"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

6 de julio de 2010

Mons. Antonio Marino: "La misión profética de la Iglesia se sitúa en la prolongación de la misión profética de Juan Bautista"

foto: AICA

Homilía de monseñor Antonio Marino, obispo auxiliar de La Plata, en la solemnidad del nacimiento de San Juan Bautista (Iglesia del Seminario, La Plata, 24 de junio de 2010)

La solemnidad del nacimiento de San Juan Bautista es una de las fiestas más antiguas del calendario litúrgico. Así lo atestigua la homilía de San Agustín que hoy leemos en el Oficio de Lecturas de nuestra Liturgia de las Horas: “La Iglesia celebra el nacimiento de Juan como algo sagrado –decía el santo doctor– y él es el único de los santos cuyo nacimiento se festeja; celebramos el nacimiento de Juan y el de Cristo” (Serm. 293,1).



Sabemos que unos siglos más tarde, la Iglesia, bajo la guía invisible del Espíritu Santo, comenzará a celebrar también el nacimiento de la Virgen María. Por vía de familiaridad con los misterios de la fe y experiencia de las realidades sobrenaturales, y gracias a la lectura frecuente, repetida y orante de los textos bíblicos, los Padres de la Iglesia irán traduciendo sus intuiciones en el marco de sus homilías, donde podemos admirar la profundidad y belleza de sus reflexiones. En estos tres nacimientos, la Iglesia celebrará aspectos bien distintos pero convergentes dentro del plan salvador de Dios.

Comencemos observando la fecha de esta fiesta, a seis meses de anticipación de la celebración de la Navidad del Señor, y tres meses después de la Anunciación a María. Tanto la fiesta del nacimiento del Bautista como la Navidad del Señor han tenido vigilias, mediante las cuales los cristianos daban un sentido a los ciclos de la naturaleza. En el hemisferio norte, en efecto, la Navidad del Señor coincidía con la fiesta pagana celebrada en Roma, del resurgimiento victorioso de la luz, después de haber alcanzado su punto más bajo (Natalis solis invicti). Mientras que el nacimiento del Bautista coincidía con el apogeo de la luz solar, que a continuación comenzaba a menguar. Para los cristianos, de este modo, resultaba espontáneo vincular la luz solar con Cristo, que según el cántico que pronuncia Zacarías ante el nacimiento de su hijo Juan, es expresión de “la misericordiosa ternura de nuestro Dios, que nos traerá del cielo la visita del sol naciente, para iluminar a los que están en las tinieblas y en la sombra de la muerte, y guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1,78-79).

De ambos nacimientos se afirma que son motivo de especial alegría. En relación con Juan, el ángel Gabriel dice a Zacarías: “Él será para ti un motivo de gozo y de alegría, y muchos se alegrarán de su nacimiento” (Lc 1,14). Y respecto de Jesús el ángel del Señor anuncia a los pastores: “No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo” (Lc 2,10).

En ambos nacimientos, se manifestado una particular intervención del amor y del poder omnipotente de Dios, que concede a Isabel la alegría de la fecundidad tan deseada y a María la gracia y la gloria de su maternidad virginal. Pero Juan nace según las leyes de la naturaleza, con la ayuda de la intervención divina. Jesús es concebido por obra del Espíritu Santo que descenderá sobre la Virgen, “por eso el niño será Santo y se lo llamará Hijo de Dios” (cf. Lc 1,35).

Los nombres de estos niños Juan y Jesús, impuestos por el mismo Dios, indican respectivamente la misión a la que están destinados. Juan, en efecto, significa “Dios hace gracia”, y Jesús significa “Dios salva”. A través de Juan, Dios concederá su favor al pueblo de Israel, al enviarlo a preparar los caminos de Cristo el Salvador: “Y tú, niño, te llamarás profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación” (Lc 1,76-77).

La primera lectura nos ayuda a leer la misión del Bautista a la luz del segundo canto del Siervo, figura misteriosa del libro de Isaías. Lo mismo que del profeta Jeremías, Dios dice de él: “El Señor me llamó desde el vientre materno, desde el vientre de mi madre pronunció mi nombre” (Is 49,1).

En el plan salvador de Dios, la iniciativa no pertenece nunca al hombre. Cuando Dios llama, no se han anticipado los méritos del elegido. Hay una elección que se manifiesta y se cumple en el tiempo, pero que en verdad es tan eterna como el plan divino de salvación; tan eterna como la elección de todos los elegidos en todos los tiempos. Por eso Jeremías oye decir: “Antes de formarte en el vientre de tu madre, yo te conocía; antes que salieras del seno, yo te había consagrado” (Jer 1,5).

La creatura podrá aceptar o rechazar la invitación divina, podrá ser fiel o infiel a su vocación, pero no es por su propio valor que es llamada, sino que su grandeza le viene del beneplácito divino, por pura gratuidad. Cuando Zacarías oye decir del hijo que le nacerá: “será grande a los ojos del Señor” (Lc 1,15), esta grandeza será resultado del don de Dios, que le concederá “estar lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre” (ibid.). Así “precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías” (Lc 1,17).

