"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

28 de julio de 2010

La conferencia que anticipó el "kulturkampf" actual y la confusión producida por el "moralismo político" como síntesis de las religiones

REFLEXIONES SOBRE CULTURAS QUE HOY SE CONTRAPONEN

Vivimos un tiempo de grandes peligros y grandes oportunidades para el hombre y para el mundo, un tiempo que es también de grandes responsabilidades para todos nosotros. A lo largo del siglo pasado las posibilidades del hombre y su dominio sobre la materia han crecido de modo verdaderamente impensable. Sin embargo, su poder disponer del mundo ha también hecho que su poder de destrucción alcance dimensiones que, a veces, nos horrorizan. Espontáneamente pensamos en la amenaza del terrorismo, esta nueva guerra sin confines y sin frentes. El temor que pronto puedan tomar posesión de armas nucleares y biológicas no es infundado, y ha hecho que, al interior de los Estados de derecho, se deba recurrir a sistemas de seguridad similares a aquellos que antes existían solo en las dictaduras. Sin embargo, permanece igualmente la sensación de que todas estas precauciones en realidad no son suficientes, no siendo posible ni deseable un control global.

Menos visibles, pero no por esto menos inquietantes, son las posibilidades de automanipulación que el hombre ha ganado. Ha sondeado los rincones del ser, ha descifrado los componentes del ser humano, y ahora está en grado de, por así decirlo, “construir’ por sí mismo al hombre, que de esta manera no viene más al mundo como don del Creador, sino como producto de nuestro hacer, producto que, por tanto, puede también ser seleccionado según las exigencias fijadas por nosotros mismos. Así, sobre este hombre ya no brilla el esplendor de su ser imagen de Dios, aquello que le confiere su dignidad y su inviolabilidad, sino solo el poder de las capacidades humanas. Ya no es más que imagen del hombre, ¿de qué hombre? A esto se añaden los grandes problemas planetarios: la desigualdad en la repartición de los bienes de la tierra, la creciente pobreza, más aún el empobrecimiento, la explotación de la tierra y de sus recursos, el hambre, las enfermedades que amenazan a todo el mundo, el choque de culturas. Todo esto muestra que al aumento de nuestras posibilidades no corresponde un igual desarrollo de nuestra energía moral. La fuerza moral no ha crecido a la par que el desarrollo de las ciencias, es más, ha disminuido, porque la mentalidad técnica confina la moral al ámbito subjetivo, cuando tenemos precisamente la necesidad de una moral pública, una moral que sepa responder a las amenazas que pesan sobre la existencia de todos nosotros. El verdadero y más grande peligro de este momento está precisamente en el desequilibrio entre posibilidad técnica y energía moral. La seguridad, de la que tenemos necesidad como presupuesto de nuestra libertad y dignidad, no puede venir en última instancia de sistemas técnicos de control, pero puede, justamente, surgir solo de la fuerza moral del hombre: ahí donde falta o no es suficiente, el poder que tiene el hombre se transformará cada vez más en un poder de destrucción

Es verdad que hoy existe un nuevo moralismo cuyas palabras clave son justicia, paz, conservación de lo creado, palabras que remiten a algunos valores morales esenciales que nos son necesarios. Pero este moralismo queda vago y se desliza, casi inevitablemente, a la esfera político-partidario. Es ante todo una exigencia dirigida a los otros, y muy poco un deber personal de nuestra vida cotidiana. De hecho, ¿qué significa justicia? ¿Quién lo define? ¿Qué es necesario para la paz? En las últimas décadas hemos visto en nuestras calles y plazas como el pacifismo puede desviarse hacia un anarquismo destructivo y hacia el terrorismo. El moralismo político de los años setenta, cuyas raíces de hecho no están muertas, fue un moralismo que logró fascinar a los jóvenes plenos de ideales. Pero era un moralismo con una orientación equivocada, privado de serena racionalidad, y porque, en un análisis final, colocaba la utopía política por encima de la dignidad del hombre individual, incluso llegando, en nombre de grandes objetivos, a despreciar al hombre. El moralismo político, como lo hemos vivido y como lo vivimos todavía, no solo no abre el camino a una regeneración, sino que lo bloquea. Lo mismo vale, en consecuencia, también para un cristianismo y para una teología que reducen el núcleo del mensaje de Jesús, el “Reino de Dios”, a los “valores del Reino”, identificando estos valores con las grandes palabras de orden del moralismo político, y proclamándolas, al mismo tiempo, como síntesis de las religiones. Sin embargo, se olvidan así de Dios, no obstante siendo precisamente El el sujeto y la causa del Reino de Dios. En su lugar quedan grandes palabras (y valores) que se prestan a cualquier clase de abuso.
 
