Homilía de monseñor Andrés Stanovnik, arzobispo de Corrientes, en la misa del miércoles de Ceniza (22 de febrero de 2012)
“Hoy iniciamos con toda la Iglesia un tiempo de penitencia y conversión, que durará cuarenta días, de allí la palabra “cuaresma”, y culminará con la celebración de la Pascua. “Éste es un tiempo propicio –nos recuerda el Santo Padre– para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitario. Se trata de un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual" (Benedicto XVI, Mensaje de Cuaresma, año 2012).
El evangelio que proclamamos hoy nos instruye sobre el espíritu que debemos tener para introducirnos en este tiempo y, a la vez, nos alerta sobre el peligro que hay en buscar el reconocimiento de la gente y no la recompensa de Dios cuando hacemos algo bueno. Lo que Dios quiere de nosotros es la conversión del corazón: “conviértanse a mí de todo corazón”, “rasguen el corazón, no las vestiduras”, hemos oído en la primera lectura del profeta Joel. Ciertamente, la oración, el ayuno y la caridad, son prácticas que Jesús recomienda, pero deben hacerse con recta intención, porque sólo así se convierten en un método eficaz para salir de nosotros mismos, abrirnos más al amor de Dios y estar más atentos a las necesidades de los otros. Esto no llevará a apreciar la cruz de Jesús y con él a ejercitarnos en tomar la propia, con la certeza de que ése es el camino que nos lleva a una vida más plena y más feliz, como lo asegura él mismo en las bienaventuranzas.
También el Año de la Fe, que ha proclamado el Papa y cuya apertura solemne se realizará el próximo mes de octubre, es un llamado a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Él nos busca movido de amor y nos habla como amigos para invitarnos a gozar de su amistad (Cf. Dei Verbum, n. 2). Si permanecemos sordos a su Palabra, la otra voz que inevitablemente vamos a escuchar es la propia. El “boom de la espiritualidad”, de la que hoy se habla mucho, es una propuesta de vagabundeo por los pasillos interiores para escucharse y sentirse a uno mismo. En ese divague interior no hay lugar para un verdadero encuentro, sino sólo para sentimientos autocomplacientes. De ese modo, atrapado en sus propios límites, el ser humano busca una salida en las innumerables ofertas de autoayuda, que sólo entretienen con engañosas introspecciones. La verdadera espiritualidad brota de un encuentro y no de un programa. Ésa es la gran novedad del mensaje cristiano: Dios en Jesús, movido de amor, decide encontrarse con el hombre. Del encuentro real con Jesucristo vivo y de la aceptación de su invitación a tomar la propia cruz cada día y seguirlo, comienza el verdadero camino espiritual, que nos libera de los estrechos y sofocantes límites del egoísmo, y nos abre al amor auténtico, que es total donación de sí. Ése es el camino que nos reconcilia con Dios y con los hermanos y nos devuelve la paz y la alegría de vivir, “no de una alegría superficial y efímera, sino de aquella que brota del ser conscientes de que sólo el Señor Jesús tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68)” (Verbum Domini, n. 123).
Es crucial para la vida del hombre y, como consecuencia, también para la sociedad, que no se desfigure o se pierda el verdadero sentido de Dios. No da lo mismo creer en un Dios personal, cercano y amigo del hombre, como el que se revela en Jesús y conocemos a través de la Escritura y de la vida de la Iglesia, a cuya imagen fuimos creados, que dirigirse a un dios impersonal y hecho a medida de los propios gustos. En todas las épocas el ser humano fue tentado a fabricarse ídolos y, como en otros tiempos, también hoy les sacrifica todo. La dinámica perversa que los mueve es esclavizar y someter, desquiciar al hombre de su libertad y engañarlo con ilusiones, sensaciones pasajeras y falsas seguridades. El pecado se muestra brillante y encantador, se parece a la luz, pero en realidad es un “agujero negro” que lo devora todo y reclama que se le someta la totalidad de la propia existencia.
En esas condiciones, el ser humano se convierte en un temible inventor de su propia imagen. Esta alarmante realidad se refleja, por ejemplo, en la letra de numerosas canciones que cantan nuestros jóvenes y que el mundo adulto escucha complaciente: en esos versos se exalta el mal, se aplaude la violencia, se idolatra la transgresión, se festeja la anarquía, se hacen bromas con el drama de la adicción. Es un fenómeno que debería preocuparnos y hacernos pensar. Preguntémonos cuál es el mensaje que transmite hoy la familia a sus hijos y la sociedad adulta a los jóvenes. Deberíamos preguntarnos qué señales estamos dando como sociedad en temas fundamentales como es el respeto por el otro; la práctica de la justicia y la transparencia en la gestión pública; la real prioridad que se le debe dar a la educación; la atención humana y profesional que requiere la persona del enfermo en nuestros hospitales; el trato que le damos a los detenidos en nuestras cárceles y a sus familiares; el cumplimiento de las normas de convivencia ciudadana, etc. En este sentido, también las comunidades religiosas debemos revisar, a la luz de la verdad que es Jesucristo, la coherencia de las palabras con nuestras acciones para no obrar contra de lo que predicamos. Si el mundo que ofrecemos los adultos a las nuevas generaciones, recibe la respuesta que leemos en muchas de sus canciones, es para preocuparnos en serio. Todos, sin excepción, pero con mayor responsabilidad los que ejercemos funciones de autoridad en la comunidad, sea en el ámbito civil o religioso, estamos llamados a un profundo cambio de nuestra mente y de nuestra conducta. En particular, el tiempo de cuaresma es un fuerte llamado a una sincera conversión para los que creemos en Jesús y sentimos un gran amor por su Madre la Virgen María. Sabemos que no podemos cambiar confiados sólo en nuestras fuerzas humanas. Por eso, hoy queremos poner toda nuestra confianza en el Amor de Dios, que tiene el poder de sanar nuestros corazones debilitados por el pecado, convertirnos a Él y sostenernos en el camino de las buenas obras.
El mandato “conviértete y cree en el Evangelio”, que escucharemos a continuación cuando nos coloquen la ceniza en nuestra frente, nos interpela a cooperar con el Amor de Dios y estar dispuestos a hacer el bien y evitar el mal. Hoy hay que reafirmar con fuerza que el bien existe y vence, porque Dios es «bueno y hace el bien» (Sal 119, 68). El bien es lo que suscita, protege y promueve la vida, la fraternidad y la comunión, escribió el Santo Padre en el mensaje para esta Cuaresma. Esa bondad y misericordia de nuestro Dios (cf. St 5,11) la vemos reflejada en los ojos de nuestra Tierna Madre de Itatí, que “por más de cuatro siglos” se derrama en el alma de todo pecador que la implora con humildad.
En torno al altar y dispuestos a iniciar este tiempo de conversión, Jesús se pone a nuestro servicio con todo su ser: Palabra, Cuerpo y Sangre, y nos enseña que nuestra vocación a la santidad es ponernos al servicio de los demás como Cristo se pone al servicio nuestro, con toda su vida. El bien más hermoso que recibimos por la fe es el Amor de Dios, que se hizo servicio humilde y entregado hasta el final por todos los hombres. El mejor modo para agradecérselo es disponernos sinceramente a vivir una vida más santa, más responsable y generosa en el servicio a Dios y a nuestros hermanos".
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap., arzobispo de Corrientes
Fuente: AICA
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