"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

12 de julio de 2011

Mons. Aguer: "¡Con qué facilidad en la Argentina la república se convierte en una especie de monarquía criolla, en un autoritarismo de opereta!"



Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, en la misa de conmemoración de la independencia nacional (Basílica de San Ponciano, 9 de julio de 2011)
 

Hoy celebramos, en coincidencia con el aniversario de la independencia nacional, la memoria litúrgica de Nuestra Señora de Itatí. Esta advocación mariana atrajo la piedad de los fieles del noreste argentino desde 1615; la imagen fue traída por fray Luis Bolaños y poco tiempo después ya tenía su primer santuario. Quizá a causa de esa antigüedad de la devoción, se llamó a la Virgen de Itatí “Reina de la civilización en la Cuenca del Plata”. Casi contemporáneamente, siempre en la primera mitad del siglo XVII, se configuran otras dos advocaciones marianas entrañablemente criollas. En 1620 los indios calchaquíes comenzaron a honrar en una cueva la imagen que se llamaría Nuestra Señora del Valle; cuarenta años más tarde se le erigió una capilla que con el tiempo se transformó en la actual catedral de Catamarca. En 1630 ocurrió, junto al río Luján, el prodigioso episodio de la carreta que dio origen al culto de la Inmaculada en aquel rincón de la pampa bonaerense, hoy día meta de nuestras peregrinaciones. Los tres puntos geográficos, Itatí, el Valle y Luján, señalan un triángulo que abraza el corazón del territorio patrio desde los orígenes de la Argentina; desde entonces la Virgen María es Madre y Patrona de nuestro pueblo.
 
En las fiestas marianas la liturgia suele incluir el cántico que –según san Lucas– la Madre del Señor profirió con ocasión de su visita a Isabel y en respuesta a la bienaventuranza que la madre del Precursor le dirigió. Ese himno, que en su versión latina comienza con la palabra Magnificat, celebra la intervención decisiva de Dios en favor de los hombres y expresa la alabanza agradecida de María, elegida para concebir virginalmente a Jesucristo, el Hijo de Dios y nuestro Salvador. En el centro del cántico se registra un designio desconcertante del Todopoderoso: la suerte respectiva de poderosos y humildes, de hambrientos y saciados resulta asombrosamente invertida; es un cambio de situaciones que alcanzará su pleno cumplimiento más allá de la historia, pero que revela ya desde ahora los criterios del juicio y el modo de proceder de Dios. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón; derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes (Lc. 1, 51-52). La soberanía del Señor se ejerce sobre todos, pero la reconocen los pequeños, los que le temen; sólo ellos, en su humildad, descubren la verdad y poseen la comprensión, el sentido de la vida y de su destino.
 
El Magnificat no condena el mundo de la política y la economía, pero incluye una crítica del poder y de la riqueza, magnitudes que están fuertemente asociadas y ofrece una advertencia sobre el peligro de desmesura que las acecha. Los poderosos se convierten fácilmente en orgullosos; pierden el sentido de lo que son y se dejan arrebatar por la altivez, la vanidad, la prepotencia. Cuanto más poderosos se sienten menos religiosos se manifiestan; no temen a Dios y entonces sus súbditos –así consideran a los que ellos deberían servir– pueden temer lo peor.
 
La desmesura del poder no es una tentación exclusiva de las antiguas monarquías absolutas, se verifica también en las repúblicas, sobre todo cuando son poco republicanas. Romano Guardini, hace alrededor de cincuenta años, cuando se advertía ya el ocaso de la modernidad, nos recordaba que lo que asegura el buen uso del poder político es un saber sobre su índole propia, en el contexto de una recta concepción del hombre y de la sociedad. Dicho de otro modo: hace falta una ética del poder, un fundamento de responsabilidad y honestidad como garantía de la efectiva orientación del poder al bien común y del respeto a las normas que impiden su desvío. La posesión de un poder que no se encuentra determinado por la responsabilidad moral y por el respeto a la persona, va carcomiendo la calidad humana de quienes lo ejercen. Para Platón, el tirano, es decir, el poseedor de poder que no está ligado por la veneración de los dioses y el respeto a la ley, representa una figura de perdición. Glosando esta vieja y aquilatada sentencia, escribía Guardini: Es grande el peligro de confundir la fuerza con la violencia, la iniciativa con la gloria personal, el mando con la esclavización, la objetividad con la ventaja propia, el resultado auténtico –que tiende hacia la totalidad y lo durable– con el mero éxito; el peligro crece en la medida en que desaparecen los lazos que atan a la norma moral y a los valores religiosos. Cada vez se torna más amenazadora la perversión del poder, y con ella la perversión del mismo ser humano.
 
