"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

27 de octubre de 2010

Mons. Martorell: ser servidores de Jesús y seguidores fieles del Evangelio


Homilía de Mons. Raúl Martorell, obispo de Puerto Iguazú, para el 30º domingo durante el año (24 de octubre de 2010)

En este domingo el libro del Eclesiástico 35,12.16-18 nos enseña que “los gritos del pobre atraviesan las nubes” obtienen la gracia de Dios y que también que Dios ”pagará a cada uno según sus acciones”. Este es el centro de la liturgia dominical. El hombre debe hacer obras buenas y ofrecer a Dios sacrificios, pero esto no le da derechos ante Dios. Él examina el corazón de aquel que lo invoca con confianza, esperanza y amor. “Dios escucha al que sirve de buen grado La primera lectura es un elogio a la Justicia de Dios que no se fija en el rostro de nadie ni es parcial con ninguno, sino que escucha la oración del pobre, del indefenso, del huérfano y de la viuda. Es un elogio también a la oración del humilde que conoce sus límites y recurre a Dios en su necesidad de auxilio y de salvación. Esta es la oración que atraviesa las nubes y obtienen la gracia y la justicia divina.


Es una introducción maravillosa a la parábola del fariseo y el publicano que fueron al Templo para orar (Lc.18, 9-14). Allí Jesús compara y confronta la oración de ambos. Sus actitudes y sus comportamientos son distintos y opuestos. Para el fariseo la oración es un simple pretexto para jactarse de su justicia a expensas de los pobres a los que él ayuda: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos y adúlteros, ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo. Este fariseo se siente sin pecado, cumplidor de la ley. Es arrogante, juzga, critica, difama y condena a los demás. ¿Quién más digno que él para recibir la gracia como recompensa por su justicia? Pero su corazón está lejos de Dios porque está lleno de soberbia y de desprecio por el prójimo: “yo no soy como los demás”.

Por el contrario, el publicano -al fondo del Templo- se confiesa pecador e indigno y quizá con razón porque su conducta no es conforme a la Ley de Dios. El no es un cumplidor de la Ley, sin embargo está arrepentido, reconoce su miseria moral y se da cuenta de que es indigno del favor de Dios. Dice el evangelio: “no se atrevía a levantar sus ojos al cielo, sólo se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios, ten compasión de este pecador” (Ib. 13). La conclusión de la parábola nos desconcierta: el fariseo salió del templo sin justificación y el publicano salió justificado. Esto no quiere decir que Dios prefiera al libertino, pecador o estafador antes que al hombre honesto; sino que prefiere la humildad del hombre arrepentido, de aquel que reconoce la verdad de su situación y que no cree que tener frente a Dios derechos, como cree el fariseo. El publicano desde su realidad se abre a Dios con confianza y pone su esperanza en Él. Además el mismo Jesús nos enseña que todo el que se humilla será enaltecido y todo el que se enaltece será humillado. En realidad los dos tenían razón para humillarse, pues ¿quién puede decir que es justo y perfecto delante de Dios?

De alguna manera -como estos dos personajes- todos los cristianos tenemos suficientes motivos para humillarnos y pedir perdón. No somos perfectos en el cumplimiento del mandato del “amor al prójimo”, no siempre somos justos ni ayudamos a la viuda ni al huérfano, no siempre trabajamos por la verdad del ser humano o por el valor de la vida humana. Muchas veces somos egoístas y cerrados en nosotros mismos, sin tener en cuenta al hermano necesitado. Es entonces que tenemos necesidad de reconocer nuestras faltas y de arrepentirnos de ellas y pedir al Señor de la Misericordia su perdón y su gracia para no pecar y ser fieles seguidores del Evangelio.

San Pablo, en la segunda lectura de este domingo, reconoce haber corrido hasta la meta, haber mantenido la fe. Reconoce el bien realizado, pero con un espíritu diferente. Afirma que el Señor  dará “la corona merecida” no solamente a él sino a todos los que aguarden con amor su venida. En lugar de jactarse del bien realizado, confiesa que es Dios quien le ha sostenido y dado fuerzas. Lejos de contar con sus méritos, confía en Dios para ser salvado y le da por ello gracias: “El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. ¡A él la gloria por los siglos de los siglos! Amén”.

Que la Virgen, Madre del Amor, nos enseñe a orar por las dificultades de este tiempo y nos ayude a ser servidores de Jesús y seguidores fieles del Evangelio.

Mons. Marcelo Raúl Martorell, obispo de Puerto Iguazú
Fuente: AICA

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