Esta breve mirada a la situación del mundo nos lleva a reflexionar sobre la hodierna situación del cristianismo, y por tanto sobre las bases de Europa. Aquella Europa que un tiempo, podemos decir, fue el continente cristiano, pero que también ha sido el punto de partida de aquella nueva racionalidad científica que nos ha regalado grandes posibilidades así como grandes amenazas. El cristianismo ciertamente no ha partido de Europa, y por tanto tampoco puede ser clasificado como una religión europea, la religión del ámbito cultural europeo. Pero precisamente en Europa recibió su impronta cultural e intelectual históricamente más eficaz, y queda por tanto entretejida de manera especial a Europa. Por otro lado, es también verdad que esta Europa, desde el tiempo del Renacimiento, y luego de modo completo desde tiempos del iluminismo, desarrolló aquella racionalidad científica que no solo en la época de los descubrimientos llevó a la unidad geográfica del mundo, al encuentro de los continentes y las culturas, sino que ahora, de modo más profundo, gracias a la cultura técnica hecha posible por las ciencias, verdaderamente da su impronta a todo el mundo. Incluso, en un cierto sentido, lo uniforma. Y sobre la estela de esta forma de racionalidad Europa ha desarrollado una cultura que, de modo desconocido antes de ahora para la humanidad, excluye a Dios de la consciencia pública, sea negándolo del todo, sea que su existencia venga juzgada no demostrable, incierta, y por tanto perteneciente al ámbito de las opciones subjetivas, una cosa cualquiera irrelevante para la vida pública. Esta racionalidad puramente funcional, por decirlo así, comporta un estremecimiento de la consciencia moral igualmente nuevo para las culturas hasta ahora existentes, puesto que sostenía que racionalidad es solamente aquello que se puede probar con experimentos. Así como la moral pertenece a una esfera del todo diversa, ella, como categoría a sé, desaparece y debe ser reencontrada de otro modo, en cuanto que necesita admitir que de igual modo la moral, de alguna manera, nos es necesaria. En un mundo basado sobre el cálculo, es el cálculo de las consecuencias lo que determina qué cosa necesita considerarse moral o no. Y así la categoría del bien, como había sido evidenciada por Kant, desaparece. Nada es bueno o malo en sí, todo depende de las consecuencias que una acción deja prever. Si el cristianismo, por una parte, ha encontrado su forma más eficaz en Europa, es necesario por otro lado decir que en Europa se ha desarrollado una cultura que constituye la contradicción en absoluto más radical no solo del cristianismo, sino de las tradiciones religiosas y morales de la humanidad. De aquí se entiende que la Europa está experimentando una verdadera y propia “prueba de tracción”. De aquí se entiende también la radicalidad de las tensiones a las cuales nuestro continente debe hacer frente. Pero aquí surge también, y sobre todo, la responsabilidad que nosotros europeos debemos asumir en este momento histórico: en el debate en torno a la definición de Europa, en torno a su nueva forma política, no se juega una batalla nostálgica cualquiera “de retaguardia” de la historia, sino más bien una gran responsabilidad para la humanidad de hoy.
 
