"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

30 de noviembre de 2010

Mons. Aguer y la actualidad del Evangelio en Argentina: "Los reyes de las naciones dominan sobre ellas, y los que ejercen el poder se hacen llamar bienhechores"


Alocución en la Celebración de Acción de Gracias en el 128º aniversario de la fundación de La Plata (Iglesia Catedral, 19 de noviembre de 2010)


  
La ciudad, tal como la encontramos en la historia, es el punto de concentración máxima del poderío y de la cultura de una comunidad. Es el lugar donde los rayos luminosos pero divergentes de la vida se unen formando un haz más eficiente y más rico en significado social. La ciudad es la forma y el símbolo de una relación social integrada: en ella se encuentra el templo, el mercado, el palacio de justicia y la academia del conocimiento. Aquí, en la ciudad, los beneficios de la civilización son múltiples y variados; aquí es donde la experiencia humana se transforma en signos visibles, símbolos, normas de conducta y sistemas de orden. Aquí es donde se concentran los destinos de la civilización y donde, en ciertas ocasiones, el ceremonial se transforma en el drama activo de una sociedad totalmente diferenciada y consciente de ella misma. Con este elogio de la vida urbana se abre la obra clásica de Lewis Mumford La cultura de las ciudades, en la cual el ilustre autor abarca un período histórico de mil años y lo somete a un riguroso análisis sociológico para describir el apogeo y la eventual y temible degradación de la pólis. En su reflexión aparece con claridad el carácter eminentemente humano del fenómeno de la ciudad y la dimensión moral de su organización y de la vida en ella. La posible decadencia de una ciudad es una derrota del esfuerzo civilizado que ocurre cuando la estructura urbana deja de servir a los fines elevados del hombre y se convierte en un instrumento para sujetarlo a formas de barbarie. En vísperas de la segunda guerra mundial, Mumford describía la escena de un fracaso general, los resultados físicos de un descenso;  de la pólis rumbo a la necrópolis: paisajes mutilados, distritos urbanos desordenados, focos de enfermedad, grandes zonas recubiertas de hollín, kilómetros y más kilómetros de barrios miserables estandarizados alrededor de las grandes ciudades. El ritmo de la decadencia lo establece el progresivo embotellamiento del sentido moral.

Al celebrar un nuevo aniversario de la fundación de La Plata, ciudad reconocidamente bella y para nosotros tan querida, conviene registrar como advertencia y acicate los peligros que pueden amenazar su presente y su futuro próximo y la necesidad de cuidarla con dedicación y amor. Los problemas propios de una urbe moderna requieren la aplicación de medios científicos y tecnológicos adecuados, la visión prudencial del político y la responsable participación de los vecinos, con los cambios de actitud que sean menester, pero sobre todo exigen la recreación incesante de un ambiente, de un clima espiritual. Deseo subrayar la dimensión fundamentalmente ética de los problemas que nos afligen hoy a los argentinos, que pueden irse resolviendo quizá con mayores probabilidades de éxito en el ámbito de la vida municipal.

Las lecturas bíblicas que iluminan y motivan nuestra acción de gracias y nuestra plegaria en esta celebración nos hacen presentes rasgos característicos de la sabiduría cristiana en los cuales se pueden reconocer auténticos valores de humanidad.

El apóstol Santiago en su Carta (3, 13-18) nos previene contra un falso saber y un afecto torcido, un artificio irracional y maléfico, expresión de amargura interior, de resentimiento, que enmascara la verdad y destila engaño; donde hay rivalidad y discordia, hay también desorden y toda clase de maldad. La discordia, el partidismo exacerbado, es uno de los defectos principales de nuestra vida social, que se agrava cuando las posturas ideológicas y los alineamientos políticos de orden nacional interfieren en la solución de los problemas locales y dilatan o impiden la satisfacción de las necesidades inmediatas de los vecinos. También los defectos del federalismo argentino y la violación del principio de subsidiariedad que afecta muchas veces a la legítima autonomía de los municipios, tiene una base moral, aunque podríamos decir que constituye asimismo un error garrafal y un signo de mezquindad. La Palabra de Dios nos exhorta, en cambio, a cultivar criterios límpidos y un ánimo apacible; a tratarnos con sinceridad, porque estamos llamados a vivir en la verdad y a cumplir nuestros deberes con honradez. Es esta una sabiduría pura, pacífica, benévola y conciliadora; con ella se edifica la amistad social.

