Trascripción completa de la homilía improvisada del Papa en la primera sesión del sínodo especial sobre Medio Oriente. Capitales financieros, terrorismo, droga, ideologías dominantes. El ascenso y la caída de los poderes de este mundo, interpretados a la luz del Apocalipsis.
Queridos hermanos y hermanas, el 11 de octubre de 1962, hace cuarenta y ocho años, el Papa Juan XXIII inauguraba el Concilio Vaticano II. Se celebraba entonces el 11 de octubre la fiesta de la Maternidad divina de María, y con este gesto, con esta fecha, el Papa Juan quería confiar todo el Concilio a las manos maternas, al corazón materno de la Madre. También nosotros comenzamos el 11 de octubre, también nosotros queremos confiar este sínodo, con todos los problemas, con todos los desafíos, con todas las esperanzas, al corazón materno de la Virgen, la Madre de Dios.
Pío XI, en 1930, había introducido esta fiesta, mil quinientos después del Concilio de Éfeso, el cual había legitimado, para María, el título de "Theotókos", "Dei Genitrix" [Madre de Dios]. En esta gran palabra "Dei Genitrix", "Theotókos", el Concilio de Éfeso había resumido toda la doctrina de Cristo, de María, toda la doctrina de la redención. Y entonces vale la pena reflexionar un poco, un momento, sobre lo que habla el Concilio de Éfeso, de lo que habla este día.
En realidad, "Theotókos" es un título audaz. Una mujer es Madre de Dios. Se podría decir: ¿cómo es posible? Dios es eterno, es el Creador. Nosotros somos creaturas, estamos en el tiempo: ¿cómo podría una persona humana ser Madre de Dios, del Eterno, dado que estamos todos en el tiempo, dado que somos todos creaturas? Por ello se entiende que hubiera fuerte oposición, en parte, contra estas palabras. Los nestorianos decían: se puede hablar de "Chistotókos" [Madre de Cristo], sí, pero de "Theotókos" no: "Theós", Dios, está más allá, por encima de los acontecimientos de la historia. Pero el Concilio decidió esto, y precisamente así puso en evidencia la aventura de Dios, la grandeza de cuanto ha hecho por nosotros. Dios no se quedó en él: salió de sí, se unió de tal modo, tan radicalmente con este hombre, Jesús, que este hombre Jesús es Dios, y si hablamos de él, podemos siempre también hablar de Dios. No nació sólo un hombre que tenía que ver con Dios, sino que en él nació Dios en la tierra. Dios salió de sí. Pero podemos decir también lo contrario: Dios nos ha atraído a sí mismo, de modo tal que ya no estamos más fuera de Dios, sino que estamos en su intimidad, en la intimidad de Dios mismo.
La filosofía aristotélica, lo sabemos bien, nos dice que entre Dios y el hombre existe sólo una relación no recíproca. El hombre se refiere a Dios, pero Dios, el Eterno, es en sí, no cambia: no puede tener hoy esta y mañana otra relación. Está en sí, no tiene relación "ad extra", no tiene relación conmigo. Es una palabra muy lógica, pero es una palabra que nos causa desesperanza. Con la encarnación, con el advenimiento de la "Theotókos", esto ha cambiado radicalmente, porque Dios nos ha atraído hacia sí mismo y Dios en sí mismo es relación y nos hace participar en su relación interior. Así estamos en su ser Padre, Hijo y Espíritu Santo, estamos dentro de su ser en relación, estamos en relación con él y él realmente ha creado relación con nosotros. En aquel momento Dios quería nacer de una mujer y ser siempre sí mismo: este es el gran acontecimiento. Y así podemos entender la profundidad del acto del Papa Juan, que confió la cumbre conciliar, sinodal, al misterio central, a la Madre de Dios que es atraída por el Señor en él sí mismo, y así nosotros todos con ella.