Demos una mirada más precisa a esta contraposición entre las dos culturas que han sellado Europa. En el debate sobre el preámbulo de la Constitución europea, tal contraposición se ha evidenciado en dos puntos controvertidos: la cuestión de la referencia a Dios en la Constitución, y en la mención de las raíces cristianas de Europa. Visto que en el artículo 52 de la Constitución están garantizados los derechos institucionales de las iglesias, podemos estar tranquilos, se dice. Pero esto significa que ellos, en la vida de Europa, encuentran lugar en el ámbito del compromiso político, mientras en el ámbito de las bases de Europa, la impronta de su contenido no encuentra espacio alguno. Las razones que se dan en el debate público para este rotundo “no” son superficiales, y es evidente que más que indicar la verdadera motivación, la encubren. Afirmar que la mención de las raíces cristianas de Europa hiere los sentimientos de muchos no cristianos en Europa es poco convincente, puesto que se trata ante todo de un hecho histórico que nadie puede negar con seriedad. Naturalmente esta nota histórica contiene también una referencia al presente, desde el momento que, con la mención de las raíces, se indican las fuentes residuales de orientación moral, y por tanto un factor de identidad de esta formación que es Europa. ¿A quién se ofende? ¿La identidad de quién es amenazada? Los musulmanes, que en relación a esto son con frecuencia y de buena gana traídos a colación, no se sienten amenazados de nuestras bases morales cristianas, sino del cinismo de una cultura secularizada que niega sus propias bases. Tampoco nuestros conciudadanos hebreos son ofendidos por la referencia a las raíces cristianas de la Europa, en cuanto que estas raíces se remontan hasta el Monte Sinaí: portan la impronta de la voz que se hace sentir sobre el monte de Dios y nos unen en las grandes orientaciones fundamentales que el decálogo ha dado a la humanidad. Lo mismo vale para la referencia a Dios: no es la mención de Dios que ofende a los que pertenecen a otras religiones, sino más bien la tentativa de construir la comunidad humana absolutamente sin Dios.

Las motivaciones para este doble “no” son más profundas de lo que hacen pensar las motivaciones dadas. Presuponen la idea que solo la cultura iluminista radical, la que ha alcanzado su pleno desarrollo en nuestro tiempo, podría ser constitutiva para la identidad europea. Junto a ella pueden por tanto coexistir diferentes culturas religiosas con sus respectivos derechos, a condición de que y en la medida en que respeten los criterios de la cultura iluminista y se subordinen a ella. Esta cultura iluminista está sustancialmente definida por los derechos de libertad. Ella parte de la libertad como un valor fundamental que mide todo: la libertad de la elección religiosa, que incluye la neutralidad religiosa del estado; la libertad de expresar la propia opinión, a condición que no se ponga en duda precisamente este canon; el ordenamiento democrático del Estado, y por tanto el control parlamentario sobre los organismos estatales; la libre formación de partidos; la independencia de la magistratura; y en fin la tutela de los derechos del hombre y la prohibición de discriminación. Aquí el canon está todavía en vías de formación, visto que hay derechos del hombre que se contrastan, como por ejemplo el contraste entre el deseo de libertad de la mujer y el derecho a la vida del nascituro. El concepto de discriminación es extendido cada vez más, y así la prohibición de discriminación puede transformarse cada vez más en una limitación de la libertad de opinión y de la libertad religiosa. Muy pronto no se podrá afirmar que la homosexualidad, como enseña la Iglesia Católica, constituye un desorden objetivo en la estructuración de la existencia humana. Y el hecho de que la Iglesia está convencida de no tener el derecho de dar la ordenación sacerdotal a las mujeres es considerado, por algunos, inconciliable con el espíritu de la Constitución europea. Es evidente que este canon de la cultura iluminista, lejos de ser definitivo, contiene valores importantes que nosotros, precisamente como cristianos, no queremos y no podemos soslayar. Pero es también evidente que la concepción mal definida, o de hecho no definida, de libertad, que está en la base de esta cultura, inevitablemente comporta contradicciones; y es evidente que precisamente a través de su uso (un uso que parece radical) se llega a limitaciones a la libertad que hace una generación no habríamos podido imaginarnos. Una confusa ideología de la libertad conduce a un dogmatismo que se está revelando cada vez más hostil hacia la libertad.
 
