Al llegar
el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto,
vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en
toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como
de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron
llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el
Espíritu les permitía expresarse. Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos
de todas las naciones del mundo. Al oírse este ruido, se congregó la multitud y
se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con
gran admiración y estupor decían: «¿Acaso estos hombres que hablan no son todos
galileos? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua?
Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma
Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en
Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos,
cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las
maravillas de Dios». (Hechos
2,1-11)
Según el Evangelio de Juan el don del Espíritu se
presenta como resultado de la glorificación de Jesucristo. Es Él quien lo
promete: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque
no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque él permanece con
ustedes y estará en ustedes (Juan 14,17); y es Él quien
lo entrega: Jesús les dijo de nuevo: ”¡La
paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a
ustedes”. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió “Reciban al Espíritu
Santo” (Juan 20,21-22). El
Espíritu Santo es el Espíritu de la Verdad.
En cambio, Lucas ubica el don en un acontecimiento teofánico y para eso
propone la fiesta de las Semanas o Shavuoth, siete semanas después de la
Pascua. La fiesta de las Semanas era originalmente un tiempo de ofrenda de
primeras espigas, que luego fue resignificado, releído como el recuerdo de la
Alianza en el Sinaí en el consagrado y promulgado Pentateuco, después del
exilio en Babilonia.
Así, el don del Espíritu Santo queda unido al don de la alianza en el
Sinaí en una “Nueva Alianza” consagrada y promulgada en la Pascua de Jesús el
Cristo, que es nuestra Pascua. La fiesta de las Semanas aparece en la
renovación de la alianza en el Sinaí, después del relato del “becerro de oro”
(Ex 32) y de las piezas literarias sobre la “presencia de YHWH” como respuesta
al pueblo (Ex 33), luego de la infidelidad de Israel y la intercesión de
Moisés. De este modo se presenta la renovación de la alianza sinaítica en el
Éxodo (cap. 34) como un código cultual en que no sólo está en juego el culto
religioso sino toda la concepción de la vida, de la naturaleza y de la
historia. Esta renovación de la alianza se presenta precedida por una teofanía
(Ex 34,5-9) y seguida por el símbolo teológico de la faz radiante de Moisés (Ex
34,29-35). Dentro de ese marco está la fiesta de las Semanas en Ex 34,22.
La teofanía de Pentecostés en Hechos está compuesta por elementos
preciosos: como el viento, la ruaj de
Dios, el viento recio estrepitoso que se hace presente pero de manera acotada,
armoniosa, resonando en toda la casa; y como el fuego en una metáfora visual de
valor simbólico. El Espíritu Santo se presenta de “arriba hacia abajo”, los
llena y los presentes manifiestan la llenura del don hasta desbordar en lenguas
distintas, según el Espíritu les permitía expresarse.
Al oír el ruido la multitud se congregó, tal multitud que es
representante de todo el ecúmene romano (todas las naciones del mundo). Las
lenguas espirituales padecen una milagrosa “traducción” fenomenal de manera tal
que todos los que contemplan la manifestación oyen hablar en su propia lengua
humana las maravillas de Dios. Así, el lenguaje espiritual se hace humano en la
Iglesia por medio del Espíritu Santo.
La Nueva Alianza no es condicional como la renovación de la Alianza en
el Sinaí, sino que es perenne, asegurada en la Pascua del Señor. Por eso,
cuando hablamos de un Pentecostés perenne, en verdad no estamos hablamos de una
suerte de “sacramentos alternativos”, como si la iniciación cristiana
(Bautismo, Confirmación y Eucaristía) no fuera suficiente. Sino que hablamos de
una fuerza evangelizadora que nos motiva a hablar las maravillas de Dios al
mundo, como Iglesia, en una comunión, porque estamos llenos del don del
Espíritu Santo, hasta desbordar preciosamente a otros con nuestro testimonio
vital en Cristo. Esta es la misión del Espíritu Santo, esta es nuestra misión.
(PCD).
Editorial de Prensa Cristiana Digital 46 (2012) 2
Lindo!!! Muy buena la reflexión sobre los símbolos bíblicos que la Iglesia vivió en el pasado y sigue viviendo hoy. Escrito de manera inteligente que no subestima al pueblo de Dios, no es un "cuentito" infantil, lechita, sino que es alimento sólido pero digerible para todos íncluidos los que recién nacieron en Cristo, lo que recién fueron predicados y bautizados y por eso son bebés (nadie es bebé a los 30 años de Iglesia, es anormal). El don y la misión del Espíritu Santo es fuerza evangelizadora para el mundo y eso es amor de Dios!!!
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