Mensaje de Mons. Martín de Elizalde OSB, obispo de Nueve de Julio
para el Adviento 2010
Queridos hermanos sacerdotes y diáconos,
queridos religiosos y religiosas, seminaristas,
queridos colaboradores en la tarea apostólica,
hermanos y hermanas:
En la celebración de la Navidad tenemos una oportunidad de gracia que hemos de aprovechar. Consideramos el Misterio del nacimiento del Hijo de Dios, que es actualizado para nosotros en la fe por la Liturgia de la Iglesia; es el don infinitamente generoso de Dios, que envía a su propio Hijo para reconciliarnos con Él por su sacrificio, y que al entregar su vida, nos la ofrece, para transformar nuestra existencia. Dios se hace presente en ella por la Encarnación del Hijo, y nosotros participamos por la comunión de la fe y la gracia de los sacramentos.
Es cuanto más oportuno en este tiempo, en el desarrollo de la Misión en que estamos ahora comprometidos como iglesia diocesana, hacer una reflexión sobre la fe en la Encarnación del Hijo de Dios, sobre la experiencia de ella que nos es otorgada en la Liturgia y sobre el anuncio siempre renovado que debemos hacer del Evangelio,
para dar a conocer la vida divina.
para dar a conocer la vida divina.
Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios
En las celebraciones eucarísticas del día de Navidad, la asamblea de los fieles dobla sus rodillas a las palabras del Credo: “por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”, dando su asentimiento de fe al anuncio que hemos recibido, y que creemos firmemente. Este gesto sencillo da a la recordación cristiana del Nacimiento su
sentido más pleno: hemos sido visitados por Dios; no ha llegado solamente hasta nosotros un hombre extraordinario, un maestro, consolador de los pobres y afligidos, sino Dios mismo. El relato de los evangelios que leemos en estos días nos ilumina por la relación con las promesas hechas a los primeros padres y que reiteraron los profetas a lo largo de los siglos, y por el sentido tan profundo con que ese anuncio es trasmitido como ya cumplido, respondiendo a los anhelos de los hombres, de todos los lugares y de todos los tiempos. No es un héroe o un titán; con mansedumbre y paciencia llega a los rincones más hondos del corazón, justamente porque renueva, enseña y sana con un poder divino a quienes lo reconocen como el Hijo de Dios.
Los cristianos debemos afirmar siempre –y donde ello sea necesario, recuperarlo– el sentido auténtico de la Navidad. No es solo una ocasión grata por la tradicional celebración familiar; nuestra cultura sigue conservando, gracias a Dios, las resonancias interiores, espirituales, de tan pura alegría. Estas emociones tan arraigadas en nuestras familias y comunidades, que reviven en las reuniones domésticas y, sobre todo, en la celebración litúrgica, nos señalan su alcance trascendente, la aceptación por la fe, la irrupción de la gracia. Celebrar la Navidad es, pues, proclamar nuestra fe en Jesucristo, el Hijo de Dios, y por consiguiente, abrirnos a su mensaje y comprometernos en su misión.
Hay una pérdida innegable en nuestra sociedad de los valores religiosos y de la percepción de la presencia de Dios. Se ha producido una separación, una discontinuidad, entre lo que creemos y lo que hacemos, entre la fe y la moral, entre los principios y la práctica, entre la voluntad divina y la nuestra. Por eso hemos de ponernos a la escucha de la voz discreta, del silencio elocuente, del misterio de la Navidad. Desde este punto central, inicio de la vida y ministerio terrenal de Jesús, que muestra en los milagros su poder, se va desarrollando su enseñanza, se produce la elección de los discípulos, se les confía el encargo misionero – para que los hombres tengan vida. No nos sorprende que cueste tanto abrirse a la gracia, pues es el precio de haber nacido libres, pero hoy como entonces, en el corazón de cada uno de nosotros, se abre camino el anuncio del Salvador, doblegando los egoísmos y descubriéndonos las maravillas que nos promete. La Pasión y la Resurrección, la Ascensión a los cielos y el envío del Espíritu Santo, son la consumación de la promesa: para esto vino el Hijo de Dios, para darnos vida y congregarnos en la unidad, con la esperanza de la gloria. Pero se trata de un comienzo desde la fe, no solamente como una experiencia gratificante o emotiva, y que se realiza desde cuando nos inclinamos frente el pesebre, cuando descubrimos en el Niño al Hijo de Dios, como los pastores de Belén, llamados por el ángel para adorarlo. Cada misterio de Cristo es un punto de partida, un encuentro que nos revoluciona y renueva, para disponernos a seguir su enseñanza y a profundizar en la comunión con Él. Y Él, Jesucristo glorioso, es la cabeza de la Iglesia.
