Homilía
de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, en la misa de admisión de
candidatos a las Sagradas Órdenes (Iglesia del Seminario, 15 de mayo de 2011)
Este año, el evangelio del cuarto domingo de Pascua
(Jn 10, 1-10) se inicia con un discurso enigmático pronunciado por Jesús. No es
una simple parábola, fácil de entender, sino una comparación que oculta en sus
símbolos un significado misterioso. De hecho, el evangelista anota que los
oyentes no comprendieron lo que Jesús les quería decir, y por eso mismo, la
continuación del discurso procurará interpretar y esclarecer las imágenes
empleadas. La comparación contrapone dos personajes: el pastor de las ovejas y
el ladrón o asaltante. El primero entra por la puerta en el corral, llama por
su nombre a las ovejas, que reconocen su voz y lo siguen; el pastor las hace
salir y las conduce a pastar. El salteador es un intruso que trepa por otro
lado y a quien las ovejas, que no lo conocen, no pueden seguir. Según se
desprende de una lectura de los capítulos precedentes del Cuarto Evangelio,
Jesús propuso ese enigma en las cercanías del templo, en una de las jornadas
finales de la fiesta de los tabernáculos, o durante la fiesta de la dedicación
que la seguía. Con sus palabras el Señor quiso manifestar veladamente el
sentido de su misión, en contraste con la institución judía y sus
representantes; quizá también contraponiendo su propia figura mesiánica a la de
los falsos mesías y al movimiento revolucionario de los zelotes. Él es el
pastor auténtico; como lo dirá más adelante, es el buen Pastor.
Lo que llama la atención es que para iniciar el
segundo momento de su revelación, el aclaratorio, Jesús se presenta como la puerta
de las ovejas; el pastor, entonces, se identifica con la puerta del corral. Las
imágenes corresponden a la economía pastoril del medio oriente antiguo. El
corral, aprisco o redil era un espacio limitado por una cerca de piedras
amontonadas; daba acceso a él una estrecha abertura en la cual solía
recostarse, haciendo las veces de puerta, un guardián mercenario o uno de los
pastores. Jesús es el buen Pastor que llama a sus discípulos y los saca del
viejo redil del judaísmo para constituir el gran rebaño universal que es la
Iglesia. Pero él es también la puerta, es decir, el mediador que da acceso a la
salvación; el que entre y salga por él –la metáfora es un semitismo que expresa
una totalidad- lo tendrá todo. Como puerta de las ovejas, Jesús es asimismo el
nuevo recinto, el nuevo templo, el ambiente vital; la salvación consiste en la
comunión con él. Yo he venido –nos dice- para que las ovejas tengan
Vida, y la tengan en abundancia (Jn. 10, 10). Pero él es la Vida. Otro
rasgo muy bello de la alegoría es la referencia al alimento que a las ovejas
les procura el pastor. El término griego empleado en el Evangelio es nomē,
que significa los pastos, la hierba, el forraje con que se apacienta el ganado.
La transposición espiritual o traslado a lo divino es tradicional: los
pastos representan la doctrina de la verdad, la gracia, la conciencia pura y
devota en esta vida y la gloria, el gozo de la contemplación en la eternidad.
San Gregorio Magno lo expresaba así: ¿Cuál es el pasto de estas ovejas, sino
el gozo íntimo de un paraíso siempre lozano? El pasto de los elegidos es la
presencia del rostro de Dios que al ser contemplado ya sin obstáculo alguno,
sacia para siempre al espíritu con el alimento de vida. Tal es la vida a la
que nos da acceso la Puerta; de esa vida nos nutre el Pastor.
Desde hace casi medio siglo la Iglesia celebra este
domingo como una Jornada de Oración por las Vocaciones; nos ofrece así un
contexto litúrgico y espiritual para meditar con reconocimiento y gozo sobre el
llamado que, en todo el mundo, Dios dirige a muchos hombres y mujeres para que
se consagren a él y al servicio de la Iglesia. Ese llamado es un don, siempre
inmerecido y providencial, una invitación apremiante al seguimiento más
estrecho de Cristo, una gracia nueva de discipulado y de misión. Para nosotros,
en la arquidiócesis, es la circunstancia oportuna para admitir, mediante el
rito establecido por la Iglesia, candidatos a las sagradas órdenes. Los
aspirantes que hoy son admitidos representan dos categorías del ministerio
eclesial: jóvenes seminaristas que vienen preparándose desde hace varios años
–y que continuarán haciéndolo con mayor empeño- para recibir un día la
ordenación sacerdotal y hombres casados, padres de familia, que desean
consagrarse al ejercicio del diaconado.
Ustedes, queridos jóvenes, han experimentado el
llamado de Jesús y han respondido a él ingresando al seminario. Estoy seguro de
que ya habrán comprendido que la gracia de la vocación incluye un dinamismo
exigente. En realidad, el llamado se renueva cada día, y cada día es menester
renovar la respuesta. El Santo Padre Benedicto XVI, en el mensaje que dirigió a
toda la Iglesia para la jornada de hoy, nos recuerda que Jesús, a los que ha
llamado a su seguimiento, los invita a salir de la propia voluntad cerrada
en sí mima, de su idea de autorrealización, para sumergirse en otra voluntad,
la de Dios, y dejarse guiar por ella. Se trata de un difícil y a la vez
exaltante proceso de transformación, de un fenómeno íntimamente personal que
traza el itinerario profundo de la formación seminarística, la cual no se
reduce al cumplimiento curricular de los requisitos académicos. El tiempo de la
formación es el tiempo de la transformación: es preciso identificar los
defectos principales de la propia personalidad, tanto en el orden psicológico
como en el moral, y las resistencias, por más pequeñas que sean, a la acción
santificadora del Espíritu del Señor. Esta tarea no es pura y primariamente
autorreferencial, no se clausura en la instrospección; el verdadero
conocimiento de ustedes mismos lo adquirirán mirándose en el espejo de Jesús.
