En las aglomeraciones de las grandes urbes, en los andenes, en los aeropuertos, adquirimos cabal conciencia de nuestra pequeñez. Somos uno más entre tantos. Un individuo que apenas se recorta en la multitud anónima. En soledad o junto a los allegados que nos quieren, nos valoran, nos necesitan, nuestro yo se dimensiona y cobra importancia. Se convierte en un yo único, distinto. Solo una gota en la corriente avasalladora, pero que se integra y hace su modesto aporte personal.
Ser como todos o ser uno mismo. Imposible sustraerse a la época en que nos tocó nacer y a la sociedad con la que compartimos idioma, creencias, costumbres, prejuicios...
Lo que dicen, piensan y hacen los demás, aquellos que designamos con la frase abarcativa de “todo el mundo”, a veces nos sirve para justificar nuestra conducta, a veces también nos coarta, nos inhibe. Hace poco salí de mi casa para realizar trámites en el centro de la ciudad. El pronóstico anunciaba lluvia. Unas nubes oscuras, amenazantes, asomaban en el horizonte. Previsora, puse un paraguas en la cartera. Horas más tarde, cuando retornaba a mi hogar, un sol radiante había disipado por completo la posibilidad de que la tormenta se concretara. Caminaba por veredas de escasa sombra y el sol del mediodía caía a pleno sobre mi cabeza. Me acordé del paraguas.
¡Bien podría servirme de sombrilla! Pero no lo usé. No quise llamar la atención. Preferí no atraer las miradas curiosas, las sonrisas burlonas. Seguramente hubieran pensado que no estaba en mi sano juicio. No tuve la osadía de ser yo, de comportarme de manera diferente, fuera de la norma que impone la costumbre.
Usamos “lo que se usa”. En mayor o menor medida somos sumisos a lo que dicta la moda versátil y despótica: ropa ceñida al cuerpo, holgada, pantalones angostos, anchos, cortos, largos...Si nos vistiéramos siguiendo los cánones de otra época, quizás nos sentiríamos ridículos, anticuados.
Incluso en los colores, que combinamos con entera libertad según nuestros gustos y necesidades, la moda se toma el atrevimiento de sugerirnos “el que más se lleva” en cada temporada: ayer el violeta, hoy el verde, mañana... Y ese color empieza a proliferar, lo vemos a cada paso. Obedientes, nos uniformamos. Pero lo que está más de moda más pronto pasa, y se impone el cambio.
Metamorfosis colectiva.
Es difícil, en todos los órdenes, ser innovadores, creativos, originales, auténticos. Sostener nuestras convicciones, abrazar una causa que consideramos noble y digna de ser defendida, pese a no coincidir con lo que piensan o hacen los demás. Para “remar contra la corriente” hay que tener la audacia de plantarse ante “todo el mundo” y a menudo quedarse solo, desvalido. Situación que describe Ionesco, autor francés de origen rumano, en su obra de teatro Rhinocéros (Rinoceronte):
Dos amigos, Jean y el protagonista principal, Bérenger, se encuentran en la terraza de un café. En un momento en que Jean reprocha a Bérenger su desaliño, su vida desordenada, el que no sea “como todo el mundo”, pasa por la calle, envuelto en una nube de polvo y precedido por un sonido ensordecedor de galope, un rinoceronte. Jean, los transeúntes, los dueños de los locales cercanos, se asombran, se espantan. Bérenger ve la escena con indiferencia, lo insólito no le provoca la misma conmoción. Trata de justificarlo atribuyéndolo a causas naturales. Al rato, de nuevo ven pasar un rinoceronte, pero en sentido contrario. No repuestos todavía, todos vuelven a escandalizarse. ¿Es el mismo rinoceronte? ¿Es otro?, se preguntan. Y no tardan en darse cuenta de que es otro, y otro, y otro... porque se multiplican. Bérenger ya no adopta una actitud indiferente. Incluso debe rendirse a la evidencia de que son las propias personas las que se están transformando en rinocerontes. Un compañero de oficina, su amigo Jean, su jefe, sus vecinos... nadie parece poder resistirse a la metamorfosis. Bérenger teme caer también en la tentación, pero se aferra a la idea de que no se transforma quien no quiere hacerlo, quien no acepta dejarse llevar por el ejemplo.
