"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

28 de julio de 2012

Comentario al artículo de José Pablo Feinmann "Entre san Agustín y santo Tomás" I parte



Comentario al artículo del filósofo José Pablo Feinmann “Entre san Agustín y santo Tomás” I parte
 
En esta última parte del Seminario “Cómo interpretar la Biblia” nos hemos propuesto considerar el tema fundamental de la santidad como criterio de interpretación propuesto por el Papa Benedicto XVI en Verbum Domini.
 
Observando el artículo del filósofo José Pablo Feinmann publicado por el diario “Página 12” del 1º de julio de 2012, nos permitimos el humilde atrevimiento de ofrecer una pequeña contestación a su reflexión, ya que lesiona los sentimientos de muchos católicos por sus expresiones equívocas con respecto a san Agustín y santo Tomás. Intentaremos pues confrontar su ideológica reflexión con una comprensión más correcta de estos santos en sus textos y sus realidades históricas, sin apuros emocionales. A las puertas del Año de la Fe resulta didáctico analizar este texto comprendiendo las fuentes.
 

Texto de José Pablo Feinmann:
 
Lo del obispo Bargalló demuestra que la castidad que la Iglesia impone a sus súbditos es una agresión a la condición humana. Un cerrojo a la naturaleza del cuerpo, que tiene tantos derechos como el espíritu. Pero la cosa ya es irremediable, de tan lejos viene. ¿Por qué tanto empeño en proteger y demostrar la virginidad de María? Otros hombres de la Iglesia (muy superiores al obispo de Merlo-Morón) han sentido la tentación del pecado, de la lujuria. Y no se han ido a esconder a una playa exclusiva, carísima de México, para realizarlo y luego callar, sino que lo han confesado abiertamente, incluso con una prosa que suele sorprender por su belleza. Otros hombres –más consagrados a su Dios que el obispo Bargalló– sufrieron la tentación carnal y se entregaron a ella y lo dijeron valientemente, sin andar fraguando mentiras, tonterías escasamente creíbles para salir del paso. Me voy a referir a uno de ellos, al autor de las Confesiones, a San Agustín, a quien el obispo de Merlo habrá leído seguramente tanto como yo, que no he dejado de hacerlo desde muy joven, desde que cursaba en Viamonte 430, en la vieja Facultad de Filosofía y Letras, la materia Fenomenología e Historia de las Religiones.
San Agustín vivió entre los años 354 y 430. Las Confesiones es el más íntimo y hermoso de sus libros y seguramente uno de los más auténticos que el catolicismo ha hecho nacer. Se trata de un libro fascinante, sobre todo en sus primeras partes, en las que un joven demasiado joven no puede sobrellevar las exigencias de la pubertad y a la vez adorar a su Dios aceptando las exigencias terribles que éste le impone a su cuerpo. De esta forma, el libro se convierte en una amarga queja (como si Job surgiera otra vez ante Dios, cuestionándolo) que un ardiente pecador le presenta a su Creador. “Quiero acordarme ahora de mis fealdades pasadas y de las carnales torpezas de mi alma. Y lo hago, no porque ame estos pecados, sino para amarte a ti, Dios