Homilía de
monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, con ocasión de la 112ª
peregrinación arquidiocesana a Luján (14 de mayo de 2011)
La Palabra de Dios, que hemos recibido con fe, nos
habla hoy de María, la Madre de Jesús, y de su participación en el misterio
pascual. La Pascua es el paso del Señor, a
través de la pasión y la muerte de cruz, hacia la vida plena y
gloriosa de la resurrección; el fruto de ese acontecimiento es nuestra
salvación, y esta se manifiesta en la efusión pentecostal del Espíritu y el
nacimiento de la Iglesia. María estuvo allí, en el Calvario y en el Cenáculo,
asociándose íntimamente al misterio pascual de su Hijo, como Madre y a la vez
imagen de la Iglesia.
El Evangelio de san Juan (19, 25-27) nos la muestra
al pie de la cruz; en ese momento solemnísimo en la inminencia de su muerte
redentora, Jesús la llama Mujer, como lo había hecho en
las bodas de Caná, cuando cambió el agua en vino. Ese apelativo es un título de
profundidad admirable: María es la mujer por excelencia; en ella alcanzan su
cumplimiento las grandes figuras femeninas del Antiguo Testamento, comenzando
por Eva. En la etimología popular, el nombre de la primera mujer fue asimilado
a un verbo hebreo que significa dar la vida, de allí que
se la considerase la madre de los vivientes. En realidad, a causa de su
desobediencia resultó ser madre de la humanidad destinada a la muerte. María en
cambio es constituida por Jesús Madre de los discípulos –que al pie de la cruz
estaban representadas por Juan, el discípulo amado– Madre de los redimidos, de
los que reciben la vida verdadera –vida eterna– en virtud de la muerte y
resurrección del Señor. Pero el evangelista, después de registrar la muerte de
Jesús, nos invita a contemplar el costado abierto por la lanza del soldado, y
el agua y la sangre que brotan de él. Los Santos Padres y la tradición
litúrgica nos dicen que esos dos elementos, agua y sangre, simbolizan el
bautismo y la eucaristía, sacramentos con los cuales se edifica la Iglesia. La
escena representa de algún modo el nacimiento de la Iglesia y María está
asociada a esa misteriosa generación, ya que se unió con su amor y su dolor al
sacrificio de la redención. En la liturgia mariana se canta hermosamente: ella que no sufrió
dolores al dar a luz a su Hijo, los padeció, inmensos, al hacernos renacer para
ti.
En la primera lectura escuchamos cómo el libro de
los Hechos de los Apóstoles (1, 12-14; 2, 1-4) nos presenta a los Once reunidos
en el Cenáculo de Jerusalén esperando en oración el cumplimiento de la promesa
de Jesús, el envío del Espíritu Santo. Estaban allí con María. El dato parece
una indicación circunstancial; sin embargo, encierra una verdad profundísima.
El autor de ese texto es San Lucas, quien en su Evangelio nos transmite el
mensaje del ángel a la Virgen, cuando le anunció que sería la Madre del Mesías:
El Espíritu
Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra (Lc 1, 35). Así fue engendrado Jesús, por la
acción misteriosa, sobrenatural, del Espíritu de Dios en María. En su segunda
obra, los Hechos de los Apóstoles, Lucas quiere señalar que ella no podía estar
ausente en el nacimiento de la Iglesia, que sale a luz cuando desciende sobre
los primeros discípulos el Espíritu Santo prometido. La tradición iconográfica,
en todas las representaciones de Pentecostés, muestra a María en el centro,
rodeada de los apóstoles; ella es la célula germinal de la Iglesia, su imagen
más precisa, su centro personal y la realización plena de la idea eclesial. La
Iglesia será como ella receptora de la Palabra y del Espíritu, amor que cree y
espera, esposa fiel y orante, madre virginal de una multitud de hijos.
La contemplación de estas realidades espirituales
nos llena de gozo y confiere una hondura impensada al gesto sencillo de venir a
Luján para mirar la imagen tan querida de Nuestra Señora, para abrirle nuestro
corazón y presentarle nuestras intenciones. A la luz de esas verdades, con María, la Madre de
Jesús (Hch 2, 14), comprendemos mejor nuestra vocación
cristiana y nuestra condición de miembros de la Iglesia. Sabemos que en la
actualidad tenemos que considerarnos todos discípulos misioneros de Jesucristo.
En el Documento de Aparecida leemos esta expresiva descripción de lo que somos:
En el
encuentro con Cristo queremos expresar la alegría de ser discípulos del Señor y
de haber sido enviados con el tesoro del Evangelio. Ser cristiano no es una
carga sino un don: Dios Padre nos ha bendecido en Jesucristo, su Hijo, Salvador
del mundo. La alegría que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo, a
quien reconocemos como el Hijo de Dios encarnado y redentor, deseamos que
llegue a todos los hombres y mujeres … haberlo encontrado nosotros es lo mejor
que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestras palabras y obras
es nuestro gozo (28 s.).
