Homilía
de monseñor Marcelo Raúl Martorell, obispo de Puerto Iguazú para el V domingo
de Pascua (6 de mayo de 2012)
La liturgia de hoy nos sumerge en el itinerario de
la vida cristiana: conversión, inserción en el misterio de Cristo y vivencia de
la fe en la esperanza y el amor o caridad cristiana.
La primera lectura (Hech. 9, 26-31), nos cuenta la
historia de la llegada de Pablo a Jerusalén donde todos le temían porque no
creían que fuese discípulo del Señor quien había sido un feroz perseguidor de
los cristianos. Pero Pablo “llamado por el Señor” e “iluminado fervientemente
por la gracia”, de ser un terrible enemigo se había convertido en ardiente
apóstol del Señor. Para comenzar a vivir como un cristiano es necesario que
todos nos convirtamos, aunque no todos nos convertimos de una forma tan
“particular” como sucedió con Pablo. Para muchos la conversión es fruto de un largo
proceso. El conocimiento, y más aún el amor a Cristo, es fruto de un largo y
costoso trabajo. Convertirse a Cristo es amarlo, conocerlo, pero sobre todas
las cosas “imitarlo en nuestras vidas”, como nos enseña el mismo apóstol: “sed
imitadores de Cristo”.
Los mismos apóstoles, cuando encontraron al Señor,
le preguntaron de alguna manera “quien era” y “donde vivía. Y la respuesta de
Jesús fue: “Vengan y vean”, y estuvieron con Él largo tiempo. Cristo nos llama
y en su llamado nos muestra nuestro propio corazón, con sus pasiones y
costumbres no siempre buenas y nuestra conducta tan enraizada tantas veces en
nosotros mismos y en nuestros propios deseos y egoísmos. El cambio de
mentalidad y conducta requiere un largo proceso y es posible para todos y el primer
paso de la conversión es el de pasar de “la incredulidad a la vida de fe”, del
pecado a la vida de la gracia, pero también implica el ejercicio en las
virtudes, el desarrollo de la caridad y la ascesis hacia la santidad.
Cuando la conversión -iluminada por la fe primaria-
es confirmada por el sacramento nos inserta en Cristo, para que viviendo en Él
vivamos su misma vida. Este será el tema del evangelio de hoy en Jn.15,1-8:
“permaneced en mi y yo en vosotros. Así como el sarmiento no puede dar fruto de
si mismo, si no permanece en la vid, tampoco vosotros si no permaneciereis en
mí”. Solamente unido a Cristo, como el sarmiento a la vid, puede el cristiano,
vivir en la gracia de Dios, el amor y el ejercicio de la santidad en todos los
órdenes de la vida. Será ciertamente imposible para el hombre por si mismo
alcanzar el orden de la gracia; pero el Señor nos muestra su disposición de
hacer al hombre vivir de su misma vida. Y es por esto que el cristiano tiene
que vivir siempre en la esperanza de un Cristo que viene a su encuentro ya que
el Señor declara: “sin mi nada podéis hacer”, y sería tremendo sabernos solos o
luchando solos para encontrarlo.
El vendrá siempre al encuentro de aquel por quien
dio su vida –el hombre- y le dará, si encuentra apertura en su corazón, los
elementos necesarios para construir una vida cristiana en si mismo. La
inserción en Cristo por el sacramento representa para el cristiano un camino de
luz y esperanza en la vida. Deberá ser fiel en la fe y en la vivencia de la
vida sacramental y obtendrá los dones necesarios para crecer y creciendo llegar
a la plenitud. La conversión es un encuentro personal con Cristo en el amor y
en la gracia, que se alimenta con los sacramentos de la Iglesia y que le
permite al hombre caminar con una certeza que le confiere equilibrio y
serenidad en la vida. Especialmente frente a las pruebas que la vida le
presenta al hombre.
Entre los elementos importantes de la liturgia de
hoy hay una frase del Señor que tiene gran importancia, tanto para la vida de
la gracia personal, como para la construcción de un mundo diferente, que sólo
puede provocar en el hombre el ánimo la certeza de que tiene una obra por
delante: “que nos amemos los unos a los otros” (1 Jn.3,18). El ejercicio de la
caridad fraterna es el distintivo de la vida del cristiano, pues atestigua su
comunión vital con Cristo. Es imposible decirse cristiano si no vivimos en el
amor y es imposible amar sin estar unido a Cristo. Quien ama a su prójimo
–amigo o enemigo- no tiene nada que temer ante Dios, no porque “no tenga
pecado”, sino que Dios en su gran misericordia, le perdonará y lo sostendrá en
el amor, en vista de la caridad para con sus hermanos que demuestra el
cristiano.
Que María Santísima, Madre de todo Consuelo, nos
lleve al consuelo del amor de Cristo.
Fuente:
AICA
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