Participando de este altar, tengamos parte en la plenitud de tu Reino
Estas palabras se encuentran en la Plegaria eucarística primera, el Canon romano, después de la consagración, y son pronunciadas por el sacerdote celebrante. Ellas relacionan el sacrificio eucarístico con la participación en la gloria futura, ya que por la ofrenda del mismo Hijo de Dios nosotros podemos alcanzar la vida eterna. La participación en el misterio sagrado nos otorga esta esperanza, pues tomar parte en la Eucaristía hace posible que en nuestra vida y conducta respondamos a Dios, que nos invita a vivir según su voluntad, y llegar así a su presencia. El reino de Dios espera a los fieles discípulos del Señor; la comunión de la santidad, que se alcanza en la Eucaristía y en los demás sacramentos, conduce a la expresión de esa misma fe a través de las obras, en el servicio de Dios y de los hermanos, en el anuncio misionero, en la caridad, en la colaboración con la Iglesia. La Eucaristía consagra nuestra vida y nuestros esfuerzos, haciendo que el sacrificio del altar les otorgue el valor que la misericordia divina reconoce, y con su infinita bondad, acepta como un culto espiritual, agradable a Dios.
La Liturgia, que es comunión en la alabanza y reconocimiento de la presencia divina, afirma y fundamenta la práctica de la vida cristiana, y da fecundidad a nuestros esfuerzos apostólicos.
Por eso, quiero referirme en forma particular a algunos ámbitos donde el vínculo entre la santidad de los sacramentos, en particular la Eucaristía, y el fruto de la acción apostólica, son más evidentes y necesarios.
a) La familia cristiana
En el seno de la familia cristiana comienza el camino de fe, que conduce al encuentro con Dios. Así como los padres son colaboradores suyos para la transmisión de la vida, ellos también, ungidos por el Espíritu Santo en su iniciación cristiana y consagrados por el vínculo sacramental del matrimonio, ofrecen el ámbito donde se conoce y ama y celebra el Misterio del Hijo, para que sus propios hijos según la carne sean también hijos de Dios y discípulos de Jesucristo. La familia es la iglesia doméstica; ella abre el camino y ofrece el espacio para que la gracia de los sacramentos, el testimonio de los padres, la participación en la comunión de la Iglesia y la oración, incorporen a los nuevos cristianos, santificándolos, y se encaminen según la fidelidad al Evangelio. Los padres son los primeros formadores, trasmisores de la fe, iniciadores en las prácticas cristianas de la oración y el culto, las buenas obras y las virtudes.
b) La catequesis
Los primeros catequistas de los hijos son sus padres, con la colaboración y el ejemplo de los abuelos y de los hermanos mayores; a ellos los ayuda la organización que la Iglesia pone a su disposición en cada comunidad, acompañándolos con la catequesis, las celebraciones y otras actividades. Los catequistas asisten a los padres en su función indelegable, y tienen que encontrar los caminos y el modo para hacer posible esta colaboración, integrando armónicamente a las familias; no solo ofreciéndoles los medios pedagógicos y formativos, sino ayudándolos a que se incorporen a la vida de la comunidad, que cree y celebra. Por eso, así como los padres trasmiten la fe que practican y enseñan, los catequistas, junto a ellos, con su espíritu eclesial, contribuyen a hacer de las familias semillero de cristianos y testigos de fe, esperanza y caridad.
