"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

30 de octubre de 2011

Domingo XXI del tiempo ordinario - Ciclo A



Malaquías 1, 14b- 2,2b.8-10
Salmo 130, 1-3
I Tesalonicenses 2, 7b-9.13
Mt 23, 1-12
 

La liturgia de la Palabra de hoy es una fuerte llamada a la conversión para todos los creyentes, pero de manera especial para quien, en la comunidad, ha recibido la tarea de presidirla: los sacerdotes. Afirma el profeta Malaquías: “!Para vosotros es esta advertencia, sacerdotes! […] Os habéis desviado del camino, habéis hecho tropezar a muchos con vuestra enseñanza; habéis perveretido la alianza con Leví […].Por eso yo os he hecho despreciables y viles para todo el pueblo, porque no habéis seguido mis caminos”.
 
La fidelidad a Dios y a su ley es condición imprescindible para agradarle y para la eficacia del testimonio cristiano. Si esto vale para todo bautizado, es aún más apremiante en el caso de los sacerdotes. La fidelidad al Señor es un deber personal y moral, es un deber ministerial, para evitar “hacer tropezar a muchos”, es decir, causar, por la propia conducta, el alejamiento de la Iglesia e, incluso, de Dios.
 
La responsabilidad en el ejercicio del ministerio, más que nunca debe recuperarse en todo su valor teológico y pastoral. Siendo fecunda y llena de promesas la justa valoración de la común vocación bautismal, no se puede infravalorar el papel imperioso que la Providencia confía a los sacerdotes, en relación con el testimonio y la enseñanza del Evangelio.
 
Nunca podemos olvidar la fuerte advertencia del Señor: “A quien mucho se le da, mucho se le pedirá; a quien se le ha confiado mucho, se le pedirá mucho más” (Lc 12, 48) y, sin temor pero con la conciencia de la gravedad de la vocación recibida, estamos llamados a implorar de la divina misericordia el don de una luminosa fidelidad, de un empeño constante, de una atención vigilante, de una ascética incansable para que nuestra existencia sea siempre más eficazmente conformada por la gracia, a la de Cristo crucificado y resucitado.
 
¡El precio del pecado es la muerte! El fruto de la infidelidad es llegar a ser despreciados a los ojos de los hermanos: “os he hecho despreciables y viles para todo el pueblo”. Los recientes y dramáticos acontecimientos que han afectado al cuerpo sacerdotal, llegando en no pocos casos a desfigurar la imagen a los ojos de los fieles y a nublar en sus rostros el fulgor de la santidad de la Iglesia, atestiguan la verdad de lo que afirma el profeta Malaquías.
 
Que no suceda nunca a nadie, laico o sacerdote, caer en el error condenado con tanta  inequívoca claridad por el Señor: “Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no obréis como ellos, pues dicen pero no hacen” (Mt 23,2). La armonía –siempre en tensión de plenitud- entre anuncio y testimonio, entre lo que “se dice” y lo que “se hace”, es el primer motivo de credibilidad y la única verdadera, universal y eficaz estrategia pastoral.
 
¡El único “plan pastoral” que consigue con certeza frutos de evangelización es la santidad!: vivida por todos los cristianos y, entre ellos, y particularmente llena de promesas, la santidad sacerdotal.
 
Esta santidad, este luminoso testimonio tiene un nombre inequívoco: amor. Nos lo recuerda san Pablo con conmovedora expresión: “Como una madre que da alimento y calor a sus hijos, así, movidos por nuestro amor, queríamos entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino nuestras propias vidas, ¡tanto os llegamos a querer!” (1 Tes 2, 8). Es esta la “temperatura” del amor que nace de la fe. ¡Es ésta la “cura pastoral” a la que son llamados todos los sacerdotes! El amor se hace así irresistible testimonio y, por eso, invencible obra apostólica de evangelización. ¿Quién puede resistirse al amor de una madre? ¿Quién puede rechazar la proximidad y el testimonio de quien está dispuesto a ofrecer la propia vida?
 
El que ama conoce siempre también cuál es su propio lugar: el de servidor. “Que el mayor entre vosotros sea vuestro servidor” (Mt 23, 11). La santidad se refleja en el amor gratuito y el amor se traduce y llega a su cumbre en el servicio. La pertenencia a Cristo hace a todos los bautizados “siervos” de la fe y de la felicidad de los otros hombres; y la configuración ontológica con Cristo hace de los sacerdotes “especiales servidores”, llamados a una particularísima amistad e intimidad con su Señor y, por lo tanto, a una consecuente gran responsablidad y lealtad.
 
La santísima Virgen María, Madre que, como ninguna, “cuida a sus propios hijos” proteja a todos los sacerdotes del mundo y haga que resplandezca, por la fe de los hombres, la santidad, el amor y el servicio.
 
Fuente: Congregatio pro clericis

1 comentario:

  1. Anónimo31.10.11

    Estuve en la Misa que se celebro en la Catedral
    de Asuncion, el sacerdote que la oficio fue el
    Director del Seminario de Asu.,su homilia fue esplendida, justamente se dirigio al Clero, llamandolos a la Santidad y al mismo tiempo a ser humildes, al igual que Jesus, siendo servi-
    dores de sus fieles hasta llegar a lavarles los pies y besarselos, al igual que hizo Jesus, que es la unica manera de llevar al pueblo a una Conversion verdadera...! Hermosisimo.!!!
    ETELVINA

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