El Evangelio ( Lc. 22, 24-30) nos transmite uno de los acentos principales puestos por Jesús en la formación de sus discípulos: el carácter servicial de la autoridad. Hay un dejo de desafecto en la evocación que hace el Señor: Los reyes de las naciones dominan sobre ellas, y los que ejercen el poder sobre el pueblo se hacen llamar bienhechores. Este desliz autoritario que parece exclusivo de las viejas monarquías puede darse también en las democracias, sobre todo cuando éstas son más bien sedicentes que reales. Jesús establece enseguida la distancia: entre ustedes no debe ser así. La doctrina social de la Iglesia propone como componentes morales de la representación política aquellas virtudes que favorecen la práctica del poder con espíritu de servicio: paciencia, moderación, modestia, caridad, intención y esfuerzo de compartir. Sólo así se puede asumir como finalidad del ejercicio de la autoridad el bien común y no la búsqueda de prestigio o la adquisición de ventajas personales. En realidad, estos criterios, este espíritu, no sólo legitiman éticamente a los que gobiernan, sino que humanizan la vida de relación cuando reinan también entre los ciudadanos, entre los miembros de una institución, en el barrio o en el seno de la familia. Todos ejercemos algún grado, aunque sea ínfimo, de autoridad. La actitud de servicio nos mueve a preocuparnos por los demás y a través de gestos de cuidado recíproco, a cuidar la ciudad. Cito otra vez a Mumford, quien refiriéndose a los cuidados ecológicos, escribía: Lo que hace falta es que la gente cambie su actitud para consigo misma. La mayoría de los cambios verdaderamente importantes, verdaderamente decisivos, tendrán que ser cambios humanos, no cambios tecnológicos. Tenemos que modificar nuestros hábitos de vida, nuestras expectativas. Es un cambio que nada tiene que ver con la tecnología, pues de lo que se trata es de una actitud fundamentalmente moral.

El templo ocupa un lugar central en la geografía urbana; aquí en La Plata, este templo mayor se alza en el centro de su perfecto cuadrilátero como un signo insoslayable de la referencia a Dios. Hemos escuchado en el Salmo responsorial una afirmación sorprendente, expresada con hipérbole: Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los albañiles; si el Señor no custodia la ciudad en vano vigila el centinela (Sal. 126, 1). Le hacen eco otros refranes bíblicos que, en términos al parecer exagerados quieren invitarnos a depositar en Dios una confianza total: la bendición del Señor es la que enriquece, y nada le añade nuestro esfuerzo (Prov. 10, 22); hay muchos proyectos en el corazón del hombre, pero sólo se realiza el designio del Señor (ib. 19, 21); se equipa el caballo para el día del combate, pero la victoria pertenece al Señor (ib. 21, 31). El pensamiento bíblico contrasta con un elemento característico de la cultura actual: la tendencia a prescindir de Dios y a confiar exclusivamente en su propio arbitrio, en su capacidad, en su esfuerzo y en la eficacia de los medios científicos y tecnológicos. Con el olvido de Dios se torna brumoso el horizonte moral, se borronea la frontera entre el bien y el mal. Creyéndose un pequeño dios, el hombre pierde su rumbo y escamotea su auténtica humanidad. El mismo daño que se produce en el ámbito de la existencia personal se traslada a la comunidad cuando se ofusca en la cultura el sentido religioso y cuando el Estado intenta marginar a la religión como si se tratara de un fenómeno privado y no tuviera nada que decir acerca del orden justo de la sociedad. No podemos desertar de nuestra responsabilidad en el cuidado de la comunidad a la que pertenecemos; cada uno de nosotros es a su manera, en su medida, centinela de la ciudad. Pero como si no valiera nada lo que hacemos, le confiamos al Señor la vigilancia suprema y descansamos en su bondad y en su poder; apoyamos en la súplica humilde nuestros mejores esfuerzos.

Es muy significativo como expresión de fe que, en cumplimiento de una bella tradición que se remonta a los orígenes de nuestra Patria, la autoridad civil solicite al pastor de la Iglesia la celebración de este rito de acción de gracias en el aniversario de la fundación de la ciudad. Así reconocemos nuestra necesidad de Dios y manifestamos nuestra esperanza: Apiádate de nosotros, Señor, apiádate de nosotros; venga su misericordia sobre nosotros, como lo esperamos de ti. Elevamos esta plegaria en nombre de la ciudad implorando su bien y encomendamos la necesidad común a la intercesión de su patrono san Ponciano, Papa y Mártir.

Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata

Fuente: AICA


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