La misión de los cristianos
Cristo envía a sus discípulos a anunciar el Evangelio a todos los hombres. No los capacita con una simple preparación intelectual o técnica, sino que por el envío del Espíritu Santo otorga la gracia para semejante misión. El alma de la Iglesia es el Espíritu, que habita en ella, y que ella distribuye por el ministerio que le ha sido confiado. La formación para esta misión consiste en identificarse con el Señor que nos llama, en atesorar su gracia, en vivir en los lazos de la comunión, escuchando la Palabra que nos envía y dejándonos modelar por ella.
El misterio de la Navidad nos ofrece, en su celebración litúrgica, señales importantes, necesarias, para ser verdaderos discípulos que se disponen a la misión, con la alabanza, que se inspira en la fe de los testigos del Nacimiento, con la alegría, por conocer la Verdad, con la disponibilidad, para acudir al llamado y disponernos a salir para trasmitir el anuncio.
a) La tarea de los pastores
Los obispos y sacerdotes, con los demás ministros, han recibido el encargo de sostener sacramentalmente el camino del Pueblo de Dios. A ellos toca, por la triple función de santificar, enseñar y pastorear, hacer visible en el mundo al Hijo de Dios y acercar a sus hermanos la llamada a la salvación. En cada celebración eucarística, y en cada encuentro con la gracia por los sacramentos, cuanto se realiza por el ministerio de la Iglesia aquí en la tierra, tiene su respuesta en el cielo. El ministerio ordenado alimenta y encuadra el sacerdocio bautismal, desde el sacramento que es conferido por su medio, y es el primero de los signos que acompañan la vida del cristiano, y lo guía y acompaña por los demás. No es una tarea que dependa solamente de la inteligencia, de la laboriosidad o de la simpatía del ministro, pues actúa como representante de Cristo, para realizar su misión según su voluntad. Por eso debe estar verdaderamente atento, con fidelidad ejemplar, al significado de estos signos sacramentales, sin reinterpretarlos ni empobrecerlos, para dar respuesta genuina al reclamo, aún silencioso, de sus hermanos que desean conocer a Dios y acercarse a Él, y que tienen derecho a recibir su presencia en los sacramentos, sin alteraciones ni abusos.
Esto vale sobre todo para la Eucaristía dominical, sacramento de la unidad del Pueblo de Dios, encuentro en un mismo tiempo y espacio con el Misterio que se celebra. La fidelidad a la voluntad del Señor se expresa en la adhesión cordial, en la fe, a su sentido propio, verdadero, con sus contenidos y sus signos propios, instrumentos de comunión. La Palabra de Dios, que la Iglesia lee primeramente en la celebración litúrgica, y que presenta y explica el sacerdote, ofreciéndola como alimento espiritual a los fieles, es inseparable de la celebración de los sacramentos y del anuncio que hacen los pastores. La reciente Exhortación postsinodal “Verbum Domini” del Santo Padre Benito XVI, sobre La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia, será un valiosísimo instrumento para ahondar en esta dimensión fundamental.
Mira a tu pueblo, Señor, para que difunda en todas partes los dones de tu amor
Estas palabras provienen de una de las hermosas oraciones sobre el pueblo, que se encuentran en el Misal para ser pronunciadas en el momento de la bendición conclusiva en la celebración eucarística. Nos parece que resumen bellamente el Misterio celebrado: el Amor de Dios es la Eucaristía compartida, que nos ha renovado en la santidad, y con ella han venido los dones que nos enriquecen, con frutos espirituales y con actitudes y propósitos que dan testimonio ante los hombres del gran bien recibido. Es el pueblo todo el que tiene esta misión, y el resultado de nuestra participación en la Misa es la gracia de ser mejores discípulos, y por el testimonio y las buenas obras anunciar, como misioneros, la riqueza del Evangelio.
A partir, entonces, de una renovada participación en la Eucaristía, podemos esperar que se rejuvenezca y dinamice toda la acción evangelizadora de la Iglesia, haciéndose más profunda y generosa, sostenida por la presencia del Señor Resucitado, por la oración constante y fervorosa y por la obra misionera de todos los bautizados.