Juan el Bautista nos enseña, por tanto, una lección profunda del obrar divino, que Jesús aplicará a los suyos: “No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero” (Jn 15,16).

Juan es consciente de la primacía de Cristo, sabe que hay alguien que es “más poderoso que él” y que traerá el verdadero bautismo (cf. Lc 3,16). Tiene clara conciencia de la gratuidad de su vocación y de su misión de puro servicio. De él sacamos una lección permanente de humildad, que debe inspirar el testimonio de todo cristiano y de los ministros de la Iglesia en forma particular. De él, el apóstol Pablo retiene este testimonio conservado en el libro de los Hechos de los Apóstoles, en el pasaje que hemos escuchado: “Yo no soy el que ustedes creen, pero sepan que después de mí viene Aquél a quien yo no soy digno de desatar las sandalias” (Hch 13,25). El mismo Juan dirá: “Conviene que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,30).

Debemos guardar para siempre estas palabras para recordarlas en el ejercicio de nuestro ministerio. Ante toda tentación de protagonismo en nuestro obrar apostólico, cuando nos trabaje secretamente la vanagloria y aceche el peligro de intenciones subalternas, deberemos recordar y repetir interiormente estas palabras como la mejor medicina: “Conviene que él crezca y que yo disminuya”, o también aquellas otras de la Escritura: “No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria” (Sal 113b[115],1).

De Juan dice Jesús que es el más grande entre los nacidos de mujer (cf. Mt 11,11). Elogio superlativo. Pero Jesús añade que el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él (Mt ). No menosprecia la santidad de Juan, pero sitúa la suerte de los hijos del Reino por encima del carisma profético y del régimen del Antiguo Testamento.

Podemos decir que la misión profética de la Iglesia se sitúa en prolongación de la misión profética de Juan. Lo mismo que el Bautista, la Iglesia, y en ella cada uno de nosotros, estamos llamados a preparar los caminos del Señor, a predisponer a la gente al encuentro personal e íntimo con Cristo, señalarlo ya presente en medio de nosotros, afirmar de él que es el único “que quita el pecado del mundo”.

Recordemos, por último, un rasgo siempre actual para todo discípulo llamado a ser pregonero de Cristo. Lo mismo que el misterioso Siervo de Isaías y al igual que los profetas, Juan experimentó el cansancio y el hastío: “En vano me fatigué, para nada, inútilmente, he gastado mi fuerza” (Is 49,4). El seminarista y el sacerdote deben saber que más de una vez nos esperan la fatiga y la sensación de vacío. La contradicción a nuestros esfuerzos mejores y la prueba de no ver siempre los frutos. Es el momento de la entera confianza puesta en el Señor. Es la oportunidad para imitar al profeta austero y fuerte, que ha sacado su fortaleza de su oración en el desierto y de la convicción de que Dios está con él.

En San Juan Bautista reconocemos los rasgos de los auténticos profetas de Israel. Vivió al servicio de la verdad y murió por ella. No intentó rebajarla ni mitigarla; la anunció en su versión integral, ante todo tipo de personas. A los recaudadores de impuestos que le preguntaban acerca de lo que debían hacer, les respondía: “No exijan más de lo estipulado”. Y a los soldados: “No extorsionen a nadie, no hagan falsas denuncias y conténtense con su sueldo” (Lc 3,12-14). Pero a Herodes le dijo: “No te es lícito tener a la mujer de tu hermano” (Mc 6,18). Es por esto último que Herodías lo odió y, ni bien pudo, logró que Herodes mandara que le cortaran la cabeza. Los profetas no mueren sólo cuando claman por la justicia social, sino también cuando hacen reclamos éticos relativos al matrimonio y la familia. El odio del mundo contra los discípulos de Jesús se despierta al cuestionar ideologías aberrantes. ¡Bien lo sabemos en nuestra patria, en las actuales circunstancias!

La Iglesia Católica ha ganado un merecido prestigio y autoridad por su clamor por la justicia y su sensibilidad hacia los pobres y excluidos de la sociedad. Pero también es manifiesta la hostilidad de los medios de comunicación social cuando hablamos del matrimonio y la familia, de biotecnología, del respecto irrestricto a la vida en todas sus fases, del derecho inalienable de los padres a decidir acerca de los valores morales en los cuales deben educarse sus hijos. Este cuerpo de doctrina constituye lo que el Papa Benedicto ha denominado “valores no negociables”.

Es en esta área cuando papas, obispos, sacerdotes y laicos, experimentamos el peso de la contradicción del mundo y de la impopularidad. Pero como decía el Papa Juan Pablo II, estos aspectos “no pueden desaparecer de la agenda eclesial” (NMI 51).

Mons. Antonio Marino, obispo auxiliar de La Plata



Fuente: AICA

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