Tenemos sin más que regresar nuevamente a la cuestión de las contradicciones internas en la forma actual de la cultura iluminista. Pero primero debemos terminar de describirla. Forma parte de su naturaleza, en cuanto cultura de una razón que finalmente tiene completa consciencia de si misma, alardear una pretensión universal y concebirse como completa en sí misma, no necesitando algún complemento a través de otros factores culturales. Ambas características se ven claramente cuando se propone la cuestión en torno a quién puede convertirse en miembro de la Comunidad Europea, y sobre todo en el debate acerca del ingreso de Turquía en esta comunidad. Se trata de un Estado, o mejor dicho, de un ambiente cultural, que no tiene raíces cristianas, sino que ha estado influenciado por la cultura islámica. Ataturk intentó transformar Turquía en un Estado laicista, intentando implantar el laicismo madurado en el mundo cristiano de la Europa sobre un terreno musulmán. Se puede preguntar si esto es posible: según la tesis de la cultura iluminista y laicista de Europa, solo las normas y contenidos de la misma cultura iluminista pueden determinar la identidad de Europa, y en consiguiente, todo Estado que hace suyos estos criterios podrá pertenecer a la Europa. No importa, al fin, sobre qué tramado de raíces esta cultura de la libertad y de la democracia es implantada. Es precisamente por esto, se afirma, que las raíces cristianas no pueden entrar en la definición de los fundamentos de Europa, tratándose de raíces muertas que no forman parte de la identidad actual. En consecuencia, esta nueva identidad, determinada exclusivamente por la cultura iluminista, implica también el que Dios no tenga nada que ver con la vida pública y las bases del Estado.
 
Así todo se hace lógico, y es también plausible de algún modo. De hecho, ¿qué cosa podemos desear más bello sino que en todos lados sea respetada la democracia y los derechos humanos? Pero aquí se impone la pregunta sobre si esta cultura iluminista laicista sea de verdad cultura, descubierta como finalmente universal, de una razón común a todos los hombres; cultura que debería tener acceso en todos lados, incluso sobre un humus histórico y culturalmente diferenciado. Y se nos pregunta si de verdad se cumple en sí misma, tanto que no tiene necesidad de alguna raíz fuera de sí.
 