Para la Misión continental es necesario, pues, que todos los fieles que han sido convocados y que aceptaron esta llamada de la Iglesia por la voz del Santo Padre y de los obispos de toda América, se esfuercen en la más fiel participación eucarística – donde se encuentran los dones del amor de Dios - y sepan trasmitir con su testimonio la felicidad de este encuentro. En las visitas domiciliarias, además de rezar con los hermanos y llevarles el tríptico, procuren dejarles un breve esquema de oración y de celebración (como un devocionario), para que la misma familia prolongue de ese modo la visita recibida, orientándose hacia la Eucaristía y recibiendo al mismo tiempo una catequesis sencilla que afiance en ellos el conocimiento y la práctica de la fe. Un desarrollo por temas anuales puede ser muy útil, para presentar en las visitas a los hogares, así como programas especiales para las distintas áreas pastorales, como Caritas, catequesis, pastoral de la salud, pastoral carcelaria, colegios, etc. El Año de la vida que el Papa Benito XVI ha proclamado para 2011 es una oportunidad para afianzar en las familias el sentido con que desde la fe se aprecia y protege la vida humana desde su comienzo. Ello está estrechamente vinculado con el respeto y la promoción de la familia, constituida según la misma naturaleza y elevada por la gracia del sacramento del matrimonio.
En la catequesis y en los colegios católicos se procure acompañar la instrucción religiosa y la preparación sacramental con la oración y la participación en las celebraciones, insistiendo en la Santa Misa y en los actos de piedad acostumbrados que se realizan en las comunidades parroquiales y capillas, como el Santo Rosario, las novenas y procesiones y otros. Una invitación especial debe dirigirse a las familias, para que no solo asistan exteriormente con sus niños y jóvenes, sino proponiéndoles charlas formativas, actividades como retiros y jornadas. También tiene que preocuparnos ofrecer una catequesis adecuada para los niños pequeños, aún antes del comienzo de la preparación para los sacramentos, acercándoles a las familias un material sencillo, que los mismos padres podrán emplear con sus hijos.
A partir de estos encuentros litúrgicos y de oración se ha de insistir luego en la incorporación de los cristianos en las tareas de la Iglesia, tanto las apostólicas como las de apoyo a la obra evangelizadora, previendo la necesaria formación permanente, y renovándose en el espíritu de la Misión.
Propongo que hagamos en nuestra diócesis el año próximo una evaluación de la vitalidad y la orientación de nuestras instituciones pastorales con una JORNADA DIOCESANA, preparada cuidadosamente, que nos ayude a conocer dónde estamos y cómo debemos seguir caminando. En la próxima reunión del Presbiterio haremos esta propuesta, para que a través de las parroquias, colegios, instituciones y movimientos, se convoque a un mayor compromiso, más profundo y eficiente, rogando al mismo tiempo por los frutos de los esfuerzos generosos y dedicados de todos, sacerdotes, religiosos y fieles.
***
La celebración de la Navidad es un encuentro actual, no un mero recuerdo. Acudamos, entonces, en estos días santos, en el tiempo propicio que es el Adviento, que precede la gran solemnidad del Nacimiento y nos prepara para ella, con un corazón puro y con la diligencia de los fieles discípulos, al encuentro del Señor, y junto al Pesebre renovemos nuestra consagración. De Belén salió la luz que debía iluminar al mundo entero; busquemos al Hijo de Dios, que nos muestra al Padre y nos conduce a Él.
Encomendemos todo esto a la Santísima Virgen, primer testigo de la Encarnación, rogando que lleguemos a ser como ella, adoradores en el silencio, discípulos en el encuentro y enviados para dar a conocer a los hermanos las maravillas de la Encarnación. La experiencia de la Navidad, con fe y con amor, es el deseo que expreso para todos ustedes, queridos hermanos y hermanas, y que pido a Dios les conceda con abundancia.
Nueve de Julio, 18 de noviembre de 2010
Conmemoración de la Dedicación de las Basílicas de San Pedro y de San Pablo
Mons. Martín de Elizalde OSB, obispo de Nueve de Julio, R. Argentina
Fuente: AICA
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