mío (...) Pues en mi adolescencia ardía en deseos de hartarme de las cosas más bajas. No dudé en embrutecerme con varios y oscuros amores” (Libro II, Capítulo I). Y sigue adelante el que luego será recordado como el Santo de Hipona. Pero decir “sigue adelante” es injusto con él. Porque cualquiera que se pone a escribir puede adelantar en su tarea. Agustín, por el contrario, inicia el Libro III con un texto digno de la mejor literatura, erótica. No sólo la prosa es subyugante, sino el ambiente que, en pocas palabras, pinta: “Llegué a Cartago y me encontré en medio de una crepitante sartén de amores impuros” (Libro III, Capítulo I). ¿Leyeron eso? “Una crepitante sartén de amores impuros.” ¿Qué se freía en esa sartén? ¿Qué comida exquisita, irresistible? El texto pareciera extraído de la mejor prosa de un autor caribeño. García Márquez lo aceptaría. Sigue: “Pues aunque mi verdadera necesidad eras tú, Dios mío que eres alimento del alma, yo todavía no sentía tal hambre (...) La salud de mi alma no era buena y, llena de úlceras, se lanzaba desesperadamente fuera de sí, restregándose con el contacto de las cosas sensibles” (Ibid.). A los dieciséis años, ¿quién puede contener a este púber que se desboca tras la lujuria? Agustín compara el deseo con las marejadas, con las corrientes profundas de un mar incontenible que lo lleva a playas que no desea y, a la vez, desea sin poder frenarse, sin nada que le dé la fuerza para hacerlo. Sigue: “Pero una vez más volvía a preguntarme: ‘¿Quién me ha hecho a mí? ¿No me ha hecho mi Dios, que no sólo es bueno, sino la misma bondad? ¿Pues de dónde me vino a mí el querer el mal y no querer el bien? (...) ¿Quién puso esta voluntad dentro de mí? (...) Y si la puso el diablo, ¿quién hizo al diablo?” (Libro VII. Cap. III. Subr. nuestro). Y aquí nos arrostra su texto decisivo: “Pero entonces, ¿dónde está el mal? ¿De dónde viene y por qué se ha colado en el mundo? ¿Cuál es su raíz y su semilla? (...) ¿De dónde viene, pues, el mal, si Dios hizo todas las cosas y siendo bueno las hizo buenas? (...) Pero tanto el Creador como su creación son buenas. ¿De dónde procede el mal? ¿Es que, acaso, era mala la materia de donde sacó el universo? (...) ¿Y por qué esto? ¿Acaso Dios no tenía poder para transformarla y cambiarla de todo modo que no quedase de ella rastro del mal? ¿No es acaso omnipotente?” (Libro VII. Cap. V). La formulación es extrema, la queja alcanza su mayor densidad: ¿Por qué existe el mal? Si Dios es pura bondad y es omnipotente, ¿por qué no destruye el mal? Si no lo hace, ¿Dios quiere el mal? ¿Hay mal en Dios, ya que tanto lo tolera? ¿Se solaza Dios con el mal? En suma, las quejas de Agustín se resumen en afirmar que no puede evitar el pecado de la carne, huir de la lujuria, que su pubertad es una marejada impura que lo ahoga y, en esas aguas, él es un pecador que goza. Y si eso que a él le ocurre es, para Dios, el mal, ¿quién lo creó? Sólo El pudo hacerlo. ¿Por qué lo hizo? Y si es totalmente bueno y omnipotente, ¿por qué no lo elimina? ¿Acaso tolera el mal porque también está en El? ¿Con qué derecho su Dios lo lleva a decir algo tan desgarrador como: “Pobre de mí, ¿quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte”? (Libro VIII. Cap. V).