El Concilio ha comenzado con el icono de la "Theotókos". Al final el Papa Pablo VI reconocio a la misma Madre el título de "Mater Ecclesiae" [Madre de la Iglesia]. Y estos dos íconos, que inician y concluyen el Concilio, están intrínsecamente vinculados, son al final un solo icono. Porque Cristo no nació como un individuo entre otros. Ha nacido para crearse un cuerpo: ha nacido – como dice Juan en el capítulo 12 de su Evangelio – para atraer a todos hacia él y en él. Ha nacido – como dicen las Cartas a los Colosenses y a los Efesios – para recapitular todo el mundo, ha nacido como primogénito de muchos hermanos, ha nacido para reunir el cosmos en él, de modo tal que él es la cabeza de un gran cuerpo. Donde nace Cristo, inicia el movimiento de la recapitulación, inicia el momento de la llamada, de la construcción de su cuerpo, la Santa Iglesia. La Madre de "Theós", la Madre de Dios, es Madre de la Iglesia, porque es Madre de aquel que ha venido para reunir a todos en su cuerpo resucitado.
San Lucas nos hace entender esto en el paralelismo entre el primer capítulo de su Evangelio y el primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles, que repiten en dos niveles el mismo misterio. En el primer capítulo del Evangelio el Espíritu Santo viene sobre María y de esa manera da a luz y nos dona el Hijo de Dios. En el primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles María está al centro de los discípulos de Jesús que rezan todos juntos, implorando la nube del Espíritu Santo. Y así de la Iglesia creyente, con María al centro, nace la Iglesia, el cuerpo de Cristo. Este doble nacimiento es el único nacimiento del Christus totus, del Cristo que abraza a todo el mundo y a todos nosotros.
Nacimiento en Belén, nacimiento en el Cenáculo. Nacimiento del Niño Jesús, nacimiento del cuerpo de Cristo, de la Iglesia. Son dos acontecimientos o un único acontecimiento. Pero entre los dos están realmente la cruz y la resurrección. Y sólo a través de la cruz se recorre el camino hacia la totalidad del Cristo, hacia su cuerpo resucitado, hacia la universalización de su ser en la unidad de la Iglesia. Y así, teniendo presente que sólo del grano caído en tierra nace después la gran cosecha, por el Señor atravesado en la cruz, viene la universalidad de sus discípulos reunidos en este su cuerpo, muerto y resucitado.
Teniendo en cuenta este nexo entre "Theotókos" y "Mater Ecclesiæ", nuestra mirada va hacia el último libro de la Sagrada Escritura, el Apocalipsis, donde en el capítulo 12 aparece precisamente esta síntesis. La mujer vestida de sol, con doce estrellas sobre su cabeza y la luna bajo sus pies, da a luz. Y da a luz con un grito de dolor, da a luz con gran dolor. Aquí el misterio mariano es el misterio de Belén extendido al misterio cósmico. Cristo nace siempre de nuevo en todas las generaciones y así asume, recoge la humanidad en sí mismo. Y este nacimiento cósmico se realiza en el grito de la cruz, en el dolor de la pasión. Y a este grito de la cruz pertenece la sangre de los mártires.
Así, en este momento, podemos arrojar una mirada sobre el segundo salmo de esta hora intermedia, el salmo 81, donde se ve una parte de este proceso. Dios está entre los dioses, los que todavía son considerados en Israel como dioses. En este salmo, en una gran concentración, en una visión profética, se ve el despotenciamiento de los dioses. Los que parecían dioses no lo son y pierden el carácter divino, caen a tierra. "Dii estis et moriemini sicut nomine" [Dioses sois y como el hombre moriréis] (cfr. Salmo 82 [81], 6-7): el despotenciamiento, la caída de las divinidades.
Este proceso que se realiza en el largo camino de la fe de Israel, y que aquí se resume en una única visión, es un verdadero proceso de la historia de la religión: la caída de los dioses. Así, la transformación del mundo, el conocimiento del verdadero Dios, el despotenciamiento de las fuerzas que dominan la tierra, es un proceso doloroso. En la historia de Israel, vemos como este liberarse del politeísmo, este reconocimiento – "sólo él es Dios" – se realiza en medio de tantos dolores, comenzando por el camino de Abraham, el exilio, los Macabeos, hasta en Cristo. Y en la historia continúa este proceso de despotenciamiento, del que habla el Apocalipsis en el capítulo; habla de la caída de los ángeles, que no son ángeles, no son divinidades en la tierra. Y se realiza en realidad precisamente en el tiempo de la Iglesia naciente, donde vemos cómo con la sangre de los mártires se despotencian las divinidades, todas estas divinidades, comenzando por el emperador divino. Es la sangre de los mártires, el dolor, el grito de la Madre Iglesia que los hace caer y transforma así el mundo.
