo con el retiro de Jesús en el monte durante cuarenta días (Mt 4, 1-11; Mc 1, 12-13; Lc 4, 1-13), no es una prueba solamente, ni un castigo, es expresión de un deseo, de una búsqueda ardiente, y a la vez ejercicio siempre renovado de fidelidad y de perseverancia. En el término de la misma se encuentra la esperanza luminosa del encuentro con Dios, que es Padre, como el hijo pródigo que, después de abandonar su casa y su herencia, las recupera acrecentadas, y su dolor se transforma en gozo (cf Lc 15, 11-32).

La celebración cuaresmal, con su ritmo catequístico, sus estaciones en el proceso bautismal de incorporación a la Iglesia, que cada alma cristiana es invitada a recorrer nuevamente, año tras año, adquiere su sentido más pleno con la espléndida riqueza de la Vigilia pascual. Recordemos algunos pasos de la liturgia de esa Noche santa, que corona la espera y da razón del esfuerzo realizado: El simbolismo del fuego, del agua y de la luz, la consagración del tiempo –por la inscripción del año corriente en el cirio mismo, con un rito sobrio y sugestivo–, incorporado a la dimensión eterna de la salvación, la síntesis tan rica y variada de la Revelación ofrecida en el ciclo de las lecturas de esa noche y que son introducidas con la alabanza del Pregón pascual, el Exsultet.

La densidad eclesial de esta Noche se sella finalmente con la bendición del agua bautismal –unida a la invocación de los santos– y la aspersión, la renovación de las promesas, y, en fin, la participación en la Eucaristía que nos establece en la comunión con el misterio y con los hermanos de la Iglesia de todo el mundo, con quienes compartimos la fe y la celebración.

Esta visión completa que une lo celestial y lo terreno da sentido a las prácticas penitenciales de la Cuaresma. Estas no son solamente ejercicios ascéticos, - significativos sí, pero que estaríamos equivocados si los viéramos como algo privado, malinterpretando la enseñanza de Jesús sobre la humildad de los que hacen penitencia y ejercen la misericordia. Ellos son los pasos que vamos dando, todos los miembros de la Iglesia, para establecer el reinado de Cristo y su evangelio de caridad, para transformar el mundo y convertirlo a la santidad. La celebración pascual es mucho más que la explosión de la alegría después de la tentación y la prueba, como una reacción humana elemental: es el Gran Anuncio, que la liturgia repite varias veces esa noche, “¡El Señor ha resucitado!”  El mundo ya no es lo que era, oscurecido por el pecado; los hombres hemos recibido la vida y la libertad. La cruz es señal de redención, y la misericordia que procede del amor de Dios se expresa en ese madero, instrumento de dolor y muerte pero hecho llave para abrir las puertas de la eternidad. La persecución que muchos cristianos, hermanos nuestros, sufren en este tiempo en diversos países, es una manifestación del poder del amor, de la fuerza de la vida que resiste y vence a la muerte. Deberíamos avergonzarnos por una mortificación cuaresmal corta y tímida, cuando estos hermanos ofrendan sus bienes, su futuro, hasta la vida, por fidelidad a Cristo. Son combates, que parecen concluir en derrota, porque es la lucha de los pobres y de los débiles e inocentes, pero en realidad terminan en la victoria luminosa de la Pascua, que con alegría y esperanza celebramos en la Vigilia de la Resurrección.

La riqueza del Misterio, la abundancia inconmensurable de su significado y la confianza que ponemos en su fruto, deben ser para los ministros sagrados un estímulo para celebrar con dignidad y respeto. Hemos de resaltar los distintos aspectos, procurando acercar a los fieles a su comprensión, para que lleguen a consumar la vivencia cuaresmal en la Pascua, y prolongar esta Solemnidad de solemnidades en el resto del año, especialmente con la participación eucarística en el Día del Señor. Para ello, invito muy encarecidamente a los Párrocos y demás sacerdotes a ofrecer a los fieles de nuestras parroquias y comunidades oportunidades para participar diariamente en la Santa Misa, y para acercarse al sacramento de la Reconciliación, así como propuestas formativas (conferencias, cursos, lecturas) y de piedad (adoración, celebraciones, Vía crucis, visitas a los templos).