Pequeño obispo de Morón, ése es el coraje. Usted, sugerimos, debió decir: “Sí, pequé. Yo, un hombre entrado en la cincuentena, me vi arrastrado al pecado de la carne. ¿Qué podemos pedirles a nuestros jóvenes curas? Yo, al menos, incurrí en la lujuria con una mujer, divorciada y con una vida hecha. ¿Qué tiene de malo? ¿No es peor arrastrar a nuestros jóvenes curas, a los púberes que alojamos tras las paredes de nuestros monasterios, a vejar niños? ¿No es peor que viejos sacerdotes de vieja y ajada fe también lo hagan?”. Así habría sido respetado y hasta tendría un lugar en la historia de la Iglesia. Pero no: usted sucumbió a Santo Tomás de Aquino, que aún es el Padre de la Iglesia y cuya Summa Teológica es la verdad supre-ma. ¿Qué dice el santo de Aquino? La Summa consiste en una serie enorme de preguntas que el Santo responde. Formula la pregunta, luego las objeciones y por fin la solución. Todo está resuelto ahí. Se ocupa de cuestiones que el obispo de Morón debió consultar antes de irse a México a bañarse en aguas de lujuria. Por ejemplo: La abstinencia, ¿Es la abstinencia un mal? La castidad, ¿es la castidad una virtud? La virginidad, ¿consiste la virginidad en la integridad de la carne? ¿Es ilícita la virginidad? ¿Es la virginidad una virtud? ¿Es la virginidad más excelente que el matrimonio? Las especies de la lujuria: ¿Es pecado mortal la fornicación simple? ¿Es la fornicación el pecado más grave? ¿Existe pecado mortal en los besos y en los tocamientos? ¿Es pecado mortal la polución nocturna?
Bien, nos detenemos aquí. El obispo Bargalló sabía todas estas cosas. Sabe que la Iglesia cree en Santo Tomás. Entonces, ¿por qué abandonó la abstinencia? La castidad. ¿Ignoraba que la virginidad es una virtud? ¿Cómo se entremezcló con una divorciada? ¿Ignoraba que la fornicación simple y la compleja y vaya a saber cuántas más son pecado? ¿Ignoraba que los besos y los tocamientos son lujuria? ¿En cuántos besos y tocamientos incurrió con esa divorciada? ¿Por qué hizo lo que hizo? ¿Acaso por evitar el pecado mortal de la polución nocturna del que sólo se huye por medio de la fornicación simple?
Entre San Agustín y su corazón desgarrado y Santo Tomás y sus leyes inquisitoriales se mueve la Iglesia. El cardenal Bergoglio dijo que había “tristeza en la Iglesia” por las acciones del obispo de Merlo. El cardenal Bergoglio debe tener la Summa de Aquino clavada en el centro de su corazón, aniquilándolo. La Iglesia debe volver a la angustia agustiniana y –con ella– entrar en el siglo XXI. Debe también volver a la humildad del profeta de Nazareth y su desdén por las riquezas y decidirse a luchar contra la pobreza y la injusticia. De lo contrario morirá. Y si persiste en seguir como hasta ahora sería deseable que lo haga o que, al menos, se vuelva impotente y deje al mundo seguir su rumbo, hacia el desastre o hacia la vida, pero sin castradores medievales.



