Cien años atrás, el 7 de
noviembre de 1913, nació Albert Camus, uno de los escritores centrales del
siglo XX. Francés de origen africano, miembro de una minoría, niño pobre, joven
atravesado por el absurdo de una época “de dioses muertos e ideologías
extenuadas”, construyó una obra en la que reivindica la función, ya no de
“rehacer el mundo”, sino de “evitar que…se deshaga”.
Albert Camus nació en Orán y
vivió en Argelia hasta los treinta años. El dato no es una mera referencia
biográfica: es una marca constitutiva de su personalidad y de su obra. Fue un
hombre de frontera, en el límite entre Europa y África, ligado íntimamente al
paisaje por la experiencia de infancia y juventud argelinas y protagonista, a
la vez, en los conflictos de un mundo en crisis.
Nació un año antes de la
primera guerra mundial, en la que murió su padre; se crió, huérfano, en el
estrato más bajo del grupo de los pieds-noir, descendiente de europeos
en medio de una mayoría de árabes argelinos, en una familia cercada por la
miseria y el analfabetismo, “que hace que las gentes no tengan nombre ni
pasado”. En el discurso que dio en ocasión de recibir el premio Nobel, se
declaró integrante de la generación que nació con la primera guerra; que
padeció también la de España, la segunda guerra mundial, “el universo de los
campos de concentración, la Europa de la tortura y las prisiones (…) en un
mundo amenazado de destrucción nuclear”. Esta participación en el grupo que
sufrió los hechos que conformaron una “historia demencial”, le permitió
entender la atracción de alejarse del optimismo y colocarse al borde de la
desesperanza.
Por tanto, Camus admite
que el mundo inexplicable alienta en el hombre la sensación del absurdo,(1) sin embargo, considera que “el verdadero pesimismo
consiste en encarecer tanta crueldad e infamia”. Si “en la experiencia absurda
el sufrimiento es individual”, al rebelarse, el hombre asume la conciencia de
ser colectivo, de vivir “la aventura de todos”.(2) Desde
esta perspectiva, propone una “literatura desesperada”: el escritor asume la
función de escribir para integrarse con los otros y ofrecerles,
empecinadamente, “una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes”.
“Jamás
he podido renunciar a la luz”
Para iluminar el mundo en
sombras, Camus retorna, recurrentemente, a su lugar de origen a fin de recuperar
“una luz en la cual nací y en la cual, hace millones de años, los hombres
aprendieron a celebrar la vida…”. Este rencuentro con la zona no se limita sólo
a la exaltación de un paisaje más luminoso –en su más amplio sentido– que el de
las grandes capitales, que esplende en el tono celebratorio de los textos de Verano.
Es también el reservorio de una experiencia que permite alumbrar la vida
entera, cifrado en el “espectáculo de la belleza que era mi única riqueza”.
Esta “fidelidad
instintiva a la luz” se hace patente en los textos camusianos, en los que se
reitera la presencia de la luminosidad que alumbra los espacios sombríos. Así,
en La peste (1947), la novela que relata el avance de una epidemia en la
ciudad de Orán, a medida que la cantidad de víctimas y el progresivo deterioro
de la condición humana se van adueñando de la ciudad, en el texto se construye
un ámbito de oscuridad por la insistencia y variedad de menciones: “Era la hora
en que, por orden superior, retardaban en los cafés el momento de dar luz. El
crepúsculo invadió la sala como un agua gris, el rosa del poniente se reflejaba
en los vidrios y los mármoles de las mesas relucían débilmente en la oscuridad
que aumentaba. En medio de la sala desierta, Rambert parecía una sombra
perdida…”.(3) “En el descansillo, el doctor intentó en
vano hacer funcionar el conmutador de la luz. Las escaleras estaban sumergidas
en la sombra”.(4)
Como contraposición, la
figura de Rieux, el médico que lucha con pasión para combatir el mal, suele
presentarse relacionada con la aparición o el aumento de la luz. La dolorosa
escena de la agonía del hijo del juez coincide con el amanecer; mientras
esperan el desenlace, Rieux se contiene para no responder al comentario
desafortunado del padre Paneloux y dirige su mirada al niño. Una breve
anotación señala: “La luz crecía en la sala”.
