Al comentar el evangelio del próximo domingo, V durante el año, en el que se lee un pasaje de Marcos donde Jesús cura a numerosos enfermos, monseñor Domingo S. Castagna, arzobispo emérito de Corrientes, en una homilía en la que sugiere temas de predicación, señala que la principal enfermedad del hombre es el pecado, y que reconocer el pecado conduce a su perdón, por lo que hay que recuperar la conciencia del pecado.
A este respecto trae a la memoria una expresión del papa Pío XII cuando dijo que el mundo contemporáneo (el suyo) estaba perdiendo el sentido del pecado, y monseñor Castagna acota que “el nuestro lo ha perdido”.
El texto de la homilía sugerencia de monseñor Castagna es el siguiente:
La curación milagrosa es un signo
La curación de los enfermos ofrece, a quienes son atraídos por el joven predicador de Galilea, algo que trasciende el hecho prodigioso. Su misión es recuperar al hombre de la dispersión, adueñada de su vida y de su historia. La intuición de Juan Bautista emplea una simple expresión: “Este es el Cordero de Dios” (Juan 1,36). Con ella lo define en su peculiar misión. En Cristo, todo hombre moralmente herido encuentra a su médico y recibe el diagnóstico exacto del verdadero mal que lo aqueja. El pecado es el mal que se diluye engañosamente en las expresiones palpitantes de la vida personal y social.
La fe cristiana manifiesta que el pecado no tiene otro nombre que el propio y lo denuncia abiertamente. ¿Qué ocurre hoy? El venerable papa Pío XII ya percibía, con indisimulable dolor, que el mundo contemporáneo suyo estaba perdiendo el sentido del pecado. Estimo que el nuestro lo ha perdido. Basta escuchar la exposición mediática de algunas ideas, que pretenden armonizar términos absolutamente contradictorios: legisladores que se proclaman “cristianos” y se pronuncian por la muerte de un ser no nacido, como si constituyera un servicio a la vida; profesionales del derecho que se enriquecen subrepticiamente en una confabulación con el crimen y el narcotráfico; quienes con un buen discurso traicionan lo que anuncian y prometen; quienes descuidan sus deberes de educadores, de padres y madres, de responsables de la cultura y de la ciencia. Todos ellos, o casi todos, se autocalifican cristianos y católicos.
El pecado como enfermedad
Jesús viene a curar a los hombres del pecado, que adopta formas diversas e indisimuladas en el transcurso de la historia. Él ofrece la gracia que vence al pecado y a su dolorosa consecuencia: la muerte. Los milagros relatados por los Evangelios son signos de la curación principal. Lo dejó claro Jesús cuando perdonó los pecados del paralítico; por ello fue calificado de blasfemo: “¿Qué es más fácil decir: ‘Tus pecados te son perdonados’ o ‘Levántate y anda`? Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados -dijo al paralítico– levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mateo 9, 5-7).
La Iglesia, en cumplimiento del mandato de su Señor, se empeña en despertar la conciencia de la perversión del pecado. Su intención no es desalentar a las personas que ya sufren el dolor intenso de sus propios errores. Menos aún disimularlos en una especie de relativismo para el que todo vale. Adormecer las conciencias o distorsionarlas no es el recto sendero que lleve a la paz. Jesús es muy severo con quienes viven en la hipocresía y mucho más con quienes la promueven.
Recuperar la conciencia del pecado
¿Quiénes son los mejores exponentes de esta verdad? Quienes aceptan la gracia de Dios en sus vidas y tienen la humildad de reconocer sus errores morales con el nombre que puedan darles. Reconocer el pecado conduce al perdón del mismo.
Cuando el enfermo reconoce su enfermedad, y el adicto su adicción, inician el camino al restablecimiento real de la salud afectada. La Magdalena y la mujer sorprendida en adulterio, mencionadas en el Evangelio, se abren paso, desde sus lágrimas y humillación, a la auténtica conversión y a la santidad. El Cielo está lleno de pecadores convertidos. Aun los más inocentes experimentaron su débil condición humana y la necesidad de transitar el estrecho sendero de la conversión, hasta el perdón y la santidad.
Quizás hemos olvidado el verdadero propósito de la Encarnación, expresado como amarga respuesta a algunos comensales de Mateo: “No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mateo 9, 12-13).
Llamado urgente a la conversión
La evangelización no constituye la divulgación de una ideología destinada a reemplazar sistemas políticos. Es un llamado a la conversión para ser parte del Reino anunciado como próximo por Jesús: “A partir de ese momento, Jesús comenzó a proclamar: ‘Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca’” (Mateo 4,17). Cristo insiste en que los hombres cambien -“se conviertan”- e inicien una vida que se adecue al Reino que Él establece, como nuevo destino y comportamiento, para regir sus historias personales y sociales.
Fuente: AICA
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