Introducción
 
En primer lugar la castidad no es una agresión a la condición humana, a menos que se reduzca la  “condición humana” a una mera naturaleza carnal. Luego, la castidad tampoco se trata “de un cerrojo a la naturaleza del cuerpo que tiene tantos derechos como el espíritu” ya que el ser humano es uno solo y no tiene dos sustancias separadas (carne y espíritu) sino consustanciales. Así, el planteo del autor se vuelve platónicamente dualista, separatista.
 
Siguiendo el argumento esgrimido por el filósofo argentino podríamos invertir la pregunta que plantea y decir por ejemplo: ¿por qué no respetar la castidad acaso el espíritu no tiene los mismos derechos que la carne? Como vemos, comenzamos siendo muy fácil e innegablemente entretenido ofrecer esta humilde respuesta. Por otro lado, resulta llamativo que se diga que la Iglesia tiene “súbditos” cuando quienes lo dicen, a veces, sirven con un contrato al estilo del vasallaje medieval a una ideología absolutista que se basa en la fuerza de discursos emocionales y la mentira.
 
I parte: San Agustín
 
Es importante resaltar que se refiere al santo con una valoración positiva, pero es irreal que “Confesiones” se trate de una amarga queja en analogía con la historia de Job, que por lo visto tampoco comprende bien Feinmann ya que Job nunca maldice a Dios y es muy distinto el planteo del libro de Job al de Agustín. Veamos el texto agustino. Libro II, 1:
 
Quiero hacer memoria de mis pasadas fealdades y de las corrupciones carnales de mi alma, no lo hago para regodearme en ellas, sino por amor tuyo. Dios mío. Y lo hago por amor de tu amor, Voy a evocar mis caminos llenos de perversión con este poso de amargura que supone remover estos recuerdos. Los evoco para que tú repitas tus dulzuras conmigo, tú que eres dulzura sin engaño, dulzura dichosa y garantizada. También espero que me recompongas de la fragmentación en que estuve escindido al apartarme de ti, que eres la unidad e ir tras mi propia difuminación en el mundo de la multiplicidad. En distintos momentos de mi adolescencia me abrasó la fiebre causada por el hartazgo de las realidades de rango inferior. Tuve, asimismo, la osadía de internarme en la espesura de amores diversos y sombríos. Quedó ajada mi hermosura y me convertí en un ser infecto ante tus ojos, por darle gusto a las complacencias personales y por desear quedar bien ante las miradas humanas.
 
La memoria de Agustín se llena de amargura al recordar el pecado, pero no lo hace como haría un pervertido o un reprimido sino como un cristiano que se expresa plenamente en armonía de su ser porque el Señor es su dulzura sin engaño, dulzura dichosa y garantizada. San Agustín confronta la amargura del pecado pasado con la dulzura de la santidad presente. De ninguna manera se trata de una queja sino de una confesión por su pasado con un sentido didáctico. El santo reconoce que se marchitó su hermosura por buscar la aprobación meramente humana.
 
Resulta curioso que un filósofo como Feinmann que conoce tanto de Georg Hegel haga una eiségesis (no exégesis, sino eiségesis: interpretar un texto desde sus propias ideas) emocional y sesgada del texto del Libro II, 1 de san Agustín.
 
El mismo error comete cuando comenta la siguiente cita, muy sacada de contexto. Veamos una parte del Libro III, 1:
 
Llegué a Cartago, y a mi alrededor chirriaba por doquier aquella sartén de amores depravados. Todavía no amaba, pero amaba el amar y con secreta indigencia me odiaba a mí mismo por verme menos indigente. Por aquella época yo no amaba todavía, pero deseaba amar, y hallándome en un estado de penuria más íntima, estaba resentido conmigo mismo por no ser lo bastante necesitado.  Andaba a la búsqueda de un objeto de amor, deseoso de amar.  Me asqueaba la seguridad y me aburría el camino sin trampas(1). Interiormente sentía hambre por estar alejado del alimento interior, tú mismo, Dios mío (…).  
 
En ese tiempo Cartago era una gran ciudad que disputaba con Alejandría el 2º lugar de todo el imperio en población, riqueza y letras. Aquí, nuevamente, Agustín nos va a decir lo mismo que ya comentamos pero ahora en un relato en que al final nos cuenta las consecuencias que sufrió por su vida anterior: para ser luego azotado con las varas de hierro candente, provocados por celos, sospechas, temores, corajinas y peleas. El santo parafrasea Ga 5,19-21, es una realidad que, actualmente y por desgracia, encontramos intensamente p.e. en el ámbito de la farándula barata de la TV, radio, teatro y gráfica basuras.
 
Por otro lado, en su época el retórico ya había perdido su antigua función política y civil y por tanto se dedicaba a la enseñanza. Por eso, es cierto lo que comenta Feinmann acerca de la atractiva prosa agustina en cuanto a un carácter erótico, pero esto lo decimos en cuanto a lo atractivo de su estilo y no a la imaginería de algún “viejo verde” que trata de ver en el texto lo que el texto no menciona. Concretamente, el erotismo literario de Agustín tiene que ver con la forma, cualquiera sea el contenido, es una retórica atractiva.
 