Significado y límites de la actual cultura racionalista
 
Debemos ahora enfrentar estas últimas dos preguntas. A la primera, es decir, a la pregunta si se ha alcanzado la filosofía universalmente válida y finalmente hecha del todo científica, en la cual se expresaría la razón común de todos los hombres, es necesario responder que sin duda se han alcanzado importantes logros que pueden pretender una validez general: que la religión no puede ser impuesta por el Estado, sino que puede ser tan solo acogida en la libertad; el respeto de los derechos fundamentales del hombre iguales para todos; la separación de poderes y el control del poder. No se puede pensar, sin embargo, que estos valores fundamentales, reconocidos por nosotros como generalmente válidos, puedan ser realizados del mismo modo en cada contexto histórico. No hay en todas las sociedades presupuestos sociológicos para una democracia basada en partidos, como se da en occidente. Así, la completa neutralidad religiosa del Estado, en la mayor parte de los contextos históricos, puede ser considerada una ilusión. Con esto llegamos al problema destacado por la segunda pregunta. Pero aclaremos primero la cuestión de si las modernas filosofías iluministas, consideradas en conjunto, pueden retener la última palabra de la razón común a todos los hombres. Estas filosofías están caracterizadas por el hecho que son positivistas, y por tanto anti metafísicas, tanto que, al fin, Dios no puede tener en ellas lugar alguno. Ellas están basadas sobre una autolimitación de la razón positiva, que es adecuada en el ámbito técnico, pero que, ahí donde es generalizada, comporta en vez una mutilación del hombre. Consigue que el hombre no admita más alguna instancia moral fuera de sus cálculos, y como hemos visto, también el concepto de libertad, que en principio podría parecer expandirse de modo ilimitado, al final lleva a la destrucción de la libertad. Es verdad que las filosofías positivas contienen importantes elementos de verdad. Estos están sin embargo basados sobre una autolimitación de la razón típica de una determinada situación cultural – aquella del Occidente moderno- no pudiendo con certeza ser como tales la última palabra de la razón. No obstante parezcan totalmente racionales, no son la voz de la razón misma, sino están ellas también vinculadas culturalmente, vinculadas por tanto a la situación del Occidente de hoy. Por ello no son de hecho aquella filosofía que un día debiera ser válida en todo el mundo. Pero sobre todo es necesario decir que esta filosofía iluminista y su respectiva cultura están incompletas. Ella corta conscientemente sus propias raíces históricas, privándose de las aguas del manantial de las cuales ella misma ha brotado, aquella memoria fundamental de la humanidad, por decirlo así, sin la cual la razón pierde orientación. De hecho ahora vale el principio de que la capacidad del hombre es la medida de su actuar. Aquello que se sabe hacer, se puede también hacer. Un saber hacer separado del poder hacer ya no existe, porque estaría en contra de la libertad, que es el valor supremo absoluto. Pero el hombre saber hacer tanto, y sabe hacer cada vez más; y si este saber hacer no encuentra su medida en una norma moral, se hace, como podemos ya ver, poder de destrucción. El hombre sabe clonar al hombre, y por eso lo hace. El hombre sabe usar al hombre como “depósito” de órganos para otros hombres, y por eso lo hace; lo hace porque parecería ser esta una exigencia de su libertad. El hombre sabe construir bombas atómicas, y por eso lo hace, estando, por principio, también dispuesto a utilizarlas. También el terrorismo, al fin, se basa sobre esta modalidad de “auto-autorización” del hombre, y no sobre las enseñanzas del Corán. La radical ruptura de la filosofía iluminista de sus raíces se convierte, en una instancia, en un dejar de lado al hombre. El hombre, en el fondo, no tiene libertad alguna, nos dicen los portavoces de las ciencias naturales, en total contradicción con el punto de partida de toda la cuestión. El no debe creer ser algo distinto respecto de todos los otros seres vivientes, y por tanto debería también ser tratado como ellos, según nos dicen incluso los portavoces más avanzados de una filosofía netamente separada de las raíces de la memoria histórica de la humanidad.
 
Nos habíamos hecho dos preguntas: si la filosofía racionalista (positivista) es estrictamente racional, y en consecuencia universalmente válida, y si es completa. ¿Se basta a sí misma? ¿Puede, o más bien debe, relegar sus raíces históricas al ámbito del puro pasado, y por tanto en el ámbito de aquello que puede ser válido solo subjetivamente? Debemos responder a ambas preguntas con un rotundo “no”. Esta filosofía no expresa la completa razón del hombre, sino solamente una parte de ella, y a través de esta mutilación de la razón no se le puede considerar de hecho racional. Por esto es también incompleta, y puede sanar solo reestableciendo de nuevo el contacto con sus raíces. Un árbol sin raíces se seca…
 
Afirmando esto no se niega todo aquello que esta filosofía dice de positivo e importante, pero se afirma más bien su necesidad de ser completada, su profunda insuficiencia. Y así nos encontramos de nuevo hablando de los dos puntos controvertidos del preámbulo de la Constitución europea. La marginación de las raíces cristianas no se revela como expresión de una tolerancia superior que respeta todas las culturas al mismo modo, no queriendo privilegiar alguna, sino como la absolutización de un pensar y de un vivir que se contraponen radicalmente, entre otras, a las otras culturas históricas de la humanidad. La verdadera contraposición que caracteriza el mundo de hoy no es aquella entre diversas culturas religiosas, sino aquella entre la radical emancipación del hombre de Dios, de las raíces de la vida, de una parte, y las grandes culturas religiosas por otra. Si se llega a un choque de culturas, no será por un choque entre las grandes religiones –desde siempre en lucha una contra la otra, pero que, finalmente, han sabido también vivir siempre las unas con las otras- sino será por el choque entre esta radical emancipación del hombre y las grandes culturas históricas. Así también el rechazo de la referencia a Dios no es expresión de una tolerancia que quiere proteger las religiones no teístas y la dignidad de los ateos y de los agnósticos, sino más bien expresión de una consciencia que quisiera ver a Dios cancelado definitivamente de la vida pública de la humanidad y marginado al ámbito subjetivo de culturas residuales del pasado. El relativismo, que constituye el punto de partida de todo esto, se hace así un dogmatismo que se cree en posesión del definitivo conocimiento de la razón, y con derecho de considerar todo el resto solo como un estadio de la humanidad en el fondo superado y que puede ser adecuadamente relativizado. En realidad, ello significa que tenemos necesidad de raíces para sobrevivir y que no debemos perder a Dios de vista, si queremos que la dignidad humana no desaparezca.
 