Esta caída no es sólo el conocimiento que ellos no son Dios. Es el proceso de transformación del mundo, que cuesta la sangre y que cuesta el sufrimiento de los testigos de Cristo. Y, si observamos bien, vemos que este proceso no ha terminado nunca. Se realiza en los distintos períodos de la historia en modos siempre nuevos. También hoy, en este momento, en el que Cristo, el Hijo único de Dios, debe nacer para el mundo con la caída de los dioses, con el dolor y el martirio de los testigos.
Pensemos en los grandes poderes de la historia de hoy, pensemos en los capitales anónimos que esclavizan al hombre, que ya no son algo humano, sino que son un poder anónimo al cual sirven los hombres, por el cual los hombres son atormentados y hasta asesinados. Son un poder destructivo que amenaza al mundo. Y luego el poder de las ideologías terroristas. Aparentemente se ejerce violencia en nombre de Dios, pero no es Dios: son falsas divinidades que deben ser desenmascaradas, porque no son Dios. Y luego la droga, este poder que como una bestia voraz extiende sus manos sobre todas las regiones de la tierra y destruye: es una divinidad, pero una divinidad falsa que debe caer. O también el modo de vivir propagado por la opinión pública: hoy se hace así, el matrimonio no cuenta más, la castidad no es una virtud, etc.
Estas ideologías que dominan, de tal forma que se imponen con fuerza, son divinidades. Y en el dolor de los santos, en el dolor de los creyentes, de la Madre Iglesia de la que somos parte, deben caer estas divinidades, debe realizarse cuanto dicen las cartas a los Colosenses y a los Efesios: las dominaciones y los poderes caen y se convierten en súbditos de Jesucristo, el único Señor.
De esta lucha en la que estamos, de este despotenciamiento de los dioses, de esta caída de los falsos dioses, que caen porque no son divinidades, sino poderes que destruyen el mundo, habla el Apocalipsis en el capítulo 12, también con una imagen misteriosa por la que, me parece, hay sin embargo diversas interpretaciones bellas. Se dice que el dragón vierte un gran río de agua contra la mujer que huye, para sumergirla. Y parece inevitable que la mujer se ahogue en este río. Pero la buena tierra absorbe este río y éste no puede ser perjudicial. Pienso que el río es fácilmente interpretable: son estas corrientes que dominan todo y que quieren hacer desaparecer la fe de la Iglesia, la cual parece que ya no tiene más lugar frente a la fuerza de estas corrientes que se imponen como la única racionalidad, como el único modo de vivir. Y la tierra que absorbe estas corrientes es la fe de los sencillos, que no se deja arrollar por este río y salva a la madre y salva al hijo. Por eso el salmo dice, el primer salmo de la hora intermedia: "La fe de de los sencillos es la verdadera sabiduría" (cfr. Salmo 118, 130). Esta sabiduría verdadera de la fe simple, que no se deja devorar por las aguas, es la fuerza de la Iglesia. Y así hemos retornado al misterio mariano.
Hay también una última frase en el salmo 81: "Movebuntur omnia fundamenta terrae" (Salmo 82 [81], 5), vacilan los cimientos de la tierra. Lo vemos hoy, con los problemas climáticos, cómo son amenazados los cimientos de la tierra, pero son amenazados por nuestro comportamiento. Vacilan los cimientos exteriores, porque vacilan los cimientos interiores, los cimientos morales y religiosos, la fe de la que deriva el recto modo de vivir. Y sabemos que la fe es el cimiento y, en definitiva, los cimientos de la tierra no pueden vacilar si permanece firme la fe, la verdadera sabiduría.
Luego el salmo dice: "Levántate, Señor, y juzga a la tierra" (Salmo 82 [81], 8). Así también nosotros le decimos al Señor: "Levántate en este momento, toma la tierra entre tus manos, protege a tu Iglesia, protege a la humanidad, protege a la tierra". Y confiémonos de nuevo a la Madre de Dios, a María, y recemos: "Tú, la gran creyente, tú que has abierto la tierra al cielo, ayúdanos, abre también hoy las puertas, para que sea vencedora la verdad, la voluntad de Dios que es el verdadero bien, la verdadera salvación del mundo". Amén.
Benedicto XVI
Traducción en español de Juan Diego Muro, Lima, Perú, y de José Arturo Quarracino, Buenos Aires, Argentina.
Fuente: Chiesa
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