Lo mismo repite Feinmann y persiste en su error comentando la siguiente cita del Libro VII, Cap. III:
 
(…) Trataba de comprender una cosa que había oído: que el libre albedrío de la voluntad es la causa de que nosotros obremos el mal, y tu rectitud de juicio(2) era la causa de que lo padeciéramos. Pero no era capaz de ver con claridad este punto. (…) Pero yo volvía a la carga preguntándome: "¿Y a mí quién me ha hecho? ¿No ha sido mi Dios, que es no sólo bueno, sino que es el bien mismo? ¿De dónde me viene el querer el mal y no el querer el bien? ¿Me ocurre esto para sufrir un castigo merecido? ¿Quién sembró en mí este semillero de amargura(3), si he sido hechura total de mi Dios que es dulcísimo? Si el autor ha sido el diablo, ¿de dónde procede el diablo? Pero si es el diablo habiendo sido ángel bueno se hizo diablo por su mala voluntad, ¿de dónde procedió aquella mala voluntad que le convirtió en diablo, si el ángel fue creado en su totalidad por un Creador buenísimo?" En esta tolvanera de pensamientos volvía a hundirme, veía que me ahogaba, pero no me sentía arrastrado hasta aquel infierno del error donde nadie te confiesa(4), y donde juzga el hombre que es preferible que tú padezcas el mal, que el que lo ejecute el hombre.
 
Feinmann contextualiza esto con un Agustín púber de 16 años y eso no es cierto porque las “Confesiones” dan cuenta de un paneo por toda la vida del santo, desde su niñez (cuando robaba peras), anterior a su adolescencia, hasta el momento de su escritura. San Agustín comenzó a enseñar en Cartago a los 21 años y lo hizo hasta los 29 años.
 
También afirma Feinmann que conoce bien “Confesiones” (¿!). A esta altura si tuviéramos que considerar sólo este malogrado artículo de José Pablo Feinmann diríamos que su autor tiene un severo problema de comprensión de textos o maneja pésimo los signos de puntuación cuando escribe, aunque queda claro que no entiende lo que lee o lo distorsiona deliberadamente. Lo que Agustín decía antes, en el Libro III se refería a su época de estudiante. De más, casi, está decir que Agustín se entristece por su vida pasada de hombre inclinado a las sensaciones y se alegra de su vida presente, cuando escribe las “Confesiones”, un hombre de Dios que se deprime recordando sus pecados porque los aborrece, no se gloría en el error como insinúa Feinmann (o como hacen algunos cristianos no renovados verdaderamente).
 
Con respecto al origen del mal Agustín reconoce que no podía esclarecer el origen del mal desde el neo platonismo que lo alejó de los maniqueos y lo acercó a la Iglesia, porque es opaco con respecto a la Creación.
 
Sigue Feinmann con su catálogo de eiségesis con respecto al Cap. V del Libro VII que, en realidad, se trata de un texto bien teológico en donde el doctor de Hipona se pregunta las cosas que se pregunta todo teólogo en todas las épocas. Agustín lo plantea de un modo platónico como si Dios hubiera creado el mundo a partir de una materia coexistiese con Él: (…) ¿De dónde viene, entonces, el mal? ¿Viene, tal vez, de la materia de donde las hizo, una materia mala, y al darle a ésta forma y proporción, dejó en ella algo que no transformó en bien? ¿Y por qué pudo ocurrir una cosa así? ¿Es que siendo Dios  todopoderoso, se vio impotente para transformarla y cambiarla en su totalidad, de modo que no quedaran residuos del mal? (...)
 
Agustín no logra dilucidar el misterio de la Creación porque no considera el dato de la Revelación: Dios creó el mundo de la nada (creatio ex nihilo). Dios creó el mundo libremente y le dio al ser humano libertad. Pero el santo reconoce aquí que buscaba mal el origen del mal: Andaba yo buscando el origen del mal, pero lo buscaba mal. Ni siquiera veía el mal que radicaba en mi método de buscarlo. Pero esto último no lo cita Feinmann sino que sacó brutalmente de contexto las frases del filósofo Agustín dándole un sentido equívoco al texto. Además, san Agustín se plantea de qué sirve buscar intelectualmente el origen del mal si se obra mal.
 
