Ponencia de monseñor Antonio Marino, obispo auxiliar de La Plata, en el panel inagural del III Congreso de Constructores del Bien Común, que el autor compartió junto a las senadoras nacionesl Josefina Meabe -Corrientes- y Liliana Negre de Alonso -San Luis- (Facultad de Derecho de la UBA, Buenos Aires, 22 de octubre de 2010)
Quiero agradecer al Dr. Guillermo Cartasso, presidente de la Fundación Latina, la invitación a participar de este panel inaugural del III Congreso de Constructores del Bien Común, que se propone discernir algunas “Claves para comprender la cultura contemporánea”.
1. CIENCIA, RELIGIÓN Y MORAL
Puedo comenzar mi exposición con una pregunta retórica: ¿quién de nosotros podrá negar los beneficios aportados a la humanidad por el proyecto cultural que iniciado en el siglo XVII, con el auge de la ciencia empírica y el racionalismo de la edad moderna, se prolonga en la Ilustración del siglo XVIII y en la revolución industrial y tecnológica que llega hasta nuestros días?
Nuestra capacidad para el asombro se va difuminando ante el ritmo imparable de los adelantos que la ciencia y la técnica no cesan de aportar. Cada día vamos incorporando novedades y recursos de los cuales nos beneficiamos y que van cambiando nuestros hábitos y el modo de solucionar problemas o alcanzar objetivos.
Por ilustrar con sencillez lo que decimos, baste pensar que en materia de telefonía como de informática, aparatos o equipos que superen los cinco años, comienzan a parecernos piezas de museo. El optimismo en el poder de la razón para conocer la Naturaleza y sus leyes, y alcanzar así un dominio efectivo sobre ella, ha sido un rasgo inconfundible que ha caracterizado este movimiento cultural. El conocimiento científico y el dominio tecnológico del mundo pasaron a ser la tarea cultural por excelencia. Lo que sabe la ciencia, lo puede la técnica. Surgieron así la revolución industrial y la revolución tecnológica, las conquistas sociales, las transformaciones políticas y económicas, y los reclamos por los derechos de los individuos.
Dentro de este cuadro, sin embargo, se perfila un rasgo inquietante, cuando descubrimos que la racionalidad prácticamente quedó identificada con la ciencia y desde entonces tiende a desvincularse más y más de la moral y de la religión. Esta última queda, según esta mentalidad, relegada al interior de los templos o de las conciencias, pero no encuentra lugar en la vida pública, que es considerada como el campo donde tiene vigencia la sola razón, la cual juzga a la fe religiosa como irracional, y como una amenaza para la igualdad y la libertad.
En los países occidentales, una minoría muy influyente, ejerce fuerte presión para quitar los símbolos religiosos de las instituciones civiles y de los espacios públicos. En nuestro medio oímos argumentar contra la presencia del crucifijo sea en el ámbito de la magistratura, sea en el escudo de la ciudad de Buenos Aires, o bien se ha llegado a proponer el retiro de los restos del general San Martín de la Catedral de Buenos Aires.
En cuanto a la moral, ésta es considerada como resultado de una construcción cultural, relativa a una época y esencialmente cambiante. De este modo, los innegables beneficios aportados por la modernidad, a través de los adelantos científicos y técnicos, quedan privados de una regulación proveniente de los principios de una ética objetiva. Los deseos se convierten en derechos. Todo lo que es técnicamente posible, podrá ser también social y jurídicamente aceptable, más allá de las costumbres establecidas, o de pretendidas exigencias morales, o de las enseñanzas de cualquier religión.
Un solo ejemplo bastará para dar concreción a cuanto venimos diciendo, respecto de esta desvinculación entre ciencia y moral. Por recurso a la biotecnología, el mundo actual conoce el fenómeno de bancos de embriones congelados, en espera de saber qué hacer con ellos; al mismo tiempo, otros son descartados. Esto mismo se vincula con el mercado de compra y venta de ovocitos; o bien el caso de abuelas que gestan en su vientre a un nieto concebido por la fecundación de un óvulo de su hija, fecundación que, a su vez, pudo ser homóloga, con semen de su esposo, o heteróloga, con donante anónimo. La casuística en la materia se vuelve cada vez más compleja.
2. PROGRESO DE LA RACIONALIDAD Y RETROCESO DEL SENTIDO
Varias décadas atrás, el filósofo Paul Ricoeur escribía unas reflexiones que siguen teniendo plena vigencia, y que ahora me complazco en citar:
Comprender nuestro tiempo es poner juntos en relación directa los dos fenómenos: el progreso de la racionalidad y lo que yo llamaría de buena gana el retroceso del sentido… Estamos tocando aquí el carácter de insignificancia que afecta a un proyecto simplemente instrumental. Al entrar en el mundo de la planificación y de la perspectiva desarrollamos una inteligencia de los medios, una inteligencia de la instrumentalidad –allí es donde verdaderamente hay progreso–, pero al mismo tiempo asistimos a una especie de difuminación o disolución de los fines. La falta cada vez mayor de fines en una sociedad que aumenta sus medios es sin duda la fuente más profunda de nuestro descontento. En el momento en que proliferan lo manejable y lo disponible, a medida que se satisfacen las necesidades elementales de comida, de vivienda, de ocio, entramos en el mundo del capricho, de la arbitrariedad, en eso que podríamos llamar el mundo del gesto cualquiera. Descubrimos que lo que más le falta a los hombres es la justicia, ciertamente, el amor, sin duda alguna, pero más aún la significación. La insignificancia del trabajo, la insignificancia del ocio, la insignificancia de la sexualidad, esos son los problemas en los que acabamos desembocando (1).
