Homilía de monseñor José
María Arancedo, arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz y presidente de la
Conferencia Episcopal Argentina en la misa de apertura de la 103ª Asamblea
Plenaria de la Conferencia Episcopal Argentina (23 de abril de 2012)
Iniciamos en esta Eucaristía la 103° Asamblea Plenaria del Episcopado
Argentino. Este hecho es, ante todo, un motivo de gratitud a Dios. Venimos para
expresar nuestro afecto colegial, guiar la acción evangelizadora de la Iglesia
y afianzar nuestros lazos de comunión. Es un encuentro de pastores llamados a
iluminar y a servir desde la Palabra de Dios el camino de la Iglesia en la
Argentina. Necesitamos abrirnos con docilidad al Espíritu de Dios para ser
discípulos del Señor en nuestro servicio. La imagen de Esteban, que acabamos de
escuchar, es elocuente cuando se nos dice de él que, como hombre invadido por
el Espíritu de Dios, todos: “quedaban admirados frente a la sabiduría y al
espíritu que se manifestaba en su palabra” (Hech. 6, 10). La primacía de Dios era
su fuente, su fortaleza y confianza.
Ante la pregunta de sus discípulos sobre qué debían hacer para realizar las
obras de Dios, Jesús les responde: “La obra de Dios es que ustedes crean en
aquel que él ha enviado” (Jn. 6, 28). Este evangelio nos invita a renovar
nuestra fe en el encuentro con Jesucristo, que es el bien más precioso de la
Iglesia. Ella existe por la fe y vive para trasmitirla. En el marco del Año de
la Fe , al que el Santo Padre nos convoca, nuestra Asamblea Plenaria adquiere
un significado particular. Los obispos somos, ante todo, hombres de fe; somos
creyentes llamados a servir la fe de nuestros hermanos. Es tiempo de gracia y
purificación, tiempo de oración y fortalecimiento en la misión que se nos ha
confiado. La finalidad del Año de la Fe es hacer de nosotros y de toda la
Iglesia : “testigos creíbles y gozosos del Señor resucitado, capaces de indicar
la puerta de la fe a tantas personas que buscan la verdad”. Poner a alguien en
contacto con Jesucristo es el primer acto de amor que humaniza y da sentido a
su vida. Esta invitación refuerza el camino de la Misión Continental que nos
señaló Aparecida y que venimos realizando.
La fe no es sólo algo interior, sino que implica un modo de vivir, debe
hacerse cultura. “Una fe que no se hace cultura, nos recordaba el beato Juan
Pablo II, es una fe no plenamente vivida ni totalmente asumida”. La sabiduría
del evangelio debe iluminar toda la vida del hombre. Frente a las dificultades
que nos puede presentar un mundo alejado de Dios, no cabe la nostalgia del
pasado sino el testimonio de una esperanza que se apoya en la certeza de
nuestra fe en Jesucristo, que es el mismo: “ayer, hoy lo será siempre” (Heb.
13, 8). Cristo, que es lo más actual para el hombre y la medida de todo lo
humano lo es, también, de la cultura. La fe no se impone, se ofrece como un don
que busca la libertad del hombre. Su fuerza no es el proselitismo sino la
atracción de la presencia y la belleza de su mensaje, que es la Persona misma
de Jesucristo.
La cultura, como realidad dinámica que abarca la totalidad de los ámbitos
en los cuales el hombre desarrolla sus “cualidades espirituales y corporales”
es, además, el medio necesario para que el hombre y la sociedad alcancen “un
nivel verdadera y plenamente humano” (cfr. GS 53). Hay definiciones y opciones
llamadas a convertirse en leyes que, por su significado modélico en el
ordenamiento jurídico de la sociedad, orientan el nivel de una comunidad y
configuran una cultura. Esto no es ajeno a la fe en Jesucristo ni a la
presencia de la Iglesia en el mundo. Elevar nuestra palabra en temas que hacen
a la dignidad del hombre en la defensa de la vida en todo su desarrollo, como
el valor de la familia fundada sobre el matrimonio junto a los derechos del
niño, es un deber que nos compromete como hombres de fe en el ejercicio de
nuestra responsabilidad pastoral.
