"Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo:" (Mc 3,6)

17 de mayo de 2011

Mons. Aguer: "las parroquias deben ser auténticos centros misioneros, escuelas de la verdad católica y comunidades de oración"



Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, con ocasión de la 112ª peregrinación arquidiocesana a Luján (14 de mayo de 2011)
 


La Palabra de Dios, que hemos recibido con fe, nos habla hoy de María, la Madre de Jesús, y de su participación en el misterio pascual. La Pascua es el paso del Señor, a través de la pasión y la muerte de cruz, hacia la vida plena y gloriosa de la resurrección; el fruto de ese acontecimiento es nuestra salvación, y esta se manifiesta en la efusión pentecostal del Espíritu y el nacimiento de la Iglesia. María estuvo allí, en el Calvario y en el Cenáculo, asociándose íntimamente al misterio pascual de su Hijo, como Madre y a la vez imagen de la Iglesia.
 
El Evangelio de san Juan (19, 25-27) nos la muestra al pie de la cruz; en ese momento solemnísimo en la inminencia de su muerte redentora, Jesús la llama Mujer, como lo había hecho en las bodas de Caná, cuando cambió el agua en vino. Ese apelativo es un título de profundidad admirable: María es la mujer por excelencia; en ella alcanzan su cumplimiento las grandes figuras femeninas del Antiguo Testamento, comenzando por Eva. En la etimología popular, el nombre de la primera mujer fue asimilado a un verbo hebreo que significa dar la vida, de allí que se la considerase la madre de los vivientes. En realidad, a causa de su desobediencia resultó ser madre de la humanidad destinada a la muerte. María en cambio es constituida por Jesús Madre de los discípulos –que al pie de la cruz estaban representadas por Juan, el discípulo amado– Madre de los redimidos, de los que reciben la vida verdadera –vida eterna– en virtud de la muerte y resurrección del Señor. Pero el evangelista, después de registrar la muerte de Jesús, nos invita a contemplar el costado abierto por la lanza del soldado, y el agua y la sangre que brotan de él. Los Santos Padres y la tradición litúrgica nos dicen que esos dos elementos, agua y sangre, simbolizan el bautismo y la eucaristía, sacramentos con los cuales se edifica la Iglesia. La escena representa de algún modo el nacimiento de la Iglesia y María está asociada a esa misteriosa generación, ya que se unió con su amor y su dolor al sacrificio de la redención. En la liturgia mariana se canta hermosamente: ella que no sufrió dolores al dar a luz a su Hijo, los padeció, inmensos, al hacernos renacer para ti.
 
En la primera lectura escuchamos cómo el libro de los Hechos de los Apóstoles (1, 12-14; 2, 1-4) nos presenta a los Once reunidos en el Cenáculo de Jerusalén esperando en oración el cumplimiento de la promesa de Jesús, el envío del Espíritu Santo. Estaban allí con María. El dato parece una indicación circunstancial; sin embargo, encierra una verdad profundísima. El autor de ese texto es San Lucas, quien en su Evangelio nos transmite el mensaje del ángel a la Virgen, cuando le anunció que sería la Madre del Mesías: El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra (Lc 1, 35). Así fue engendrado Jesús, por la acción misteriosa, sobrenatural, del Espíritu de Dios en María. En su segunda obra, los Hechos de los Apóstoles, Lucas quiere señalar que ella no podía estar ausente en el nacimiento de la Iglesia, que sale a luz cuando desciende sobre los primeros discípulos el Espíritu Santo prometido. La tradición iconográfica, en todas las representaciones de Pentecostés, muestra a María en el centro, rodeada de los apóstoles; ella es la célula germinal de la Iglesia, su imagen más precisa, su centro personal y la realización plena de la idea eclesial. La Iglesia será como ella receptora de la Palabra y del Espíritu, amor que cree y espera, esposa fiel y orante, madre virginal de una multitud de hijos.
 
La contemplación de estas realidades espirituales nos llena de gozo y confiere una hondura impensada al gesto sencillo de venir a Luján para mirar la imagen tan querida de Nuestra Señora, para abrirle nuestro corazón y presentarle nuestras intenciones. A la luz de esas verdades, con María, la Madre de Jesús (Hch 2, 14), comprendemos mejor nuestra vocación cristiana y nuestra condición de miembros de la Iglesia. Sabemos que en la actualidad tenemos que considerarnos todos discípulos misioneros de Jesucristo. En el Documento de Aparecida leemos esta expresiva descripción de lo que somos: En el encuentro con Cristo queremos expresar la alegría de ser discípulos del Señor y de haber sido enviados con el tesoro del Evangelio. Ser cristiano no es una carga sino un don: Dios Padre nos ha bendecido en Jesucristo, su Hijo, Salvador del mundo. La alegría que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo, a quien reconocemos como el Hijo de Dios encarnado y redentor, deseamos que llegue a todos los hombres y mujeres … haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestras palabras y obras es nuestro gozo (28 s.).
 