En El exilio y el
reino –su único volumen de cuentos–, el primero, “La mujer adúltera”,
relata el viaje de un matrimonio a través de la aridez del desierto. No los
guían los mismos motivos: el marido intenta hacer algún negocio; su esposa lo
acompaña, sin saber bien por qué. Viven una vida también árida; a él nada
parece interesarle, salvo sus negocios. “No habían tenido hijos. Los años
habían pasado en aquella penumbra que mantenían con los postigos
entornados”.(5) Durante el viaje, la protagonista
comienza a vislumbrar, dolorosamente, esta situación; en la visita a un fortín
irá atravesando el proceso de reconocimiento de su fracaso, alumbrado por
continuas referencias a la luz: “A medida que subían el espacio se iba
ampliando, y ascendían en medio de una luz cada vez más vasta, fría y seca, en
la cual cada sonido del oasis les llegaba con una pureza nítida. El aire
iluminado parecía vibrar a su alrededor…”.(6) Más tarde,
sola, regresa al mismo sitio, “medio a ciegas, en la oscuridad”, aunque
distintas luces van señalando su camino. Al fin, el espectáculo del cielo
cubierto de estrellas “como luminarias a la deriva”, le permite sentir que, más
allá del sufrimiento, puede recupera sus raíces, “como si la savia volviera a
subir por su cuerpo”.
“Niños,
niños sobre todo”
La zona le devuelve a
Camus no solamente el paisaje, sino también el momento de la infancia, que se
revive en El primer hombre, el texto que llevaba con él en el momento de
su muerte y que no llegó a terminar. El protagonista es un niño, Jacques
Cormery, en el que –a pesar del enmascaramiento del cambio de nombre, del uso
de la tercera persona narrativa que niega la autobiografía– se reconocen los
datos del autor. Este texto mutilado por el accidente recobra, como un momento
luminoso, el tiempo nunca perdido de la infancia. El protagonista, privado de
toda clase de bienes materiales, ahonda en los que le brinda, gratuitamente, el
mundo: a través de esta mirada inundada por la gracia, el texto se constituye
en la épica de una etapa en la que las riquezas son el sol, el mar, la playa,
la libertad, los juegos.
Jacques Cormery es
solamente uno de los niños que aparecen en la obra de Camus y que se
constituyen, siempre, en un foco de atención en el texto. Así ocurre –es
inevitable mencionarlo nuevamente– con el hijo del juez Othon, en La peste.
Rieux y sus ayudantes ya han visto morir a otros niños, pero en este caso
siguen su sufrimiento “minuto tras minuto”, conmovidos por el “escándalo” del
“dolor infligido a ese inocente”. Después de lanzar un “grito sostenido…que
parecía provenir de todos los hombres a la vez”, el niño muere. Su muerte es
una provocación para el médico; justamente porque se trata de un inocente,
Rieux se rebela: “estoy dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta
creación donde los niños son torturados”.
La anécdota de la obra
teatral Los justos se basa en un atentado en la Rusia zarista, en 1905,
que Camus refiere también en El hombre rebelde, en su minucioso relato
de la historia del terrorismo. El primer intento fracasa porque el encargado de
llevarlo a cabo no se atreve a arrojar la bomba contra el coche del gran duque:
hay niños dentro de él. Kaliayev explica lo sucedido; en Ucrania, cuando
conducía su coche, no le tenía miedo a nada. “Nada en el mundo, salvo
atropellar a un niño”. Su respuesta origina una discusión: sus compañeros le
recuerdan cuál era la misión que le había encomendado la organización. Kaliayev
da una respuesta en la que plantea –según términos de Camus– una moral de los
límites: “Pero no me había pedido que asesinara niños”.
Más allá de la
repercusión que alcanzó en su momento, la literatura de Camus –en la que
vibra una honda conciencia de su época– mantiene su actualidad por la misma
insistencia con que nos interpela, como lectores, al planteo de los aspectos
más profundos de la condición humana, “los pocos valores sin los cuales el
mundo, aun transformado, no vale la pena ser vivido, sin los cuales un hombre,
aunque vivo, no merece ser respetado”.
Por Barros, Raquel
Fuente: Revista Criterio
Notas:
1)
No es inútil recordar que
Camus organizó su obra en tres partes. La primera, dedicada al absurdo, toma
como referencia el mito de Sísifo, personaje absurdo que cumple su condena sin
esperanza. Dentro de esta parte se incluyen, entre otras obras, las novelas El
extranjero y La peste.
2) La segunda parte de la obra de Camus se centra en la rebeldía como
superación del absurdo. El ensayo El hombre rebelde desarrolla su
postura teórica, que se condensa poéticamente en el drama Los justos.
Pablo decia que:"Hay que leer todo y quedarse con lo bueno"!
ResponderEliminarUno de los libros de Albert Camus, "La Peste", es para leer y releer...!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
Etelvina