El significado permanente de la Fe cristiana
 
¿Este es un simple rechazo del iluminismo o de la modernidad? No en absoluto. El cristianismo, desde el principio, se ha comprendido a sí mismo como la religión del logos, como la religión según la razón. No ha individuado a sus precursores en primer lugar en las otras religiones, sino en aquel iluminismo filosófico que ha despejado el camino de las tradiciones para dirigirse hacia la búsqueda de la verdad y hacia el bien, hacia el único Dios que está por encima de todos los dioses. En cuanto religión de los perseguidos, en cuanto religión universal, más allá de los diversos estados y pueblos, ha negado al Estado el derecho de considerar la religión como una parte del ordenamiento estatal, postulando así la libertad de la fe. Siempre ha definido a los hombres, a todos los hombres sin distinción, como criaturas de Dios e imagen de Dios, proclamando para ellos en términos de principio, si bien en los límites imprescindibles de los ordenamientos sociales, la misma dignidad. En este sentido el iluminismo es de origen cristiano y ha nacido no por casualidad propia y exclusivamente en el ámbito de la Fe cristiana. Ahí donde el cristianismo, en contra de su naturaleza, lamentablemente se convirtió en tradición y religión del Estado. Aun cuando la filosofía, en cuanto búsqueda de la racionalidad –también la de nuestra fe- fue siempre prerrogativa del cristianismo, la voz de la razón ha estado muy domesticada. Ha sido y es mérito del iluminismo haber vuelto a proponer estos valores originales del cristianismo y haber dado nuevamente a la razón su propia voz. El Concilio Vaticano II, en la constitución sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, evidenció una vez más esta profunda correspondencia entre cristianismo e iluminismo, buscando llegar a una verdadera conciliación entre Iglesia y modernidad, que es el gran patrimonio que debe ser tutelado por ambas partes.
 
Con todo esto, es necesario que ambas partes reflexionen sobre sí mismas y estén prontas a corregirse. El cristianismo debe recordarse siempre que es la religión del Logos. Esto es fe en el Creator Spiritus, en el Espíritu Creador, del cual proviene todo lo real. Precisamente ésta debería ser hoy su fuerza filosófica, pues el problema es si el mundo viene de lo irracional, y la razón no es por tanto otra cosa que un “subproducto”, quizás más dañoso, de su desarrollo, o si el mundo proviene de la razón, y ella sea por tanto su criterio y su meta. La Fe cristiana va por esta segunda tesis, teniendo así, desde el punto puramente filosófico, buenas cartas para jugar, no obstante sea la primera tesis a ser hoy considerada por tantos la única “racional” y moderna. Pero una razón que sale de lo irracional, y que es, al fin, ella misma irracional, no constituye una solución a nuestros problemas. Solo la razón creadora, y que en el Dios crucificado se ha manifestado como amor, puede verdaderamente mostrarnos el camino.
 