Cito otra vez a Benedicto XVI: El seguimiento de Cristo es arduo; significa
aprender a tener la mirada de Jesús, a conocerlo íntimamente, a escucharlo en
la Palabra y a encontrarlo en los sacramentos, quiere decir aprender a
conformar la propia voluntad con la suya. Conformar la propia voluntad con
la de Jesús, es decir, sumergirse en la voluntad de Dios. En estas expresiones
se manifiesta la dimensión subjetiva de la consagración: el don sacramental del
sacerdocio al cual ustedes aspiran requiere en el sujeto receptor esa
disposición religiosa a ser todo de Dios, de Cristo, de la Iglesia. El
sacerdote, decía el Cardenal de Bérulle, es un religioso de Dios; ahora
bien, se llega a serlo mediante una generosa transformación personal que es
obra de la gracia divina y de la propia libertad. El celibato es el signo por
excelencia de aquella disposición, que requiere normalidad natural, serena
autoposesión de sí, vigor sobrenatural de las virtudes y especialmente la
capacidad conquistada de amar con el Corazón del Señor. Reclínense desde ahora,
cada vez más, en su Corazón.
Ahora me dirijo a ustedes, candidatos al diaconado
permanente. En ustedes pensaba al leer, días pasados, el ya mencionado mensaje
del Santo Padre para la jornada que hoy celebramos. Me detuve en esta frase: El
Señor no deja de llamar, en todas las edades de la vida, para compartir su
misión y servir a la Iglesia en el ministerio ordenado. En efecto, ustedes
aspiran a compartir la diaconía del Señor, por inspiración suya. La Iglesia, a
quien compete incorporarlos a esa diaconía, tiene que evaluar prudencialmente
sus capacidades objetivas y sus disposiciones subjetivas tomándose el tiempo
necesario, sin precipitación alguna. El llamado les ha sido dirigido en la
adultez, y coincide con una nueva intención de ustedes, que poseen una
arraigada experiencia de inserción en comunidades parroquiales y de servicio en
ellas; intención de consagrarse al ministerio del diaconado como miembros del
clero de la arquidiócesis en virtud del sacramento del Orden. La tradición
eclesial nos provee de testimonios elocuentes y bellísimos acerca del valor
espiritual y ministerial del diaconado; tales testimonios invitan a apreciar
con veneración lo que significa el diácono en la estructura sacramental de la
Iglesia y en su misión. No se puede aspirar a serlo viendo en ello una especie
de coronación de una carrera laical; el diaconado, dignidad a la vez noble y
humilde, tarea empeñosa y exigente, sólo puede ser deseado –al igual que los
otros ministerios eclesiales- con temor y temblor. El oficio de la predicación
que se confía al diácono reclama una preparación permanente de estudio y
oración y sobre todo una fidelidad irrestricta al magisterio de la Iglesia. Las
funciones litúrgicas que debe desempeñar piden del diácono un profundo sentido
de las realidades sagradas y auténtico espíritu sobrenatural. En otro orden de
cualidades, el apóstol Pablo exige a los hombres casados que aspiran a ser
diáconos que gobiernen bien a sus hijos y su propia casa (1 Tim 3, 12).
La castidad conyugal y el amor vivido en el seno de la familia será para los
diáconos, para ustedes, incentivo de la caridad pastoral.
La bendición que recibirán ahora unos y otros,
queridos hijos, es un estímulo a la perseverancia en la vocación y a la
generosidad en la respuesta al don de Dios. Fijemos la mirada de la fe en Jesús
Resucitado, Puerta y Pastor de las ovejas; él quiere que los ministros de la
Iglesia participen de su misión y sean también puertas y pastores de los
hombres y mujeres de hoy, a los que a través del ministerio eclesial conduce
hacia los pastos de la salvación. Contemplándolo a él nos comprometemos a orar
y trabajar para que surjan en nuestra arquidiócesis numerosas vocaciones al sacerdocio,
al diaconado y a otras formas de especial consagración. Concluyo esta
catequesis con las palabras con que Benedicto XVI cierra su mensaje para la
presente jornada: La capacidad de cultivar las vocaciones es un signo
característico de la vitalidad de una Iglesia local. Invocamos con confianza e
insistencia la ayuda de la Virgen María, para que, con el ejemplo de su acogida
al plan divino de la salvación y con su eficaz intercesión, se pueda difundir
en el interior de cada comunidad la disponibilidad a decir “sí” al Señor, que
llama siempre a nuevos trabajadores para su mies.
Mons.
Héctor Aguer, arzobispo de
La Plata
Fuente:
AICA
Totalmente de acuerdo con el titulo de esta homi-
ResponderEliminarlia. Si bien son temas que no me gustan comentar,
debido a acontecimientos que han ennegrecido a la
Iglesia y a la vida sacerdotal, solo voy a decir
que ser "Verdadero Sacerdote", es una total dona-
cion de si, de aquellos que han sido llamados a
esa Vocacion, en todo y para todo...!
ETELVINA