2. LA ASPIRACIÓN POR EL BIEN

“Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de belleza. Sólo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma inquieta e insatisfecha, ´hasta que descanse en Dios´, según las célebres palabras de San Agustín”
(ib., 2)

La búsqueda de la paz encierra todas las aspiraciones del hombre, centradas en procurar el Bien, un bien que no sea parcial ni frágil, ni escaso y perecedero, sino que sea pleno y estable, sólido y abarcante, y que otorgándonos la serenidad y la paz que esperamos, no provoque la envidia ni cause daño alguno a los demás, ni a nosotros nos haga caer en el egoísmo y la indiferencia o nos mantenga en el temor de su pérdida. Esa paz, que nos conduce y nos protege en el verdadero descanso, es la que orientó la vida de los grandes santos, y fue cuando llegaron a Dios que la encontraron. La travesía cuaresmal refleja también las condiciones de la existencia, que vivida sin Dios se convierte en un camino sin esperanza. El proyecto ascético, la orientación hacia Dios, la enmienda de aquello que está mal en nuestra vida, todo lo que es propio del itinerario cuaresmal, se traslada, en la lectura de la historia que hace la tradición cristiana, también a los ámbitos de la experiencia humana. Esta aspiración, que incluso puede ignorarse a sí misma, refleja la búsqueda secreta del alma y nos va acercando, en un ascenso humilde pero constante, que es ya un fruto de la gracia de Dios. “El hombre ha sido creado en la Palabra y vive en ella; no se entiende a sí mismo si no se abre a este diálogo. La Palabra de Dios revela la naturaleza filial y relacional de nuestra vida”, escribe el Papa en la ya mencionada Exhortación apostólica Verbum Domini, y prosigue: “En este diálogo con Dios nos comprendemos a nosotros mismos y encontramos respuesta a las cuestiones más profundas que anidan en nuestro corazón. La Palabra de Dios, en efecto, no se contrapone al hombre, ni acalla sus deseos auténticos, sino que más bien los ilumina, purificándolos y perfeccionándolos. Qué importante es descubrir en la actualidad que sólo Dios responde a la sed que hay en el corazón de todo ser humano” (22-23).

Esta nueva apologética, que ilustra admirablemente una reciente publicación de los obispos de Italia: Carta a los que buscan a Dios (Buenos Aires, San Pablo, 2010), muestra como desde los interrogantes que unen a todos los hombres en su desconcierto (felicidad y sufrimiento, amor y faltas, trabajo y fiesta, justicia y paz), se puede llegar a enfrentar positivamente el desafío de Dios, alimentar una esperanza y descubrir en la Iglesia la respuesta que el mundo necesita y tanto le cuesta alcanzar. El momento litúrgico para enunciar esta búsqueda es justamente el tiempo que ahora estamos viviendo: por la Cuaresma, con sus dudas y sequedades, con la soledad que sufrió el mismo Jesús, que cuestionó hasta el sentido de su muerte, llegando a la hondura del abandono (cf Mt 27, 46; Sal 21, 2), alcanzamos la plenitud pascual.

No desaprovechemos la oportunidad que nos ofrece la Pascua para recordar a los que están agobiados y tristes, cansados y en búsqueda. Cristo murió por todos y es Él quien transforma nuestro dolor en alegría, porque ha cargado con nuestros pecados. La Pascua es celebración de la fe de quienes confesamos que el Señor ha resucitado, y es anuncio de esperanza, invitación y propuesta para quienes están lejos o creen imperfectamente, pero están también redimidos por el sacrificio del Hijo de Dios. Acompañemos la pastoral de este tiempo con iniciativas que ayuden a abrir la difusión del mensaje a todos los sectores, convencidos que en el Evangelio está la respuesta a su búsqueda, y sepamos trasmitir la certeza que la Pascua aporta la vida, la luz y la alegría al mundo. En la gran llamada  a la Misión continental este aspecto es sumamente importante.

3. EL BAUTISMO

“Al renovar las promesas bautismales, reafirmamos que Cristo es el Señor de nuestra vida, la vida que Dios nos comunicó cuando renacimos ´del agua y del Espíritu Santo´, y confirmamos de nuevo nuestro firme compromiso de corresponder a la acción de la Gracia para ser sus discípulos”
(ib., 2)

La Noche pascual participamos en una liturgia bautismal. En ella se impartía antiguamente, y se hace todavía, el Bautismo a los catecúmenos, al término de su camino de preparación espiritual y en la fe; los fieles renuevan las promesas bautismales. Es como un nuevo comienzo, con la inocencia recuperada, los propósitos fortalecidos, reafirmada la comunión de la Iglesia. Por eso también la Cuaresma y la Pascua son ocasión para reflexionar sobre el vínculo entre la gracia de la llamada y la conversión, entre la conversión (cambio de vida) y la entrada en la Iglesia por el Bautismo, entre la ascripción (el sello) sacramental y la continuidad de la respuesta, participando en la santidad y en la misión de la Iglesia.

