"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

29 de diciembre de 2011

Mons. Aguer: "a través de nosotros tendrá que enterarse el mundo de que el Salvador ha venido, y ha de saber que no ha venido en vano"



Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, en la Misa del Día de Navidad
(Iglesia catedral, 25 de diciembre de 2011)
 

La celebración de la Navidad del Señor, que se remonta en sus orígenes al siglo IV, es una fiesta solar, una manifestación de la luz divina. Es tan central para la fe cristiana el acontecimiento que se conmemora, y que misteriosamente se actualiza, que la liturgia de la Iglesia lo contempla con detenimiento en una larga jornada. Cuatro formularios de misas ilustran distintos momentos del nacimiento, del dies natalis de Jesús, para abarcar su significado esencial: el desposorio de Dios con la naturaleza humana para que el hombre pueda y se acostumbre a vivir en Dios.
 
La Navidad comienza al atardecer del 24 de diciembre con la Misa de la Vigilia en la que se corona la expectativa sostenida durante el tiempo de Adviento; en ella se lee la genealogía de Cristo, descendiente de Abraham y de David, y el relato del evangelista Mateo que narra, desde la perspectiva de San José –el padre legal– la concepción virginal de Jesús, su nacimiento y la imposición del nombre que lo identifica como el Salvador.
 
La Misa de la Noche debería celebrarse a medianoche, cuando comienza según el reloj el día 25; generalmente ahora se adelanta, por condescendencia hacia los cambios en las costumbres que privilegian sospechosamente la reunión familiar sobre la tradición eclesial. La liturgia de la Nochebuena enfoca el hoy de la generación eterna del Hijo, que en el seno de la Trinidad divina procede del Padre como Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero; el hoy incesante de la eternidad coincide en el misterio de esta noche con el hoy histórico de su generación humana, de su nacimiento de María. Pero la proclamación del Evangelio de Lucas, con la descripción de las circunstancias de lo ocurrido en Belén, orienta la mirada de la fe hacia el Niño del pesebre, Mesías de Israel y Redentor de la humanidad, que solicita nuestro amor y precipita nuestra emoción, nuestra ternura.
 
Para las primeras horas del día 25, cuando amanece, la Iglesia dispone de una Misa de la Aurora, en la que se confiesa que ha brillado hoy una luz sobre nosotros porque nos ha nacido el Señor; Cristo es, en efecto, la luz del mundo. En esta misa el Evangelio presenta a los pastores corriendo presurosos para adorar al recién nacido y a María guardando contemplativamente en su corazón los hechos admirables de los que es protagonista y testigo.
 
La misa que estamos celebrando es la cuarta, llamada Misa del Día. Los textos bíblicos elegidos para ella, y las oraciones, expresan la profundidad del misterio de la encarnación y por consiguiente lo que podríamos llamar la teología de la Navidad. En la oración colecta la tradición litúrgica ha formulado una síntesis de dicha teología. Hemos rezado en estos términos: Dios nuestro, que creaste admirablemente la dignidad de la naturaleza humana y de modo aún más admirable la restauraste; concédenos participar de la divinidad de tu Hijo, que se dignó compartir nuestra humanidad. Detengámonos un instante a meditar en el contenido de esta plegaria. El Creador imprimió su imagen en el ser humano; lo dotó de una naturaleza espiritual capaz de conocer y de amar para que fuera señor de sus actos, libre para adherir a la verdad y realizar el bien, y lo destinó a la comunión eterna con él. Cuando el pecado deformó en el hombre esa dignidad original, el Creador decidió reparar la caída mediante el envío de su Hijo; así reveló plenamente su misterio y en el Hijo hecho hombre desplegó los prodigios de una nueva creación: el hombre recobra ventajosamente su dignidad participando de la vida divina que Cristo comunicó a la naturaleza humana. Dicho más sencillamente: el Hijo de Dios se hizo hombre para que el hombre llegue a ser hijo de Dios.
 
El Evangelio que hemos escuchado (Jn 1, 1-18) ratifica esta verdad. Refiriéndose a Cristo, Palabra creadora que ha venido para iluminar al hombre, afirma: a todos los que lo recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. Se proclama en estas palabras la realidad de un nuevo nacimiento, del cual hablará Jesús cuando explique a Nicodemo que para entrar en el Reino de Dios es preciso renacer de lo alto, nacer del agua y del Espíritu Santo (Jn 3, 3.5). En el bautismo protagonizamos un nuevo nacimiento, nos hacemos partícipes de la vida divina de aquel que se dignó compartir nuestra humanidad. El origen de ese nuevo nacimiento, sus raíces, se encuentran en el nacimiento virginal de Jesús. Él no nació de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fue engendrado por Dios. María concibió en el tiempo a su Hijo, que es el Hijo eterno de Dios, sin intervención de varón, por obra del Espíritu Santo; análogamente, en el seno bautismal de la Iglesia, virgen y madre, somos engendrados por la acción del Espíritu para participar de la naturaleza divina y quedar constituidos hijos de Dios en el Hijo único, que se hizo primogénito de muchos hermanos.
 
