frente de la iglesia Cristo Rey
Homilía de monseñor José Luis Mollaghan, arzobispo de Rosario en la consagración del templo y del altar de la parroquia Cristo Rey (Fisherton, 21 de noviembre de 2010, solemnidad de Cristo Rey)
Culminamos el año litúrgico, que comenzó en el adviento pasado. Hoy celebramos la fiesta de Cristo, Rey del universo, a quien vemos en la imagen del Pantocrátor, como resplandece en los ábsides de las antiguas basílicas cristianas. También conmemoramos las Fiestas patronales de esta Parroquia dedicada a Cristo Rey, cuya iglesia voy a consagrar conjuntamente con su nuevo altar.
Celebrar a Cristo Rey, es celebrar también el Reino de Dios, que Jesús anunció al comenzar su vida pública, y que todavía debe llegar a su plenitud. Más aún, la presencia de Jesús hace cercano su Reino diciendo: “Se ha cumplido el tiempo, y está cerca el Reino de Dios. Arrepiéntanse y crean en la Buena Nueva" (Mc 1,14).
Para hablarnos de Cristo Rey, la liturgia nos invita este año a leer una página de la pasión del Señor. En este Evangelio precisamente se llama Rey a Jesús, cuando se encuentra clavado en la cruz: Jesús para salvarnos, fiel a la voluntad del Padre, el ungido por Dios, nos ofreció una nueva alianza con la humanidad. Para poder llegar a ese acuerdo, Dios tomó la iniciativa: envió a su Hijo, “el primogénito de toda la creación, en quien fueron creadas todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra”, para encarnarse y morir en la cruz. Y así, El, que es el Señor, se anonadó, se abajó y se entregó por nosotros, sin hacer alarde de su condición de Dios.
Despojándose de su condición, el Rey vino a nosotros. Su Reino, que no es de este mundo, se instauró con su venida, iniciándose entre nosotros un reino de paz, de justicia, de amor y de paz.
Jesucristo eligió servir y no ser servido. Y aceptó la muerte, y una muerte de cruz: de tal manera que su reino lo inició en medio nuestro, como víctima inmaculada y pacífica, que se ofreció en el altar de la cruz, realizando el misterio de la redención humana (cfr. Prefacio Cristo Rey).
En la cruz Jesucristo nos redime y nos salva, su misión es saldar la deuda que habíamos contraído con Dios. Por esto nos dice la segunda lectura que escuchamos recién: "Dios nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados".
Así reina el Señor. Jesucristo no trajo la violencia, ni quiso otro triunfo en este mundo que la victoria de la cruz y de su Resurrección. Tampoco nos prometió el cielo en la tierra; sino que nos invitó a seguir un camino diferente al que nos propone el mundo: el de la fe, la esperanza y el amor.
De este modo el reinado de Cristo ya se comienza a construir en la tierra, luchando contra todo mal, y las miserias y egoísmos humanos, hasta vencer definitivamente a la muerte. Por ello la fe en Cristo resucitado hace más posible el amor al prójimo, confiando en su presencia en cada hermano, y acrecienta la entrega de tantos hombres y mujeres a la transformación del mundo, para devolverlo al Padre: «Así Dios será todo para todos».
Los que no conocen el Reino de Dios pretenden pruebas extraordinarias, comprobar su grandeza, y que Jesús les muestre su poder. Solo el ladrón arrepentido del Evangelio, vecino a su cruz, le pide lo más importante: poder estar con Jesús cuando llegue a su Reino: Desde la cruz, él solo quiere estar en su Reino, y lo consigue: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso” Lucas 23,43).
La Virgen María reina con Cristo. Ella fue la primera que conoció y siguió fielmente al Señor. María es grande precisamente porque quiso enaltecer a Dios en lugar de a sí misma. Ella es humilde: y solo quiso ser la sierva del Señor. Supo estar siempre a disposición no de sus deseos, sino de la iniciativa de Dios, para contribuir a la salvación del mundo. Por ello es una mujer de esperanza: sólo porque cree en las promesas de Dios, y espera la salvación (cfr. Dios es caridad, nº 41).
Esto mismo que meditamos, queridos hermanos, lo encontramos significado en la Iglesia y en el altar que vamos a consagrar, signos y símbolos muy profundos, que nos hablan de Cristo Rey. En el centro del retablo se destaca una corona, que simboliza que Cristo es rey; pero a la vez en este mismo retablo, junto a la corona encontramos varias frases del Evangelio que explican su hondo sentido: “Cuando hayan levantado en alto al Hijo del hombre, comprenderán que soy yo" (Juan 8,28). Y más abajo, sobresaliendo al resto nos dice: “ Dios, es amor (1 Juan 4,16).
La cruz, que preside el altar, también nos habla de Cristo Rey; y nos enseña a cada uno que morir por Cristo es reinar. En un mundo donde se quiere prescindir de la cruz, ésta nos enseña que es el signo visible del amor, con el cual Dios viene a nuestro encuentro.
Pero sobre todo, el altar, que hoy será ungido, simboliza al mismo Cristo: " Por eso te ha ungido Dios, tu Dios, con perfume de fiesta" (Heb.1,9). Él quiso, al instituir el memorial del sacrificio que ofreció al Padre en el ara de la cruz, que fuera la sagrada mesa, alrededor de la cual sus discípulos se iban a reunir para celebrar su Pascua y recibir la Eucaristía, verdadero Cuerpo y Sangre del Señor.
Y así en cada celebración de la Eucaristía, sacrificio y banquete celestial, celebramos la grandeza de Cristo Rey, muerto en la cruz, y proclamamos su resurrección, para entregar "a su majestad infinita un reino eterno y universal; el reino de la verdad y de la vida, el reino de la santidad y de la gracia, el reino de la justicia, del amor y de la paz" (ib. Pref. Eucaristía).
Hoy tenemos la oportunidad de volver a renovar el pacto con nuestro rey. A trabajar por el Reino, al que pertenecemos; a ser parte viva de su Iglesia, que anuncia su reino hasta que Él vuelva. Lo hacemos siempre unidos a María, la Virgen Reina, que nos señala el camino del Reino, y así como permaneció intrépida a los pies de la cruz; hoy filialmente la honramos gozosa en la gloria de su Hijo.
Mons. José Luis Mollaghan, arzobispo de Rosario
Fuente: AICA
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