Reconocemos que la preparación para el Bautismo de los niños que se ofrece a los padres y familiares es, desgraciadamente, muy insuficiente. Es al conjunto de la comunidad cristiana a quienes debemos dirigir, con renovada diligencia, con modos apropiados, pero sobre todo con una profunda fe, que sea de verdad contagiosa e inspiradora, la llamada a la responsabilidad que ella en su conjunto contiene. Responsabilidad de la comunidad, no temamos afirmarlo y reiterarlo siempre, y dentro de ella, en cada familia, de los padres y madres, los abuelos, los hermanos, los amigos, para que la motivación que los lleva a pedir el Bautismo sea la adecuada y sostenida con firmeza, y así encuentren estos niños y niñas en sus hogares y en su medio la asistencia para su fe y se preparen para recibir, en su tiempo, los demás sacramentos de la iniciación cristiana, la Confirmación y la Eucaristía. Las celebraciones pascuales son, decíamos, una oportunidad para hacerlo, recordando el sentido del sacramento y las condiciones para recibirlo con fruto, así como los compromisos asumidos.

Un aspecto muy importante es poner de relieve la dimensión eclesial del Bautismo (y por eso, también de los demás sacramentos), evitando una presentación individualista o privada, la cual excluiría desde el mismo comienzo la responsabilidad de una respuesta participada en la vida de la comunidad, y que tiene en la liturgia, especialmente del Domingo, su manifestación más significativa, con el Pueblo de Dios rodeando el altar del sacrificio pascual.

Por el Bautismo fuimos sepultados con Cristo, y resucitamos con Él; este acontecimiento maravilloso tiene en la Pascua de cada año, y en la Pascua semanal del Día del Señor, su actualización por la liturgia. No es un hecho puntual y que permanece aislado, separado de nuestra respuesta, indiferente al tenor de vida del cristiano, sino que debe ser hecho presente constantemente. Juntamente con la ilustración por la homilía litúrgica de lo que estamos celebrando en estos días, cuando nos encontramos en la administración del mismo sacramento del Bautismo y su preparación, será necesario establecer con claridad el vínculo entre la fe y el sacramento, entre la pertenencia y la respuesta en la práctica.

4. LA RESURRECCIÓN Y LA PRESENCIA DEL ESPÍRITU SANTO

“En síntesis, el itinerario cuaresmal, en el cual se nos invita a contemplar el misterio de la cruz, es   ´hacernos semejantes a Cristo en su muerte´ (cf. Filip 3, 10), para llevar a cabo una conversión profunda de nuestra vida: dejarnos transformar por la acción del Espíritu Santo como San Pablo en el camino de Damasco; orientar con decisión nuestra existencia según la voluntad de Dios; liberarnos de nuestro egoísmo, superando el instinto de dominio sobre los demás y abriéndonos a la caridad de Cristo”
(ib., 3)

La continuidad de la vida bautismal se realiza por la asistencia del Espíritu divino, Espíritu de santidad, que es el alma de la Iglesia y habita por la gracia en los corazones de los fieles. Es el Espíritu el que nos lleva a invocar a Dios, llamándolo ¡Padre! (cfr. Rom 8, 15), y  es el que nos permite seguir el camino que Jesús nos enseña para ser verdaderos adoradores del Padre. Esa adoración, en Espíritu y en verdad, solamente alcanzará su plenitud en el cielo, del cual la liturgia terrenal es imagen y anticipo. La Pascua nos otorga la gracia de adelantar, en la experiencia de esta Noche, la celebración definitiva, y al mostrarnos este signo que la manifiesta, nos invita a avivar en nosotros la certeza de la vida eterna, a orientarnos ya, aquí en la tierra, no hacia metas caducas, sino hacia el encuentro del Bien, verdadero y definitivo. Es la dimensión escatológica; nos la proporciona la comunión del Espíritu Santo, y ella debe estar siempre presente en nuestro peregrinar, para no caer en el temporalismo y ahogarnos en la inmediatez. Pero esta visión no impide el esfuerzo por cambiar el mundo, al contrario, lo inspira con la verdad de lo definitivo, y así podemos ofrecer a nuestros hermanos el tesoro más valioso para el corazón del hombre, el encuentro con Dios.