Tal vez comprendemos más fácilmente nuestra condición de discípulos y pensamos que a pesar de la exigencia que conlleva, a pesar también de nuestras debilidades e imperfecciones, podemos vivirla dignamente. Para muchos, en cambio, parece arduo ser misionero, como si se tratara de una especialidad reservada a algunos cristianos particularmente dotados, que eligen serlo en virtud de una vocación extraordinaria. Por supuesto, existe en la Iglesia esa vocación específica; en esos casos, el nombre misionero adquiere una valía singular. Pero también puede y debe decirse con propiedad de todo cristiano, para que pueda considerarse un cristiano cabal. Alguien se preguntará: ¿cuándo, dónde, cómo puedo ser misionero yo, que deseo ser un verdadero discípulo de Cristo? Hay que responder: siempre y en todo lugar, procurando en primer término que el testimonio de tu vida manifieste tu fe, y ayudando a los demás a acercarse a Jesús; en las circunstancias cotidianas y en el ámbito natural y más cercano de irradiación: en la familia, en el barrio, en la escuela o el trabajo, entre los amigos y vecinos. Somos portadores de Cristo, cristóforos; lo llevamos con nosotros, como María, como la Iglesia, y lo comunicamos con alegría, porque esta función misional es inseparable de nuestra vocación cristiana. Debemos reconocer también que cada cristiano, en la medida de sus posibilidades, tiene que prepararse para participar de la misión eclesial mediante la oración y alguna forma de estudio que le permita actualizar su conocimiento de la fe y en consecuencia lo habilite para responder adecuadamente a quien le pida razón de ella. Las parroquias, sobre todo, deben ser auténticos centros misioneros, escuelas de la verdad católica y comunidades de oración.
 
De una seria renovación espiritual y pastoral de nuestras comunidades y de un nuevo vigor de la fe y del fervor misionero de los miembros de la Iglesia depende el futuro del catolicismo en la Argentina. En los últimos años se han acentuado en nuestra sociedad los síntomas de un cambio cultural que no es, sin más, un fenómeno espontáneo, sino el resultado de un proyecto global cuidadosamente preparado. Se intenta imponer una hegemonía ideológica con nuevos paradigmas de pensamiento y de vida: una nueva imagen del hombre, de su origen, esencia y destino; una nueva concepción de la vida y de la muerte, del amor y la sexualidad, el matrimonio y la familia; una nueva visión de la historia, en la que desaparezca la memoria del aporte cristiano. Las ideologías no pueden imponerse perdurablemente por la fuerza; podrán dominar durante un tiempo mediante la violencia si logran superar las reacciones contrarias; pero al fin las realidades esenciales de la naturaleza humana volverán por sus fueros. El cambio radical que se pretende operar requiere ser preparado mediante la transformación del modo de pensar de la sociedad; hay que crear un nuevo pensamiento y nuevas valoraciones, construir un sentido común de la gente que responda a la ideología, dosificando la intoxicación espiritual para que no se advierta con claridad hacia dónde se desliza la opinión general. Para lograr ese trasbordo ideológico inadvertido es preciso apoderarse de los centros de creación de cultura, las universidades, el sistema educativo en su conjunto, los medios de comunicación, los ámbitos artísticos; sobre todo se aspira a educar con esas intenciones a las nuevas generaciones desde la niñez. Un lúcido comunista italiano, Antonio Gramsci, señaló que los dos grandes obstáculos eran la Iglesia Católica y la familia, que por lo tanto era preciso desprestigiar a la Iglesia Católica y destruir a la familia. Es lo que está ocurriendo, y desde hace tiempo, ante nuestros ojos.
 
Ese proyecto no podría cumplirse con éxito si no se logra que los mismos católicos se mundanicen y adopten los nuevos modelos de pensamiento y de vida que se quiere imponer a la sociedad. Las crisis internas de la Iglesia, el prejuicio progresista contra la tradición católica, la corrupción de la doctrina y de las costumbres, son hechos penosos que al igual que el desinterés y la frivolidad colaboran eficazmente con el plan destructor. Días pasados, en Venecia, el Santo Padre Benedicto XVI advertía así a los fieles: También un pueblo tradicionalmente católico puede asimilar casi inconscientemente los contragolpes de una cultura que termina por insinuar un modo de pensar en el cual es abiertamente rechazado, u ocultamente obstaculizado, el mensaje evangélico. Parece una radiografía del pueblo argentino. En seguida, el Papa exhorta a no tener miedo de ir contra la corriente, a no ceder a las recurrentes tentaciones de la cultura hedonista; lo hace invocando la alegría verdadera que se encuentra sólo en Dios. Es éste un desafío estimulante, es la convocatoria a una maravillosa aventura en la que ha de desplegarse, como una pasión que arrebata la vida, el amor y la esperanza de los cristianos, todos ellos discípulos misioneros de Jesucristo.
 
¡No tener miedo! ¿Por qué tenerlo, si estamos con María, si perseveramos unidos a ella en la oración, si ella nos acerca a Jesús que nos la da como madre y atrae sobre nosotros al Espíritu Santo? Que sea hoy ésta nuestra aspiración y la súplica que dejamos a sus pies: que se nos quite el miedo de ir contra la corriente, y que podamos arrostrar con buen ánimo, con alegría, los obstáculos y las seducciones que se oponen a nuestra vocación cristiana. Que ella, Nuestra Señora de Luján, tenga piedad de la Argentina. Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no desprecies las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades, sino líbranos de todos los peligros, siempre Virgen gloriosa y bendita.
 
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
 
Fuente: AICA

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