Luego, Feinmann sigue diciendo que Agustín es un púber, cuando el texto nos ha mostrado años de la vida del santo. Acá queda confirmado que no ha leído bien las “Confesiones” que dice conocer desde su juventud universitaria y hasta el día de hoy (¿!). En el libro VIII el doctor nos habla de Roma y de san Ambrosio. Agustín se traslada a Roma en el 384, es decir, a los 30 años y será bautizado por san Ambrosio en el 387.
 
Por último, con respecto al doctor de Hipona, Feinmann realiza un sumario de toda su equívoca reflexión con las “Confesiones” coronándola con una falacia: “el mal está en Dios”. Algo que de ninguna manera dice san Agustín sino exactamente lo contrario. Por otro lado, descontextualiza la frase paulina que cita el santo: ¡Infeliz de mí! ¿Quién me libraría de este cuerpo mortal sino tu gracia, por medio de Jesucristo nuestro Señor? (Libro VIII, cap. V, 12).
 
La gracia de Jesucristo nos libera del pecado. Es esa misma gracia la que se armoniza con nuestra libertad para ser cristianos que expresan su esencia en la existencia, de ninguna manera se pueden cometer actos aberrantes (como la pedofilia que denuncia Feinmann) cuando Cristo habita en nosotros y nosotros habitamos en Él, los actos aberrantes se producen porque quienes los cometen no se han renovado auténticamente sino que han dado lugar a una cierta “mecanización” o “automatización” de la voluntad en una moral “de papel” o literalmente no conocen por experiencia personal quién es Jesucristo. De ninguna manera la castidad conduce a la inmoralidad sino que son los malos pensamientos afianzados y afirmados en el corazón los que engendran las malas acciones.
 
Las “Confesiones” (Confiteri) no son quejas (como interpreta pésimo Feinmann) sino una expresión del corazón hacia Dios llena de humildad y gratitud, es una alabanza al Señor. Magnus es, Domine (eres grande, Señor).
 
Además, san Agustín escribió específicamente sobre la castidad:
ü  La bondad del matrimonio
ü  La santa virginidad
ü  La continencia
ü  Las uniones adulterinas

Hasta acá llegamos, es posible que Feinmann, un filósofo con poco aporte al mundo para ser llamado así(5), parta de la premisa nihilista de que “todo es interpretación porque la realidad no existe”, y así interpreta las “Confesiones” como se le antoja, en alegoría libre. Pero Nietszche (que si fue un filósofo y no un filosofastro de cafetín, como él mismo dice en “Más allá del bien y del mal”) se equivoca cuando no considera los dramas humanos al predicar que “todo es interpretación”, que al final es ideológico, sólo una premisa y no una conclusión, porque al que ha perdido una pierna o a un ser muy querido o cualquier otro drama humano resulta ridículo decirle que “los hechos no existen y que todo es interpretación”, sin duda necesitará re significar la realidad que vive, realidad e interpretación ¡ambas cosas! Un tema que, de cualquier manera, quedará para un desarrollo posterior a esta pobre respuesta al artículo referenciado.
 
Para comprender más de la vida, pensamiento y obra de san Agustín recomendamos leer la Carta Apostólica “Agustinum Hipponensem” de Juan Pablo II:

¡Palabra viva! ¡Gloria a Dios!
 
Mauricio Shara   
 
Bibliografía:
San Agustín, “Confesiones”, BAC, Madrid, 1997
Juan Pablo II, Carta Apostólica “Agustinum Hipponensem”, 1986
Ramón Trevijano, “Patrología”, BAC, Madrid, 2009, 292-309
Fernando Figueiredo, “Vida y pensamiento de los Padres”, Lumen, Buenos Aires, 2007, 161-196





(1) Cf. Sabiduría 14,1
(2) Salmo 118,137
(3) Hebreos 12,15
(4) Salmo 6,6
(5) Tanto el filósofo como el teólogo son una calidad que trasciende los estudios y los títulos, lo cual no significa prescindir de ellos sino trascenderlos.

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