En el diálogo, tan necesario, entre laicos y católicos, nosotros cristianos debemos estar muy atentos para permanecer fieles a esta línea de fondo: vivir una Fe que proviene del Logos, de la razón creadora, y que está por tanto abierta también a todo aquello que es verdaderamente racional. Pero a este punto quisiera, en mi calidad de creyente, hacer una propuesta a los laicos. En la época del iluminismo se ha tratado entender y definir las normas morales esenciales diciendo que ellas serían válidas etsi Deus non daretur, también en el caso que Dios no existiese. En la contraposición de las confesiones y en la crisis que toca la imagen de Dios, se tentó tener los valores esenciales de la moral fuera de las contradicciones y buscar para ellos una evidencia que les hiciese independientes de las múltiples divisiones e incertidumbres de las varias filosofías y confesiones. Así quisieron asegurarse las bases de la convivencia y, más en general, las bases de la humanidad. A aquella época le pareció posible, en cuanto las grandes convenciones de fondo creadas por el cristianismo en gran parte resistían y parecían innegables. Pero ya no lo es más así. La búsqueda de una tal certeza que nos reasegure, que pudiese permanecer incontestada más allá de todas las diferencias, ha fallado. Tampoco el esfuerzo, de verdad grandioso, de Kant ha estado en grado de crear la necesaria certeza compartida. Kant había negado que Dios pudiese ser conocido en el ámbito de la pura razón, pero al mismo tiempo había representado a Dios, la libertad y la inmortalidad como postulados de la razón práctica, sin la cual, coherentemente, para él no era posible algún actuar moral. ¿La situación hodierna del mundo no nos hace quizá pensar de nuevo que el pueda tener razón? Quisiera decirlo con otras palabras: La tentativa, llevada hasta el extremo, de plasmar las cosas humanas dejando completamente de lado a Dios nos conduce cada vez más hacia el borde del abismo, hacia la marginación total del hombre. Debemos, entonces, invertir el axioma de los iluministas y decir: también quien no logra a encontrar la vía de la aceptación de Dios debería buscar vivir y enderezar su vida veluti si Deus daretur, como si Dios existiese. Este es el consejo que ya Pascal daba a los amigos no creyentes; es el consejo que queremos dar también hoy a nuestros amigos que no creen. Así ninguno viene limitado en su libertad, sino que todas nuestras cosas encuentran un sostenimiento y un criterio del que urgentemente están necesitados.
 
Aquello que más necesitamos en este momento de la historia son hombres que, a través de una Fe iluminada y vivida, hagan a Dios creíble en este mundo. El testimonio negativo de cristianos que hablan de Dios y viven en contra de El ha oscurecido la imagen de Dios y ha abierto la puerta a la incredulidad. Tenemos necesidad de hombres que tengan la mirada dirigida a Dios, aprendiendo de ahí la verdadera humanidad. Tenemos necesidad de hombres cuyo intelecto sea iluminado por la luz de Dios y a quienes Dios abra el corazón, de modo que su intelecto pueda hablar al intelecto de los demás, y su corazón pueda abrir el corazón de los demás. Solo a través de hombres que son tocados por Dios, Dios puede volver a estar entre los hombres. Tenemos necesidad de hombres como Benito de Nursia, quien, en un tiempo de disipación y de decadencia, se sumergió en la soledad más extrema, logrando, luego de todas las purificaciones que tuvo que sufrir, salir de nuevo a la luz, regresar y fundar Montecassino, la ciudad sobre el monte que, con tantas ruinas, aunó las fuerzas de las cuales se formó un nuevo mundo. Así Benito, como Abrahám, se hizo padre de muchos pueblos. Las recomendaciones a sus monjes hechas al final de su regla son indicaciones que muestran también a nosotros el camino que conduce a lo alto, fuera de la crisis y la ruina. “Como hay un celo amargo que aleja de Dios y conduce al infierno, así hay un celo bueno que aleja de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. Es a este celo que los monjes deben ejercitarse con ardentísimo amor: se prevengan el uno al otro en el hacerse honores, soporten con suma paciencia mutuamente sus enfermedades físicas y morales… quiéranse uno al otro con afecto fraterno… teman a Dios en el amor… no antepongan absolutamente nada a Cristo, quien nos podrá conducir a todos a la vida eterna” (capítulo 72).

Cardenal Joseph Ratzinger

Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe
Decano del Colegio de Cardenales de la Santa Iglesia

Subiaco, 1 de abril de 2005
 
Traducción privada al castellano del original italiano realizada por Noticias Eclesiales

Fuente: Noticias Eclesiales

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