"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

9 de febrero de 2012

Mons. Marcelo Martorell: "Cristo fue la respuesta, el alivio y la esperanza de una vida mejor para los seres humanos de ayer -cuando caminaba en medio de ellos- y lo es para los de hoy en el corazón de la Iglesia sufriente"



Homilía de monseñor Marcelo Raúl Martorell, obispo Puerto Iguazú, para el 5º domingo durante el año (5 de febrero de 2012)
 
La liturgia de este domingo nos lleva a considerar el misterio del dolor, ese mundo tan habitual en nuestras vidas: sufrimos males y enfermedades del alma, del cuerpo y de la psiquis. Y ciertamente no podemos habituarnos a él. No deseamos sufrir, buscamos más bien lo contrario, queremos estar bien, no tener dolores ni enfermedades, ni padecer las miserias del alma y de la vida en general. Sin embargo el sufrimiento de cualquier tipo es parte de nuestras vidas, porque desde que el hombre pecó “entró el mal en el mundo” e hirió el corazón del hombre, inclinándolo al mal, cuando en realidad fue creado para el bien y aparecieron las enfermedades, los males morales y espirituales, y todo tipo de carencias personales y sociales. El hombre hecho para gozar de la abundancia de Dios, por el pecado se sumergió en un mundo de necesidades.
 

La Palabra de este domingo se mueve en ese marco. Así podemos ver a Job en el dolor de sus propias tribulaciones (Job 7,1-3): “meses de desencanto son mi herencia y mi suerte noches de dolor”. Job es el símbolo de la humanidad sufriente y angustiada por el cúmulo de males físicos y morales. Sin embargo en su alma no ha entrado la desesperación, porque él cree en Dios y lo invoca en todo momento: “recuérdate Señor de mi, porque mi vida es un soplo”. El fiel Job gime de dolor, sufre y suplica. Y esta súplica no es en vano, porque el Señor lo escuchará, y lleno de ternura le mandará un Salvador que suavice su sufrimiento y le abra el corazón a una nueva esperanza, un Salvador que cure sus heridas y sane su alma sufriente.
 
Jesús, es el Salvador. Así lo presenta el evangelista san Marcos (Mc 1, 29-39) rodeado de una multitud de sufrientes: “le trajeron todos los enfermos y endemoniados, la ciudad entera estaba agolpada a su puerta. Jesús curó a muchos que adolecían de diversas enfermedades y expulsó a muchos demonios”. Jesús, el Cristo, alivia el dolor de los enfermos y eleva el alma de los sufrientes. Predica, y con su predicación da luz a los espíritus y revela el amor de Dios por todos los hombres de la tierra y los lleva a creer en Él. Dios cura las enfermedades del alma y también las del cuerpo. Y cuando no cura la enfermedad da la luz necesaria para sobrellevar la enfermedad con esperanza y amor y enseña que el sufrimiento es capaz de producir frutos de vida eterna.
 
Cristo obra la salvación y ella debe perpetuarse para siempre hasta que él vuelva y para ello encomienda a la Iglesia, y en ella con sus dones a todo creyente. La predicación del evangelio y la comunicación eucarística de Cristo, alivia el corazón del hombre que busca una respuesta a su vida llena de dolor, de cualquier dolor. Cristo fue la respuesta, el alivio y la esperanza de una vida mejor para los seres humanos de ayer -cuando caminaba en medio de ellos- y lo es para los de hoy en el corazón de la Iglesia sufriente.
 
San Pablo nos recuerda que llevar la palabra: “ay de mí si no predicara” (1 Co 9,16) y celebrar los misterios es una obligación para la Iglesia y un deber para todo cristiano. Así, Cristo quiere aliviar los corazones que sufren y salvar de la iniquidad a los que llevan los males morales al mundo. Son los enfermos los que necesitan del médico y no los sanos, esa fue la propuesta de Cristo a los fariseos. La confianza en Él tiene que mover el corazón nuestro a un respuesta de fe y de amor que cambie nuestras vidas. Pues de ellas depende la salud del mundo entero. Y así como el hombre busca alivio a sus enfermedades a través de la ciencia, cuanto ésta más avanza, mayor tiene que ser su confianza en Dios, pues la ciencia humana es también un don de Dios en la inteligencia del hombre.
 
Que María, nos lleve a buscar en el corazón de Cristo el alivio para nuestras vidas.
 
Mons. Marcelo Raúl Martorell, obispo de Puerto Iguazú
 
Fuente: AICA

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