Igualmente, la presencia del Espíritu Santo da fecundidad a la celebración de los misterios y a la oración litúrgica. Justamente a partir de la festividad pascual, como centro de la participación en el acontecimiento salvífico de la Resurrección, cada Eucaristía y todas nuestras celebraciones, la adoración, la alabanza, la súplica y la acción de gracias, se inspiran y se nutren de la Pascua, y trasmiten en armonía y comunión los dones de la santidad por el sacrificio de Cristo y su Resurrección.

La importancia del lugar que ocupa la Palabra inspirada en la liturgia es también indicativa de la centralidad de la misma, para la fe del creyente, para el ordenamiento y desarrollo de su vida, para el conocimiento de Jesús y la escucha de su mensaje. Esta inspiración, obra del Espíritu Santo, hace que la Palabra sea desde siempre y por siempre enseñanza y guía, y que la atención que le presta la Iglesia es constitutiva de su ser y de su obrar, y la conduce en sus acciones y objetivos. Como enseña el Santo Padre: “Cuanto más sepamos ponernos a disposición de la Palabra divina, tanto más podremos constatar que el misterio de Pentecostés está vivo también hoy en la Iglesia de Dios. El Espíritu del Señor sigue derramando sus dones sobre la Iglesia para que seamos guiados a la verdad plena, develándonos el sentido de las Escrituras y haciéndonos anunciadores creíbles de la Palabra de salvación el mundo” (Verbum Domini, 123).

Atendamos siempre a la condición pneumática (es decir, espiritual) de la Iglesia, confiando que la asistencia del Espíritu, con la riqueza de sus dones, ha de acompañarla siempre, y que la presencia divina, por una liturgia celebrada con veneración y con un corazón abierto, alimente y forme por medio de la Palabra anunciada y que, recibida con unción, conduzca a sus fieles a la unión con Dios, que es la santidad.

Queridos hermanos y hermanas: En una de las celebraciones eucarísticas de la Cuaresma, la Iglesia nos propone como lectura evangélica el pasaje que refiere la pregunta de los discípulos del Bautista a Jesús: “¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos mucho mientras que tus discípulos no ayunan?”. Y el Señor les responde con un argumento que a nosotros nos puede resultar extraño, de difícil comprensión, pero es sumamente elocuente: “¿Acaso los amigos del esposo pueden estar tristes mientras el esposo está con ellos? Llegará el momento en que el esposo les será quitado, y entonces ayunarán” (Mt 9, 14-15). La inclusión de este pasaje en la liturgia cuaresmal, en primer lugar, significa que la mortificación de este tiempo, para el cristiano, además de la dimensión penitencial, correctiva y reparadora, proviene también de una actitud de espera, o mejor, de esperanza, de un deseo intenso de encontrarse con el Señor. En su ausencia fomentamos ese deseo, que la privación de su presencia hace doloroso, pero cuando lo encontramos, cuando nos reunimos con Él, entonces celebramos con alegría, y dejamos atrás las penas y las angustias. En este sentido, la Cuaresma nos prepara para la gran alegría pascual, y la eclosión de júbilo de la liturgia de la Resurrección expresa, en el lenguaje de los símbolos, que hemos llegado a la meta esperada.

Con esa misma y profunda esperanza nos acercamos a la celebración de la Pascua. Renovemos en nosotros la confianza de María Santísima, la alegría de los apóstoles, la fidelidad de los demás discípulos, para que los frutos de la Resurrección nos permitan anunciar con valentía y constancia el Evangelio, y trasmitir a todos los hermanos el mensaje de salvación. Especialmente en este tiempo de la Misión Continental reiteramos nuestro propósito de ser fieles a las enseñanzas del maestro, para decir a todos las maravillas del Señor.  Que Dios los bendiga con abundancia en estos días de gracia, y la intercesión de la Virgen María y de los santos les conduzca en el camino de una santa Cuaresma, para llegar renovados espiritualmente y con una más honda comprensión a la Pascua del Señor.

Mons. Martín de Elizalde OSB, obispo de Nueve de Julio
Nueve de Julio, marzo de 2011

Fuente: AICA

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