El don sobrenatural de la filiación divina rescata y realza la naturaleza humana. Según el plan maravilloso de la Providencia, fue necesario –con la necesidad propia de la libertad de Dios– que el Hijo se hiciera hombre para que el hombre redescubra su auténtica humanidad. La fe en la encarnación de Dios, el misterio profundísimo y bello que es el contenido de la fiesta de Navidad, ilumina la realidad humana y perfila exactamente una idea del hombre. El debilitamiento de la fe, o lo que es peor su abandono y su contradicción, hacen perder de vista quién es el hombre, qué es lo verdaderamente humano. Este defecto afea malamente a la cultura actual y extravía sus realizaciones más pretensiosas. En el centro de los problemas contemporáneos se sitúa la cuestión antropológica. No se reconoce que exista una naturaleza humana ni un orden natural que rija la vida de la persona y oriente su acción. El hombre sería autocreador, una construcción sociohistórica en la que ni la inteligencia está destinada a alcanzar la verdad, ni la libertad tiene como meta adherir al bien. Todo sería relativo, funcional, cambiante; se habla hasta el cansancio acerca de los valores, pero éstos son considerados como creaciones subjetivas, o el resultado de consensos mayoritarios, sin referencia objetiva a la realidad de la naturaleza humana y a sus bienes propios, a su dignidad como criatura y sus consiguientes derechos. Esta ideología se va imponiendo en las ciencias sociales y se difunde a través de canales diversos: el activismo de algunos grupos de intelectuales, la propaganda periodística, los contenidos de los programas educativos. Pareciera que se intenta cambiar el sentido común de la población, el buen juicio natural de las personas, fomentando la inversión de las convicciones fundamentales, aquellas que se remiten, en última instancia, a una idea del hombre, precisamente al reconocimiento de la naturaleza humana. Aunque gracias a Dios queda aún mucho de sensatez en el pueblo argentino, herencia de la cultura cristiana originaria en la que campea la idea bíblica del hombre, los legisladores nacionales, de casi todos los sectores políticos, han impuesto al cuerpo de la nación leyes que contradicen el orden natural y la recta razón. Ya se ha logrado alterar la esencia del matrimonio y la constitución de la familia, y se pretende presentar ese atentado legislativo como un progreso. Las consecuencias jurídicas, sociales, psicológicas y morales serán atroces. Sancionando el derecho a la identidad de género se intenta desconocer la diferenciación natural del ser humano en sexo masculino y sexo femenino, para que cada uno elija lo que quiera ser según su preferencia subjetiva. Es ésta otra fuente de perturbaciones inimaginables. Siempre amenazan, aguardando el momento oportuno, varios proyectos para legalizar el aborto. Todas estas aberraciones empiezan a enseñarse en las escuelas. Así se va imponiendo, con fuerza de ley, lo que Benedicto XVI llamó la dictadura del relativismo.
 
El misterio de Navidad se proyecta en la vida personal y comunitaria y por su propio dinamismo de iluminación y recreación está destinado a hacerse cultura. La finalidad de la Navidad del Señor es la salvación integral del hombre, que anticipa y prepara en el tiempo su realización eterna. La fe en la Navidad, en el acontecimiento por el cual el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, exige la confesión de esta verdad con una confiada convicción y requiere a la vez comprender y aceptar sus consecuencias para la visión del mundo y de la esencia y destino del hombre. Pero esa fe debe ser celebrada asiduamente en la liturgia, en la Eucaristía –no sólo el día de Navidad– para que cobre toda su fuerza y pueda proyectarse en un testimonio de vida cada vez más creíble y eficaz. No basta con creer íntimamente, sino que es preciso profesar públicamente nuestra fe. El Santo Padre nos recuerda que profesar la fe con la boca –por ejemplo, recitando el Credo– indica que la fe conlleva un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este “estar con él” nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree (Porta fidei, 10).
 

Con la Navidad, aproximadamente, comienza un nuevo año, aunque aquí en el lejano sur nos pilla de vacaciones, más bien distraídos. Pero el nacimiento de Cristo, que es un inicio total, el principio de los últimos tiempos, se actualiza en la celebración de la fe y nos incita a renovarnos espiritualmente, a comprometernos con Aquel que se comprometió con nosotros hasta darse por entero para darnos a Dios. Es una ocasión propicia para resolvernos a empezar de nuevo, una oportunidad que se renueva anualmente: hacernos responsables de lo que creemos y decidirnos a proceder con coherencia para que eso se note públicamente. Nuestra contribución podrá ser modesta, pero es imprescindible. A través de nosotros tendrá que enterarse el mundo de que el Salvador ha venido, y ha de saber que no ha venido en vano.
 
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
 
Fuente: AICA

1 comentario:

  1. Anónimo29.12.11

    Poco hay para agregar a esta homilia de Mons.
    Aguer. Esa es la Mision que nos ha encomendado el
    Senior, llevar su Palabra por el mundo...!

    ETELVINA

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