Tal vez comprendemos más fácilmente nuestra
condición de discípulos y pensamos que a pesar de la exigencia que conlleva, a
pesar también de nuestras debilidades e imperfecciones, podemos vivirla
dignamente. Para muchos, en cambio, parece arduo ser misionero, como si se
tratara de una especialidad reservada a algunos cristianos particularmente
dotados, que eligen serlo en virtud de una vocación extraordinaria. Por
supuesto, existe en la Iglesia esa vocación específica; en esos casos, el
nombre misionero adquiere una valía singular. Pero también puede y
debe decirse con propiedad de todo cristiano, para que pueda considerarse un
cristiano cabal. Alguien se preguntará: ¿cuándo, dónde, cómo puedo ser
misionero yo, que deseo ser un verdadero discípulo de Cristo? Hay que
responder: siempre y en todo lugar, procurando en primer término que el
testimonio de tu vida manifieste tu fe, y ayudando a los demás a acercarse a
Jesús; en las circunstancias cotidianas y en el ámbito natural y más cercano de
irradiación: en la familia, en el barrio, en la escuela o el trabajo, entre los
amigos y vecinos. Somos portadores de Cristo, cristóforos; lo llevamos con nosotros, como María, como la Iglesia, y lo
comunicamos con alegría, porque esta función misional es inseparable de nuestra
vocación cristiana. Debemos reconocer también que cada cristiano, en la medida
de sus posibilidades, tiene que prepararse para participar de la misión
eclesial mediante la oración y alguna forma de estudio que le permita
actualizar su conocimiento de la fe y en consecuencia lo habilite para
responder adecuadamente a quien le pida razón de ella. Las parroquias, sobre
todo, deben ser auténticos centros misioneros, escuelas de la verdad católica y
comunidades de oración.
De una seria renovación espiritual y pastoral de
nuestras comunidades y de un nuevo vigor de la fe y del fervor misionero de los
miembros de la Iglesia depende el futuro del catolicismo en la Argentina. En
los últimos años se han acentuado en nuestra sociedad los síntomas de un cambio
cultural que no es, sin más, un fenómeno espontáneo, sino el resultado de un
proyecto global cuidadosamente preparado. Se intenta imponer una hegemonía
ideológica con nuevos paradigmas de pensamiento y de vida: una nueva imagen del
hombre, de su origen, esencia y destino; una nueva concepción de la vida y de
la muerte, del amor y la sexualidad, el matrimonio y la familia; una nueva
visión de la historia, en la que desaparezca la memoria del aporte cristiano.
Las ideologías no pueden imponerse perdurablemente por la fuerza; podrán
dominar durante un tiempo mediante la violencia si logran superar las
reacciones contrarias; pero al fin las realidades esenciales de la naturaleza
humana volverán por sus fueros. El cambio radical que se pretende operar
requiere ser preparado mediante la transformación del modo de pensar de la
sociedad; hay que crear un nuevo pensamiento y nuevas valoraciones, construir
un sentido común de la gente que responda a la ideología, dosificando la
intoxicación espiritual para que no se advierta con claridad hacia dónde se
desliza la opinión general. Para lograr ese trasbordo ideológico inadvertido es
preciso apoderarse de los centros de creación de cultura, las universidades, el
sistema educativo en su conjunto, los medios de comunicación, los ámbitos
artísticos; sobre todo se aspira a educar con esas intenciones a las nuevas
generaciones desde la niñez. Un lúcido comunista italiano, Antonio Gramsci,
señaló que los dos grandes obstáculos eran la Iglesia Católica y la familia,
que por lo tanto era preciso desprestigiar a la Iglesia Católica y destruir a
la familia. Es lo que está ocurriendo, y desde hace tiempo, ante nuestros ojos.
Ese proyecto no podría cumplirse con éxito si no se
logra que los mismos católicos se mundanicen y adopten los nuevos modelos de
pensamiento y de vida que se quiere imponer a la sociedad. Las crisis internas
de la Iglesia, el prejuicio progresista contra la tradición católica, la
corrupción de la doctrina y de las costumbres, son hechos penosos que al igual
que el desinterés y la frivolidad colaboran eficazmente con el plan destructor.
Días pasados, en Venecia, el Santo Padre Benedicto XVI advertía así a los
fieles: También un
pueblo tradicionalmente católico puede asimilar casi inconscientemente los
contragolpes de una cultura que termina por insinuar un modo de pensar en el
cual es abiertamente rechazado, u ocultamente obstaculizado, el mensaje
evangélico. Parece una radiografía
del pueblo argentino. En seguida, el Papa exhorta a no tener miedo de ir
contra la corriente, a no ceder a las recurrentes
tentaciones de la cultura hedonista; lo hace invocando la alegría verdadera que se encuentra sólo en Dios.
Es éste un desafío estimulante, es la convocatoria a una maravillosa aventura
en la que ha de desplegarse, como una pasión que arrebata la vida, el amor y la
esperanza de los cristianos, todos ellos discípulos misioneros de Jesucristo.
¡No tener miedo! ¿Por qué tenerlo, si estamos con
María, si perseveramos unidos a ella en la oración, si ella nos acerca a Jesús
que nos la da como madre y atrae sobre nosotros al Espíritu Santo? Que sea hoy
ésta nuestra aspiración y la súplica que dejamos a sus pies: que se nos quite
el miedo de ir contra la corriente, y que podamos arrostrar con buen ánimo, con
alegría, los obstáculos y las seducciones que se oponen a nuestra vocación
cristiana. Que ella, Nuestra Señora de Luján, tenga piedad de la Argentina.
Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no desprecies las súplicas
que te dirigimos en nuestras necesidades, sino líbranos de todos los peligros,
siempre Virgen gloriosa y bendita.
Mons. Héctor
Aguer, arzobispo de
La Plata
Fuente: AICA
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