Homilía de monseñor Luis T. Stöckler, obispo de Quilmes, para el 31º domingo durante el año (31 de octubre de 2010)
La visita de Jesús a la casa de Zaqueo es una hermosa enseñanza de cuánto Dios nos ama. Alojarse en la casa de un hombre considerado inmoral por los conciudadanos, implicaba exponerse a los mismos prejuicios y ser considerado cómplice de un explotador que colaboraba con los imperialistas romanos. Pero el que ama es libre y no se deja amedrentar por lo que la gente pueda pensar. Jesús responde al deseo íntimo de Zaqueo que quería ver y conocerlo. Porque las riquezas que había adquirido, probablemente de manera indebida, no podían satisfacer su verdadera necesidad como persona. La entrada de Jesús en su casa y su reconocimiento como un hijo de Abraham le provocaron un cambio profundo. Al recibir al Señor descubre su propia identidad. Espontáneamente promete compartir sus bienes con los pobres y llega así a ser lo que su nombre “Zaqueo” significa: “puro”.
Esta escena es un consuelo para todos los que nos hemos equivocado y no estamos conformes con nosotros mismos; y es una interpretación ejemplar de la primera Lectura, que viene del libro de la Sabiduría. “Dios ama todo lo que existe y no aborrece nada de lo que ha hecho”. Saber que, a pesar de nuestros yerros, Dios nunca se desentiende de sus criaturas y que podemos decir confiadamente: “Tú eres indulgente con todos, ya que todo es tuyo, Señor que amas la vida”, nos preserva de caer en la desesperación. Si no nos damos cuenta de nuestra real situación, el Señor nos reprende poco a poco y nos amonesta recordándonos los pecados, para que nos apartemos del mal y creamos en Él. Si reconocemos nuestra fragilidad y acudimos al lugar por donde pasa del Señor, como lo hizo Zaqueo, Él entrará también en nuestra casa y nos reconoce como hijos de Abraham. Y al encontrarnos con Él, descubrimos el sentido de nuestra vida.
La misma Palabra nos enseña a liberarnos de nuestros prejuicios, por los cuales solemos catalogar y descalificar a los demás. Alguien que ha tomado conciencia de que Dios lo ama, no necesita compararse con los otros para afirmar su propio valor. El verdadero amor propio se funda en el valor que nos da Dios. Es esto lo que nos ha enseñado Jesús. Y el que se valora a sí mismo por sentirse amado por Dios, descubre también lo que Dios está obrando en los demás, y no resulta entonces difícil amar al prójimo como a sí mismo. Por el contrario, uno se siente enriquecido por la presencia de los demás que son un regalo de Dios para nosotros. El que ama no cierra los ojos sino conoce las limitaciones del otro; pero al saber que es criatura amada por Dios, su mirada se hace más profunda y cree en el cambio, si se encuentra con Jesús.
Esta convicción expresamos cada vez que nos acercamos a la Mesa Eucarística. Por eso decimos: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una Palabra tuya bastará para sanarme”.
Mons. Luis T. Stöckler, obispo de Quilmes
Fuente: AICA
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