3. LOS VALORES Y SU FUNDAMENTO
Si por un lado la ciencia y la técnica buscan emanciparse de toda limitación externa, y reivindican una libertad irrestricta y no condicionada, por otro, la cultura actual nos ha acostumbrado a hablar de los valores. Afirmamos la libertad como un supremo valor. También hablamos de los derechos humanos, y aspiramos a una justicia social que remedie la exclusión de quienes no acceden a la educación, al sistema de salud, ni gozan de alimentación o de vivienda adecuadas. Nos interesamos por la defensa del medio ambiente, nos preocupa la difusión de la droga, y clamamos por la seguridad personal de los ciudadanos. Nos referimos a todas estas realidades considerándolas valores.
Es aquí donde podemos detectar una incoherencia conceptual en nuestra cultura globalizada. Por un lado, la reivindicación de una autonomía absoluta que privilegia la libre decisión de las personas, y declara relativas y cambiantes las normas morales que antes eran consideradas absolutas. Esas normas no serían más que pautas culturales, relativas a un tiempo y una geografía. Por otro lado, nos encontramos con la necesidad sentida de promover valores, sin los cuales la vida social se experimenta como inhumana.
¿Pero qué son los valores para una cultura marcada por un relativismo ético y que no admite ninguna norma o compromiso previo a nuestra propia y libre decisión? Aquí el relativismo moral se vale de una explicación constructivista, que se ve reflejada, a modo de ejemplo, en programas y textos redactados por el Ministerio de Educación de la Nación, en los conocidos Cuadernos de Educación Sexual Integral.
Es claro que, si todo es relativo y no existen verdades objetivas de validez universal, y si cada individuo actúa según su propia subjetividad, pronto la convivencia social se convertiría en un caos y reinaría la anarquía. El culto a un politeísmo de los valores volvería irrespirable la vida en común.
Para ello, la base de sustentación de los valores no se buscará ya en el derecho natural sino en el consenso de la mayoría de la sociedad. No son una realidad previa, en armonía con la naturaleza del hombre, que descubrimos mediante nuestra inteligencia, sino que resultan de nuestros deseos subjetivos, son reconocidos por el consenso de voluntades y quedan sancionados por las leyes. Esto equivale a decir que son una construcción cultural.
La trágica historia de los totalitarismos del siglo XX, puede ayudarnos a reconocer los límites de la sola razón que se postula como autosuficiente y se cierra a la trascendencia, negando a la religión todo espacio en la vida pública.
El marxismo, en su concreción histórica del comunismo soviético, pretendió fundar científicamente la transformación de la sociedad. Pero la esperanza puesta en una escatología intramundana, donde los deseos del hombre quedarían satisfechos, se ha desmoronado hace más de veinte años, con los acontecimientos del año 1989 y la caída del muro de Berlín. En lugar del paraíso terrestre prometido, el mundo conoció la cruda realidad de los Gulags y el fracaso de un sistema que cayó por su propio peso.
Cuando oímos hablar del consenso social como sustento de los valores, deberíamos recordar la fragilidad manifiesta de esta base de sustentación. El triunfo del régimen nacionalsocialista en Alemania ¿no ha surgido acaso del consenso popular? La barbarie del régimen nazi debería alertarnos acerca de la base de sustentación que se busca para los valores. Hay consensos que conducen a la negación más estridente de la dignidad humana. Hay consensos para el mal.
4. LA DICTADURA DEL RELATIVISMO
La Ilustración había encendido una esperanza casi ilimitada en la capacidad de la sola razón. Tendía como ideal a la liberación del hombre por la razón científica y la praxis científicamente fundada y podía prescindir de la religión en la esfera pública. Los acontecimientos bélicos del siglo XX y la experiencia de los totalitarismos contribuyeron a introducir un aire de escepticismo en los ideales racionalistas de la Ilustración. Nace la era posmoderna.
La atmósfera cultural se fue tiñendo de un escepticismo absoluto, de un nihilismo o bien de un relativismo total. La televisión, en primer lugar, junto con la radio y el periodismo gráfico, constituyen la cátedra cotidiana donde esta mentalidad relativista se difunde de múltiples maneras. Oímos hablar de “mi verdad”, “tu verdad”, “su verdad”. En cuestiones morales, se evita hablar de “la verdad”. Imposible hablar de verdades y derechos absolutos. Ni siquiera es absoluto el derecho a la vida del niño por nacer, del cual se negará su condición de persona.
Pero este relativismo ético es, a su vez, un absoluto. Todo es relativo menos el dogma relativista, al cual se lo considera como el fundamento de la tolerancia, del diálogo, de la libertad de expresión, valores todos estos que posibilitan la democracia. De este modo, el principio relativista aparece como el fundamento filosófico y la condición de existencia de la democracia.
