“El Señor hizo brotar las plantas medicinales, y el hombre prudente no las desprecia. ¿Acaso una rama no endulzó el agua, a fin de que se conocieran sus propiedades? El Señor dio a los hombres la ciencia, para ser glorificado por sus maravillas. Con esos remedios el médico cura y quita el dolor, y el farmacéutico prepara sus ungüentos. Así las obras del Señor no tienen fin, y de Él viene la salud a la superficie de la tierra.” (Eclesiástico 38,4-8). Es muy importante entender que el paciente es una persona, un ser humano, con una complejidad que abarca cuerpo, alma y espíritu, tal cual nos enseña la Cátedra Paulina (cf. 1ª Tesalonicenses 5,23), por lo tanto, el paciente debe ser atendido en relación a su persona integralmente. Lamentablemente, en la actualidad se ha priorizado desmedidamente el “particionamiento” del paciente para atender a su cuerpo en forma desarticulada, como si tratáramos con una máquina y no con una persona que siente, piensa, se angustia, se alegra, etc. Y muchas veces las patologías médicas obedecen a causas psicosomáticas, e incluso podrían ser espirituales. Es triste comprobar como muchas veces el enfermo es examinado casi con la misma rigurosidad y metodología que un automóvil: “le anda mal esto, tome esto otro” y que “pase el que sigue”.
Creo que Nuestro Señor Jesucristo, el Médico por excelencia, nos plantea un modelo muy diferente para la relación médico-paciente, más humano, más conciente de las debilidades del enfermo, de su personalidad, su sufrimiento y limitaciones. Es interesante lo que nos plantea la Iglesia: “El agente de la salud debe atender las preguntas y ansiedades del paciente, preservándose de la doble y opuesta insidia: la del “abandono” y la de la “obstinación” en el diagnóstico. En el primer caso se fuerza al paciente a deambular de un especialista o de un servicio de salud a otro, no logrando encontrar el médico o el centro de diagnóstico con la capacidad y disposición de hacerse cargo de su enfermedad. La extrema especialización y parcelación de las competencias y de las divisiones clínicas, si bien es garantía de pericia profesional, se revierten en daño del paciente cuando la organización sanitaria del área o región territorial no permiten ni facilitan un acercamiento solícito y global de su enfermedad. En el segundo caso, en cambio, se obstinan en encontrar una enfermedad a toda costa. Pueden estar inducidos por pereza, por ganancia y utilidad o por protagonismo, a diagnosticar, sea como fuere, una patología y a medicalizar problemas que no son de naturaleza médico-sanitaria. En este caso no se le ayuda a la persona a tener la exacta y clara percepción de su problema y malestar, se le desvía de sí misma y de la propia responsabilidad.” (Carta de los agentes de la salud, 57. Pontificio Consejo para la Pastoral de los agentes de la salud). Asimismo, es maravillosa la Sabiduría de la Palabra de Dios porque el Señor pone la prioridad en que “el médico cura y quita el dolor, y el farmacéutico prepara sus ungüentos”.
Publicado en Prensa Cristiana Digital N° 11, febrero de 2009.
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