"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

24 de febrero de 2011

Mons. Stöckler: "no se trata de acumular méritos para recibir una recompensa, sino de permitir que Dios haga su obra en nosotros"


Homilía de monseñor Luis T. Stöckler, obispo de Quilmes para la el séptimo domingo durante el año (20 de febrero de 2011)


Las últimas dos antítesis de las seis, en que Jesús nos hace comprender los mandamientos desde su raíz, tratan de la justicia y del amor frente al enemigo.

La justicia penal judía, igual que la de todos los pueblos del antiguo oriente, partía de la ley del talión, según la cual al delincuente se aplicaba el mismo daño que había causado al otro: ojo por ojo, diente por diente, brazo por brazo, etc. Jesús no cuestiona la responsabilidad del estado de establecer un orden jurídico que supere la venganza individual y garantice el respeto a la ley por la imposición de penas. Pero a sus discípulos invita a prescindir de este castigo - lo que la ley permitía cuando el mismo perjudicado lo solicitaba -  y  asumir una actitud que se inspira solamente en el amor. Y lo ejemplifica con cuatro situaciones de violencia, de mayor a menor: la agresión física de una bofetada, el reclamo judicial de la túnica, la coacción en la calle para un servicio  y la petición simple de un préstamo. Lo último ya no es una injusticia, sino más bien una molestia. Presentar la otra mejilla, entregar también el manto, llevar el bulto un kilómetro más y no volver la espalda al que pide ayuda, o sea, devolver el mal  haciendo el bien, exige mucha fuerza moral que el hombre por si solo no alcanza.

Esto se evidencia más todavía, cuando escuchamos la última antítesis: “Yo les digo: Amen a sus enemigos”.  Judíos muy fanáticos, como  p. ej. los esenios, consideraban como prójimos solamente a los de su propio pueblo que cumplían las prescripciones de la pureza cultual y moral. Los fariseos eran similares y detestaban como enemigos a todos los demás que estaban del otro lado  de esta línea divisoria. Jesús, en cambio, no excluye a nadie de ser  considerado prójimo, sea judío o no, ni a los malos ni a los injustos. El motivo de su amor no es la perfección de las personas,  sino la perfección del “Padre que está en el cielo, porque Él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos”. El amor del Padre es total. Su dimensión infinita manifestó Jesús cuando lo insultaban y ultrajaban, y él rogaba al Padre que los perdonara, porque no sabían lo que estaban haciendo.

Lo que Jesús espera de sus discípulos es, que su amor también sea total. Cuando concentra todos los mandamientos y las diversas prescripciones que habían elaborado las escuelas rabínicas a un solo mandamiento, el del amor, simplificó la vida religiosa y moral de tal manera que cualquiera podía entender la ley de Dios. No hace falta un estudio esforzado como lo hacían los escribas. Desde el amor todas las obligaciones encuentran su justo lugar. “Ama y haz lo que quieras”; así lo resumió san Agustín. Pero con esta simplificación la exigencia espiritual no se  ha hecho más fácil, sino por el contrario, mayor todavía. Hay que ir al fondo de nuestro corazón, porque es de ahí, donde proceden las malas intenciones, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las difamaciones (cf. Mt 15, 19). El bien que hay que hacer, hay que hacerlo de verdad. El que no trata de liberarse de su ira, aunque no mate a nadie, no se ha decidido en serio. El que evita el adulterio pero guarda el deseo malo en su corazón, no ha  llegado a la pureza sincera. El que responde a la injusticia con la venganza, no se da cuenta que la confirma y que él mismo comete otra.

No se trata de acumular méritos para recibir una recompensa, sino permitir que Dios haga su obra en nosotros. Las exigencias del amor nos hacen tomar conciencia que necesitamos de la misericordia y de la ayuda del Padre.  Con profunda confianza tenemos que decirle: “Hágase tu voluntad”, y rogar por aquellos que nos lastimen. Esta humildad conduce a la santidad.

Mons. Luis T. Stöckler, obispo de Quilmes

Fuente: AICA

1 comentario:

  1. Anónimo24.2.11

    ES LO MEJOR QUE LEI Y OI EN MUCHO TIEMPO.!

    ETELVINA

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