Hasta que él y la mujer que ama constituyen los únicos representantes de la humanidad. Finalmente ella también lo abandona para integrar la multitud apenas diferenciada de los paquidermos. Entonces, frente al espejo que le devuelve su imagen de ser humano, Bérenger se desespera, fluctúa entre la rebeldía y la duda. Si todos los demás son rinocerontes y solamente él un ser humano, ¿no tendrán razón? ¿no será él el equivocado?
Está solo, ahora no se parece a nadie. No puede hablar con sus semejantes, que han dejado de serlo. Ellos ya no comparten la lengua que habla. Por un momento desea que su piel se torne rugosa y dura y que adquiera el tono verde sombrío de los rinocerontes. Se cree un monstruo. El es lo anormal. Pero...le es imposible cambiar. Tiene que conservar su originalidad. Es el último representante que queda de la raza humana y defenderá su condición hasta el fin.
Cuántos benefactores de la humanidad han luchado así, afrontando críticas, acusaciones, persecuciones, martirio...
El precio de la fe.
No podemos dejar de pensar en alguien que marcó un antes y un después en nuestro calendario, porque su corta vida de 33 años cambió el curso de la historia: El Mesías que anunciaran los profetas y señalara la estrella que guió a los Reyes Magos.
Su mensaje de amor, misericordia, paz y esperanza era revolucionario. Y muchos opusieron resistencia.
A punto ya de concluir su misión en la tierra, también El se sintió solo y “triste hasta la muerte”: En el Monte de los Olivos, cuando se retira a orar, el sueño vence a los discípulos que lo aguardan y velan. Sabe que Pedro lo negará tres veces, y que Judas pronto ha de venir a entregarlo identificándolo con su beso traidor. “Aparta de mí esta copa”, le pide a su Padre, y agrega: “pero no se haga lo que yo quiero sino lo que quieres tú”.
Seguir y apoyar al innovador, al reformista, “al rebelde”, implica identificarse con él y correr sus mismos riesgos, exponerse a las mismas reacciones adversas. El temor impulsa a Pedro a negar que conoce a Jesús, que es “uno de ellos” (de sus discípulos), aunque después lava con lágrimas de arrepentimiento su momentánea cobardía.
Judas opta por el Reino de este mundo y se pone de parte de los que imperan en él, de los que quieren apresar, condenar y matar al que se dice “Hijo de Dios”. Y lo entrega. Qué extraña, qué misteriosa resulta su traición; ¡conociendo como conocía al Maestro, habiendo compartido su mesa y escuchado las parábolas con que sembraba su mensaje! ¿Acaso no creyó en la Buena Nueva, y le resultaba menos riesgoso separarse del grupo de seguidores, no ser “uno de ellos”? ¿O codiciaba demasiado esa bolsa de monedas que, dicen, luego le quemó en las manos y lo condujo al suicidio?
La contrapartida de la actitud de Judas aflora en otro personaje bíblico que nació en Tarso (Asia Menor). Se llamaba Pablo (inicialmente Saulo). De familia de judíos, ciudadano romano, educado en la rigidez de las doctrinas de los fariseos, no conoció al Maestro. Comandaba una hueste dedicada a perseguir y apresar a los cristianos. Camino a Damasco, se le apareció Cristo en forma de cegadora luz y oyó su voz que le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Y respondió a ese dolorido reproche –porque perseguir a sus seguidores significaba perseguirlo a El-- con su conversión. Supo decir ¡no! a la manera de pensar de una gran mayoría de la sociedad de la época, a las creencias que con la educación había incorporado, a su actitud intransigente e injusta. Y del odio pasó al amor, de encarnizado enemigo a Apóstol de la Nueva Fe.
Pero tanto él como los demás apóstoles y muchos otros seguidores de Jesucristo debieron pagar el alto precio --martirio, muerte-- de profesar, sostener y difundir con la palabra y el ejemplo el mensaje esperanzador que El encarnó. Un mensaje diferente. (PE/LNP)
(*) Elba L. Encinas, Licenciada en Filosofía y Letras en la Universidad Nacional del Sur (UNS). Reside en Bahía Blanca.
Nota publicada en la sección cultural Ideas/Imágenes de La Nueva Provincia, diario de Bahía Blanca, en su edición del domingo 26 de diciembre de 2010.
Fuente: Prensa Ecuménica
Es un documento exquisito. Perfectamente concebido. Enhorabuena.
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