El aniversario patrio que hoy conmemoramos justifica una referencia histórica al problema de la organización política de la Argentina. En su momento, los patriotas precipitaron la emancipación de estos territorios aprovechando la crisis de la monarquía española, pero sin lograr el consenso necesario respecto del sistema político de gobierno que convenía instaurar. Belgrano pensó, ya antes de 1810, en la posibilidad de establecer en el Río de la Plata una monarquía independiente de la España que caía bajo el dominio de Napoleón. Procuró entonces interesar a la infanta Carlota Joaquina de Borbón, y después de los días de mayo trató con el rey destronado Carlos IV el envío, para presidir el gobierno, de Francisco de Paula, otro de los hijos del monarca, y hasta compuso un proyecto de constitución para un posible Reino Unido del Río de la Plata, Perú y Chile. En aquellos años que siguieron a 1810 la situación era caótica –continuó siéndolo, es verdad, mucho tiempo después–: confusión ideológica por el choque de las ideas de la Ilustración con el pensamiento tradicional, luchas fratricidas, injerencia británica, intereses inconciliables. A principios de 1816, no sin amargura, el creador de nuestra bandera, refiriéndose a las rivalidades que se enfrentaban, reconocía que el mayor número efectivamente quiere la destrucción del país para satisfacer pasiones indignas. ¡Cuántas veces, para desgracia de la nación, se pudo después decir lo mismo! Belgrano, junto con otros patriotas, perseveró en sus convicciones: consideraba que una monarquía temperada –así llamaba él a un régimen monárquico-constitucional– era el único remedio para salvaguardar la unidad del país. Se presentó al Congreso reunido en Tucumán y en sesión secreta expuso que la revolución hispanoamericana había perdido todo prestigio por la anarquía y el desorden en que se encontraban estas provincias. Su propuesta era, esta vez, llamar a la dinastía de los Incas. Si bien la mayoría de los congresales adhería a la solución monárquica, se declaró la independencia pero no se resolvió nada acerca de la forma de gobierno y con el traslado del Congreso a Buenos Aires el proyecto belgraniano se disipó. Hubo seguidamente otros intentos en el mismo sentido hasta 1820; no es fácil imaginar cuál habría sido nuestra suerte si alguno de ellos hubiera prosperado.
 
Los protagonistas de la definitiva organización nacional optaron por la forma republicana de gobierno. Sin embargo, la vigencia de este régimen, que requiere virtudes cívicas y sociales arraigadas tanto en los gobernantes como en los ciudadanos, no resuelve automáticamente el problema ético del ejercicio del poder. También bajo la formalidad republicana el gobierno puede avasallar la norma de lo justo e inclinarse al despotismo. Ya Fray Mamerto Esquiú, a pocos años de la normalización constitucional del país, advertía contra una desviación jurídico-política que llevaba a configurar un Estado absorbente y centralista. El líder católico Tristán Achával Rodríguez, por su parte, denunciaba las demandas del régimen liberal y laicista de su época. En un artículo titulado “Gobiernos sectarios” decía que estos tales tienden a despreciar la ley, siguen por falsearla cubriéndose hipócritamente con su forma y con el sofisma legal; continúan por corromper los procedimientos de la sanción legal y por violentarlos al fin: van adelante y se ven luego en la necesidad de apoderarse de todos los elementos materiales y especialmente del tesoro público para disponer de él a discreción, sin control y como en caso de guerra. Señalaba también Achával la absorción de poderes y el absolutismo, y concluía: no es extraño oír a tales gobernantes pronunciarse en contra de todas y cada una de las instituciones que controlan y limitan su acción y calificarlas como rémoras del progreso. Lo que he citado no es el editorial de un diario opositor de esta semana, sino un escrito de 1880. No tuvimos una monarquía temperada, como quería Belgrano, pero ¡con qué facilidad en la Argentina la república se convierte en una especie de monarquía criolla, en un autoritarismo de opereta!
 
Las calamidades políticas desencadenados por las desviaciones del poder tienen un fundamento moral, religioso, teológico: el desprecio de la verdad, el olvido de la ley natural, la falta de temor de Dios. Juan Pablo II observó agudamente que si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder (Centesimus annus, 46). En relación con aquella carencia de la verdad señalaba el Pontífice las situaciones críticas que pueden presentarse en países donde están vigentes formas de gobierno democrático y en los cuales no siempre son respetados los derechos humanos: se refería, entre otros, al derecho a la vida del niño por nacer, a la recta constitución de la familia, a un desarrollo integral de todas las dimensiones de la persona –que no se identifica sin más con el crecimiento económico– a la auténtica libertad de educación. Una democracia sin valores –sentenciaba– se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia. Ese horizonte ominoso del totalitarismo se cierne como amenaza sobre el pueblo argentino si gobernantes y legisladores sin temor de Dios persisten en imponerle, en lugar de leyes respetuosas del orden moral, construcciones sociales amañadas, contrarias al bien común y a nuestras mejores tradiciones.
 
Dispersó a los soberbios de corazón, derribó a los poderosos de su trono. En su cántico, la Virgen Santísima confiesa que la fuerza del Señor se pone al servicio de los humildes; él es el Salvador de los que estarían perdidos sin su auxilio. Pero puesto que su omnipotencia se manifiesta de modo más excelente cuando se apiada y perdona, su solicitud se extiende también hasta los soberbios y poderosos: los llama a la conversión, los corrige y puede reducirlos al número de los que le temen. Sobre todos despliega el Omnipotente su misericordia. Hoy invocamos esa misericordia sobre nuestra Patria, sobre los gobernantes y sobre todo el pueblo argentino, por la intercesión de Nuestra Señora de Itatí.
 
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
 
Fuente: AICA

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