Homilía (Sugerencias) de monseñor Domingo Salvador Castagna, arzobispo emérito de Corrientes, para el 6º domingo durante el año (12 de febrero de 2012)
Marcos 1, 40-45
Dios quiere curar y perdonar.
La confianza del leproso y la respuesta condescendiente y bondadosa de Jesús, constituyen el núcleo del mensaje evangélico de este domingo. Es ejemplar la humilde súplica del leproso. No acude empujado por el miedo o la desesperación, al contrario. Recibió una información correcta de quién es Jesús y pide que su poder logre la purificación que anhela: “Entonces se le acercó un leproso para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: ‘Si quieres, puedes purificarme’. Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: ‘Lo quiero, queda purificado’” (Marcos 1, 40-41). Esa es la disposición de Dios para cada hombre, cualquiera sea la enfermedad que lo atormente. El enfermo o hundido en su pecado, que se reconoce en esas condiciones, despierta el afecto conmovido de Quien “quiere” - ¡y bien que lo quiere!- curarlo y perdonarlo: “Lo quiero, queda purificado”. El ánimo transgresor que domina a muchos de los habitantes de este mundo, necesita ser reemplazado por la súplica humilde del leproso que aparece aquí.
Cristo vino como ayuda necesaria.
No se menosprecia y humilla quien reconoce toda su verdad. Los errores que se precipitan como avalancha de piedra y nieve no se resuelven calificándolos como virtudes o meros matices temperamentales. En una sociedad donde teóricamente se comparten ideales de bien, debe producirse la confluencia de esfuerzos por identificar errores y corregirlos. Cristo vino como ayuda necesaria por causa de la impotencia, harto probada, instalada en la naturaleza humana a partir del pecado de origen. La actitud humilde del leproso es la llave que abre la única puerta que conduce a la salud. ¡Cómo cuesta meterla en la cerradura que corresponde a nuestra situación personal! Las famosas corporaciones, de múltiples tonalidades, reciben de las personas que las componen la capacidad o la incapacidad de reconstruir la verdad en la justicia y en el amor. Basta observarlas y mantener los oídos abiertos a sus públicas manifestaciones.
El contagio de la fe.
La persona alcanzada por el perdón de Dios se constituye, sin proponérselo, en testigo de ese perdón en una sociedad que necesita ser perdonada y aprender a perdonar. Aquel leproso no pudo soportar en silencio su curación, a pesar de la advertencia de quien lo curó. Los cristianos, por la naturaleza misma de su Bautismo, deben ser testigos del perdón que reciben. Son parte de una sociedad que necesita ser notificada, por ellos mismos, de que Cristo es el perdón efectivo y el amor tierno de Dios. En ello consiste la verdadera evangelización. Alguna vez escuché, de un alto prelado europeo, que la evangelización se produce por irradiación. Es una paráfrasis de la expresión: “contagio de fe”. Quien vive la fe - recordemos a san Pablo: “el justo vive de la fe” - la contagia saludablemente a quienes el ateísmo reinante no ha logrado inocular aún su pernicioso virus. Los Apóstoles, y, obviamente, la Iglesia, han sido enviados a suscitar la fe mediante la predicación. La misma catequesis es el desarrollo de aquella predicación apostólica, viva hoy por el ministerio de los Obispos, sucesores de los Apóstoles. Es preciso activar esos providenciales recursos en las comunidades cristianas para que se produzca un movimiento, ya iniciado y hoy sostenido, por la acción del Espíritu de Pentecostés.
El amor requiere una fe comprometida.
Es urgente renovar la fe de quienes afirman tener fe. Ello significa mostrar todas las exigencias contenidas en el Evangelio predicado por sus ministros propios y testimoniado por los santos. Como el mundo contemporáneo descree del discurso se impone destacar la importancia de las obras. Santiago lo afirma con claridad: “¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?....la fe, si no va acompañada de las obras, está completamente muerta” (Santiago 2, 14-17). El amor, que da sentido a las obras, y se expresa en ellas, requiere una fe que conduzca al compromiso de la propia vida.
Mons. Domingo S. Castagna, arzobispo emérito de Corrientes
Fuente: AICA
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