"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

25 de noviembre de 2010

El buen libro católico es una forma de evangelizar


Discurso inaugural de la XII Exposición del Libro Católico en La Plata (22 de noviembre de 2010)

El mandato misionero de Jesús, expresado en las frases finales del Evangelio según san Mateo, propone un objetivo universal: hacer que todos los pueblos sean discípulos del Resucitado, hasta el fin del mundo. Es importante subrayar la dimensión comunitaria o colectiva de la fórmula, que según el texto griego suena: mathetéusate pánta ta éthne; todas las naciones, todas las gentes, la humanidad entera. Podríamos también interpretar así las palabras del Señor: inculturen el Evangelio en todos los pueblos; evangelicen, cristianicen, todas las culturas.


Es precisamente eso lo que siempre ha hecho la Iglesia, desde la mañana de Pentecostés. La conversión cristiana es una gracia eminentemente personal, pero incluye una vocación misionera, ya que está destinada a difundirse y multiplicarse a través del testimonio de la palabra y de las obras. Así se convierten los pueblos, se cristianizan las culturas. La gracia de la fe y la caridad, el testimonio de los predicadores y de los mártires, la vivencia sencilla y cotidiana del Evangelio obran eficazmente, maduran con el tiempo, transforman desde dentro las realidades humanas: las personas, las familias, las estructuras sociales. Contamos con modelos históricos paradigmáticos: el encuentro de la predicación cristiana con el mundo del antiguo paganismo en el ámbito del Imperio Romano; la evangelización de las protoculturas aborígenes de la América precolombina; los intentos de reevangelización de las culturas modernas.

La relación del Evangelio y de la fe cristiana con las culturas de la humanidad puede concebirse como un proceso dialéctico, con una referencia teológica a los misterios de la Encarnación, de Pascua y de Pentecostés. El primer momento es el de la empatía, el acercamiento que ocasiona un encuentro: la fe tiende a penetrar hondamente en la vida, a impregnar toda la realidad humana porque manifiesta el sentido de la existencia personal y de la historia al revelar proféticamente el origen y el fin de la aventura terrena de los hombres. El momento central está señalado por el discernimiento crítico de acuerdo a un principio de muerte y resurrección: purificación de los antivalores que puede ostentar una cultura para hacerla disponible a la necesaria transformación que realce sus valores naturales, nativos. Por último, la manifestación de una cultura cristiana, en la que la verdad de la fe y la gracia de la caridad inspiran y animan la cultura humana, el estilo de vida de un pueblo, las relaciones que los hombres y mujeres de ese pueblo entablan entre ellos, con el cosmos y con Dios. Es el mismo Espíritu que habla todas las lenguas.

En la cultura argentina actual, como en la de los demás países iberoamericanos, se puede reconocer un sustrato marcado por la fe cristiana, los restos de una cultura católica que se constituyó como fruto de la primera evangelización. Desde el punto de vista sociológico suele hablarse de un mestizaje en el que se han incorporado valiosos elementos aborígenes y el aporte ulterior de las corrientes inmigratorias. Pero es evidente que aquel sustrato cultural subsiste sólo como un resto, ya que la cultura católica fundacional –supuesto que se haya formado plenamente– fue erosionada, desde los comienzos de la vida independiente de las naciones de la antigua América española, por las ideas naturalistas, racionalistas y anticatólicas de la Ilustración. En el caso argentino las dos corrientes: la tradicional, de raigambre hispánica y católica, y la liberal sea afrancesada o anglófila, que progresivamente agravó su tendencia laicista y anticatólica, trabajan nuestra historia casi desde los años iniciales. La decadencia de la cultura de la Ilustración y el influjo posterior de las corrientes ideológicas que la han sucedido a lo largo del siglo XX, llevan a la confusa situación actual, en la que confluyen los acentos de una incierta posmodernidad, el periódico surgir de nuevas utopías y la atomización del pensamiento, incapaz de reconocer la auténtica humanidad del hombre relativista y aun nihilista y por tanto de señalarle un destino trascendente.

Si la cultura cristiana –como hemos afirmado– tiene su raíz y origen en la fe recibida, vivida y transmitida en un pueblo, su recreación depende que esa fe cobre nuevo vigor e inspire una nueva evangelización, que ha de ser inteligente y fervorosa evangelización de la cultura. En este contexto, cobra una pertinencia luminosa el magisterio del Santo Padre Benedicto XVI y su acción pastoral que orientan a los pueblos hacia el retorno a Dios y señalan la centralidad de la adoración y la primacía de la gracia, como así también a un diálogo renovado entre la fe y la razón. En su reciente discurso en el Parlamento británico, el Papa ha manifestado su preocupación por el intento, registrado en muchas naciones, de marginar y silenciar a la religión para relegarla a la esfera privada. A la vez ha indicado que el mundo de la razón y el mundo de la fe –el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas– necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización. Podemos recoger estas palabras como un llamado específico dirigido a la inteligencia católica, que debe empeñarse en pensar la fe para iluminar luego las instancias cruciales del pensamiento contemporáneo, como lo hizo en los momentos históricos del apogeo de la cultura cristiana.

En los últimos años hemos asumido como principio de todo esfuerzo misional la definición del católico como discípulo-misionero de Jesucristo. Si esta definición, lejos de convertirse en un eslogan que se repite por necesidad retórica o como mera expresión de deseo, se hace realidad en la vida de cada uno de los fieles católicos, podemos aspirar a la apertura de un nuevo ciclo cultural, a edificar una alternativa cultural de inspiración cristiana en la cual –y sólo en ella– puede rescatarse la auténtica humanidad del hombre. Una nueva verificación del mandato: Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado (Mt. 28, 19 s.). De la conversión y el bautismo, del cumplimiento de lo que el Señor nos enseñó, brota la cultura cristiana. La conversión de los pecadores transforma la vida de la sociedad.

¿Cómo entran los libros, el libro católico, en este discurso? Como un modesto pero eficaz instrumento de evangelización de la cultura. En primer lugar, aportando doctrina teológica y experiencia espiritual al conocimiento de Cristo y de la verdad que él nos ha revelado y que es transmitida por la Iglesia. No hace falta ponderar el valor providencial de un buen libro en la vida de una persona –creyente o incrédulo– y en su posible orientación hacia Dios, en su encuentro con Jesucristo vivo. Además, los libros pueden transmitirnos el patrimonio de la tradición y de la cultura cristiana. Ofrecen apoyo al discernimiento de los lectores cuando afrontan a la luz del magisterio eclesial los problemas de actualidad y las objeciones y críticas de la cultura vigente. Buenos autores ensayan en sus libros nuevas síntesis de inculturación de la verdad cristiana, de acuerdo al dinamismo que es propio de toda cultura y recogiendo las nuevas experiencias de los fieles. En los libros se recogen los resultados del diálogo entre la fe y la razón, sobre todo entre la fe y las ciencias positivas, con la necesaria mediación de una filosofía cristiana. El libro nos acerca también las obras de autores que son personas de fe, cuya fe no queda al margen de sus creaciones literarias y de sus ensayos sobre las más variadas materias.

Una biblioteca de libros católicos, o una exposición como ésta que hoy inauguramos es un repositorio de cultura, una muestra objetiva, de mayor o menor envergadura, de lo que puede inspirar la fe. Pero el libro sólo puede ser instrumento de evangelización de la cultura si es leído, si se convierte así en un protagonista vivo del diálogo entre la cultura y la fe. En la exposición se lo mira, se lo toca, se lo hojea; quizá se lo compre; la cuestión es leerlo.

Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata

Fuente: AICA

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