En efecto, ¿quién podrá tener la pretensión de poseer toda la verdad y todas las respuestas al buscar caminos de solución ante las circunstancias variables de la economía, de la salud pública, de la seguridad social y todo lo que implica la vida política? En una sociedad democrática, sólo podemos pensar en propuestas a modo de soluciones provisorias, como fragmentos de un esfuerzo hacia lo mejor. Cabe admitir un pluralismo de posiciones que se conciben como relativas y siempre abiertas a modificaciones.
Un cierto relativismo, por tanto, puede ser expresión de un sano realismo en el ámbito de la vida política, pues no podemos hablar de una única opinión política correcta, si no queremos caer en el totalitarismo. En el campo sociopolítico, terreno de las decisiones prudenciales, un relativismo, así entendido, podríamos considerarlo aceptable.
La presentación que hacemos nos conduce al planteo de la pregunta inevitable: ¿cuáles son los límites del relativismo? ¿No hay acaso valores que están en otro orden? ¿No hay “valores no negociables”? Debemos precavernos para no caer en un relativismo absoluto, porque hay cosas que son moralmente malas y lo son intrínsecamente, y nunca se convertirán en buenas por ninguna circunstancia o finalidad intentada, como por ejemplo matar a un ser inocente en el seno de su madre; o imponer al niño y al joven una enseñanza que contradice los principios morales de sus padres, negando así el derecho inalienable a la patria potestad; o bien, llamar matrimonio a una realidad que no lo es.
5. IGLESIA Y SOCIEDAD, AUTONOMÍA Y COLABORACIÓN
Si tomáramos en serio la propuesta de erradicar los símbolos religiosos de las instituciones civiles y de los espacios públicos, esto nos llevaría muy lejos. La aplicación coherente y sistemática de este principio impulsado por una minoría, parece creer que en la organización de la sociedad se puede ignorar su pasado y su identidad histórica y cultural. Esto equivaldría a pretender fundar nuevamente la patria sobre fundamentos diversos de los ya puestos. Sería preciso cambiar el preámbulo de la Constitución Nacional donde invocamos a Dios como “fuente de toda razón y justicia”. Habría también que eliminar el artículo 2 de la misma, conforme al cual la Iglesia Católica es considerada como una institución de derecho público.
Deberíamos notar que según la misma línea argumentativa, que ve en los símbolos religiosos una amenaza para la democracia y la libertad, deberíamos entonces cambiar los nombres de innumerables ciudades, provincias y calles que llevan la marca de lo cristiano y católico. Por no hablar de los resabios del lenguaje bíblico que han quedado impresos en las lenguas romances y en la lengua castellana en que nos expresamos, y que sería largo ilustrar.
Subyace en esta postura el temor de una indebida injerencia de la autoridad eclesiástica en las instituciones civiles de la República. La tensión no es de ahora. Pero una mirada serena y objetiva sobre la historia de la cultura occidental, nos llevaría a descubrir que es precisamente el cristianismo la fuerza espiritual que ha llevado a distinguir, sin oponer, el ámbito del poder espiritual y el ámbito del poder político. “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21). Rectamente entendida la laicidad del Estado se origina con la fe cristiana. Otra cosa distinta es el laicismo, que intenta marginar a Dios de la vida pública.
En su reciente visita a Gran Bretaña, el Papa Benedicto XVI, pronunció un memorable discurso en Westminster Hall, la histórica sede del Parlamento. Resultan muy al caso sus palabras, con las cuales deseo concluir este modesto aporte:
¿Qué exigencias pueden imponer los gobiernos a los ciudadanos de manera razonable? Y ¿qué alcance pueden tener? ¿En nombre de qué autoridad pueden resolverse los dilemas morales? Estas cuestiones nos conducen directamente a la fundamentación ética de la vida civil. Si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se presenta evidentemente frágil. Aquí reside el verdadero desafío para la democracia (…). La tradición católica mantiene que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación. En este sentido, el papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos. Este papel “corrector” de la religión respecto a la razón no siempre ha sido bienvenido, en parte debido a expresiones deformadas de la religión, tales como el sectarismo y el fundamentalismo, que pueden ser percibidas como generadoras de serios problemas sociales. Y a su vez, dichas distorsiones de la religión surgen cuando se presta una atención insuficiente al papel purificador y vertebrador de la razón respecto a la religión. Se trata de un proceso en doble sentido. Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana (…). Por eso deseo indicar que el mundo de la razón y el mundo de la fe -el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas- necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización.
En otras palabras, la religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional (2).
Mons. Antonio Marino, obispo auxiliar de La Plata
Fuente: AICA
(1) P.Ricoeur, Prévisión économique et choix étique, en Esprit 346(1966)188-189. Citado según B.Sesboüé, Jesucristo, el único Mediador I. Salamanca, Secret. Trinitario, 1990, p.31.
(2) Benedicto XVI, Discurso en Westminster Hall, 17 de septiembre de 2010. Fuente ZENIT.org
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