En esta línea hemos destacado, en nuestras recientes Orientaciones
Pastorales, la importancia de la relación entre Fe y cultura como un desafío y
un servicio de la Iglesia en el mundo. En este ámbito adquiere toda su
importancia el valor de la Catequesis como camino de la Iniciación Cristiana y
de la Educación en todos sus niveles. No podemos hablar de evangelización y
diálogo con la cultura si no partimos de la necesidad de ahondar el contenido
de la fe por el camino de la formación. La primacía y la centralidad de su
Palabra, como acontecimiento siempre nuevo que da vida y solidez a la fe, es
nuestro primer servicio al hombre y la cultura. En este sentido la próxima
celebración del III° Congreso Catequístico Nacional en Morón es una gracia que
nos habla de la importancia de un sólido Itinerario Catequístico Permanente,
que permita descubrir la vocación cristiana desde la vivencia de la fe en la
inserción de la vida en cada comunidad eucarística dominical.
En la convocatoria al Año de la Fe el Santo Padre nos recuerda, además,
que: “La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un
sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan
mutuamente” (PF 14). No cabe hablar, por ello, de una cultura cristiana que no
tenga en la caridad su expresión mayor y comprobación. Cuando la Iglesia nos
habla de “la solidaridad particular con los débiles y la opción preferencial
por los pobres” (LPNE 32), no lo hace desde una postura ideológica sino desde
un compromiso de fidelidad al evangelio. Nuestra cercanía al pobre, al que
sufre, nace de una profunda actitud de fe, “que nos descubre el rostro del
Señor en aquellos hermanos nuestros con quienes él se ha identificado y desde
quienes nos interpela” (LPNE 27). Fe y Caridad, Verdad y Amor, es la fuente
donde abreva la cultura cristiana.
En este marco las metas que nos propusimos en el camino hacia un:
“Bicentenario en justicia y solidaridad”, mantiene toda su actualidad. En
ellas, el estudio y la docencia de la Doctrina Social de la Iglesia , como
reflexión que nace del encuentro del evangelio con la realidad, adquiere un
lugar relevante. Ella nos presenta una riqueza doctrinal orientada al
desarrollo integral del hombre, a la vida de las instituciones en el marco del
Bien Común, como a la equidad en las relaciones sociales. El reciente Congreso
de Doctrina Social en Rosario, fue expresión de esa presencia y servicio de la
Iglesia.
En esta rápida mirada a algunas opciones de nuestra Iglesia en Argentina,
no puedo dejar de mencionar un tema más íntimo, tal vez más doméstico, pero no
menos importante en la preocupación de nuestro ministerio episcopal. Me refiero
al valor y necesidad de las vocaciones consagradas y sacerdotales. Es
sugerente, al respecto, el lema que el Santo Padre ha elegido este año para la
Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones: “Las vocaciones don de la
caridad de Dios”. La vocación tiene su fuente en Dios y se concreta en un
llamado al servicio de su pueblo. A este tema lo hemos propuesto como un ámbito
pastoral prioritario. En cuanto don reclama nuestra oración, pero como
respuesta necesita crear las condiciones que permitan que el llamado sea
reconocido, valorado y escuchado. Se abre aquí todo un camino creativo y
estable de trabajo vocacional a nivel de toda la vida de la Iglesia.
Queridos hermanos, iniciamos con gozo una nueva Asamblea Plenaria. Venimos
con nuestras preocupaciones pastorales, traemos las inquietudes de nuestras
comunidades y agentes de pastoral, sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos;
conocemos la realidad con las urgencias, necesidades y esperanzas de nuestra
gente. Pidamos al Señor la asistencia de su Espíritu, para que sea él quien
oriente nuestras reflexiones y decisiones. Que María Santísima, Nuestra Madre
de Luján, nos acompañe y enseñe a ser discípulos y misioneros de su Hijo,
Nuestros Señor Jesucristo. Amén.
Mons. José María
Arancedo, arzobispo de Santa Fe de
la Vera Cruz y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina
Fuente:
AICA
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